III. ALGUNOS ELEMETOS SOBRE LA VOCACIÓN Y LA MISIÓN
EN EL MAGISTERIO ACTUAL DE LA IGLESIA
Por: Pbro. Carlos Enrique Barrera Gómez
Por: Pbro. Carlos Enrique Barrera Gómez
Tratemos ahora
de ver cómo en los documentos del magisterio eclesiástico se deja entrever que
la vocación está en cada cristiano. Primero
demos una mirada a documentos del magisterio universal, es decir, a documentos pensados
para toda la Iglesia, y luego recabemos en los documentos de las Conferencias
Latinoamericanas.
La Constitución Dogmática Lumen Gentium, por ejemplo, destaca el hecho que en la familia
cristiana deben fomentarse las diversas vocaciones: «En esta especie de Iglesia
doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la
fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de
cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada» (LG 11). Esto se dice
a partir de un presupuesto: el hecho de que cada cristiano tiene su propia
vocación, la especificación varía pero no en el hecho de que unos cristianos
tengan vocación y otros no, sino en cuanto que unos son llamados a vivir según
un estado de vida específico y otros otro. Por eso, el documento habla luego de la vocación de los presbíteros, tanto
diocesanos y religiosos (Cfr. LG 28), así como de la vocación de los laicos
cuya característica principal consiste en tratar de obtener el reino de Dios
gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según su voluntad (Cfr. LG
31). Habla también abundantemente de la vida religiosa en el capítulo VI, como
expresión ya en esta vida de la respuesta plena que busca dar el hombre al
Eterno Llamante (Cfr. LG 43-47).
También se
destaca el capítulo V en donde se habla de la vocación a la santidad que todo
cristiano tiene y que es el fundamento de toda vocación específica (Cfr. LG
39-42). La vocación de - y en - la Iglesia a la santidad es, ante
todo, una proyección de la santidad de
Dios Trino[1].
Esta vocación es la que hace que se den las demás vocaciones específicas en la
Iglesia y la que las hace existir no como paralelas sino como parte integrante
de la gran vocación del pueblo de Dios, ya que «todos los fieles, cristianos,
de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios
de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la
perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (LG 11).
La Gaudium et Spes, en su numeral 22, dice
que Cristo le manifiesta y le descubre al hombre la grandeza de su vocación. El
documento está hablando no solo de los cristianos sino que habla de todo
hombre, queriendo con ello indicar que la vocación está presente en todo ser
humano incluso en el no creyente, ya que ha sido llamado a la vida y a una misión
concreta como hombre, además de ser llamado a la fe; pues bien, si el no
creyente también tiene inscrita la vocación de parte de Dios, cuanto más el
cristiano. El resto de documentos del Concilio Vaticano II también hablan con
el lenguaje vocacional del que hacen gala Lumen
Gemtium y Gaudium et Spes. Con
todo, ellos pueden ser objeto de un estudio más profundo, bástenos en nuestro
artículo solamente el dato[2].
Los documentos
magisteriales en ocasiones también hablan de vocaciones específicas; la familia,
por ejemplo, es presentada como vocación al amor, llamada al servicio de la
vida y al discernimiento de las vocaciones (Cfr. FC 1-2.22) respecto a los
consagrados se habla principalmente de «una
llamada a la plena conversión, en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente
en el Señor, para que Dios sea todo en todos» (VC 35) y también se apunta que:
«La vida consagrada, enraizada
profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del
Espíritu. Con la profesión de los consejos
evangélicos los rasgos característicos de Jesús —virgen, pobre y
obediente— tienen una típica y
permanente « visibilidad » en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio
del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización
en el cielo» (VC 1).
En cuanto a la
vocación de los presbíteros se habla de su vocación al servicio (Cfr. PDV 9), y esta vocación al servicio viene a ser fruto
de su vocación de discípulos (Cfr. PDV 34) así como de su vocación a la
castidad y al apostolado (Cfr. PDV 29 y 34). También se señala que toda
vocación cristiana viene a partir de la iniciativa de Dios y posee categoría de
don, pues es un regalo para el ser humano (Cfr. PDV 2, 35), suponiendo con ello
que todo cristiano tiene en sí mismo una esencia vocacional. Conviene decir que
tanto las exhortaciones que hemos brevemente apuntado, Familiaris Consortio, Vita Consecrata y Pastores Dabo Vobis, respiran en toda su redacción un claro enfoque
vocacional, es decir, parten del hecho ontológico que tanto el laico, el
religioso y el sacerdote son seres-llamados por Dios. Sin esa idea básica no
podríamos entender a cabalidad el mensaje de dichos documentos.
Por último,
conviene decir también que tanto estos documentos como otros hablan de las
llamadas concretas que reciben a su vez las vocaciones específicas. Son
llamadas que Dios hace al laico por ser laico, al religioso por ser religioso y
al sacerdote por ser sacerdote; o bien a todos, por el hecho de ser cristianos,
o más básico aún, por su condición de seres humanos. Y así se habla de vocación a la obra creadora
de Dios, en el caso de los casados que procrean (Cfr. FC 98); vocación a la
vivencia de los consejos evangélicos de modo radical, en el caso de los
religiosos (Cfr. VC 95); vocación a ser en sentido primero apóstol de Jesucristo
en el caso de los presbíteros (Cfr. PDV 34). En lo concerniente a las llamadas
comunes a todos los estados de vida[3]
tenemos: la vocación a la santidad (Cfr. FC 94; VC 35; PDV 19), vocación a
evangelizar (Cfr. EN 14), vocación al servicio (Cfr. FC 112; PDV 9), vocación a
la felicidad (Cfr. GD 74) vocación a la plenitud de la vida (Cfr. EV 2),
vocación al amor perfecto (Cfr. VE 18), etc.
Hablemos ahora del
magisterio latinoamericano. Destacamos de modo sucinto cuatro documentos
emitidos por las Conferencias episcopales de Medellín, Puebla, Santo
Domingo y Aparecida.
En Medellín, por ejemplo, se invita a que
en todos los centros de educación eclesiásticos se de orientación vocacional a
los jóvenes para que puedan asumir con responsabilidad su compromiso social en
el proceso de cambio latinoamericano (Cfr. DM Juventud 16). De nuevo, subyace
en esta petición, el hecho de que todo cristiano tiene vocación, pues de otra
manera no se explica cómo los obispos planteen el tema de la orientación
vocacional como una necesidad en los ámbitos juveniles. Además, el documento
deja claro que si no se tiene conciencia de la propia vocación no se tendrá
conciencia tampoco de la misión en la sociedad y en la historia. Y si no se
conoce esto, por ende, no habrá
compromiso. La petición pues, vista así, no es decorativa, es parte clave para
que los jóvenes se conviertan en seres-llamados, prestos a responder a Dios en
las situaciones concretas de la realidad latinoamericana.
El documento de Puebla, retomando la herencia del
Concilio Vaticano II, habla de la vocación humana, vocación cristiana y
cristiana-específica:
«Dios llama a todos los hombres y a cada
hombre a la fe, y por la fe, a ingresar en el pueblo de Dios mediante el Bautismo. Esta llamada por el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía, a que seamos
pueblo suyo, es llamada a la comunión y participación en la misión y vida de la
Iglesia, y por lo tanto, en la
evangelización del mundo» (DP 852-854).
Con ello, la III
Conferencia del Episcopado Latinoamericano nos hacía ver que el tema vocacional
es inherente a la naturaleza misma del ser humano y del cristiano. Puebla
también recuerda que sin la vivencia de la propia vocación no puede existir
evangelización, pues todos, según la vivencia de su propia vocación, construyen
el Reino de Dios, reino de Dios que en nuestras realidades suena a utopía, en
parte porque no se sabe, en algunos casos, integrar vocación humana y vocación
específica del cristiano, por eso al descubrir y profundizar la vocación
específica, nos capacitamos para vivir con autenticidad nuestra condición
humana y cristiana (Cfr. DP 854). En una línea más práctica el documento de Puebla exhortaba, a que era necesario
tener una pastoral vocacional «encarnada» y «diferenciada», es decir, que
pudiera «responder desde la fe a los problemas concretos de cada nación y
reflejar la unidad y variedad de funciones y servicios de ese cuerpo diversificado
cuya cabeza es Cristo» (DP 863).
Santo
Domingo,
en cambio, no presenta la riqueza contenida en el Documento de Puebla acerca
del tema que estamos tratando, y sobre el cual volveremos más adelante; sin embargo,
tiene importancia el hecho que vuelva a resaltar la importancia sobre la
prioridad de la pastoral vocacional en la pastoral de conjunto, que pueda ayudar a que todos se entreguen con
generosidad a su propia vocación sea como laicos, religiosos o sacerdotes (Cfr.
SD 79-80).
Por último, el
Documento de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano, presenta el tema
de la vocación de modo explícito en más de 40 de sus numerales. Parte de la
noción de que Cristo «manifiesta la vocación, dignidad y destino de la persona
humana» (DA n.6); se nota aquí la influencia del pensamiento moderno en torno a
que el ser de la persona humana es vocacional[4].
De los documentos anteriores, Aparecida
se nos presenta con mayor abundancia textual en cuanto a temática vocacional se
refiere, de hecho es el único documento que dedica un apartado a la cuestión
vocacional, se ubica en su segunda parte con el título de: «La Vocación de los
discípulos y misioneros», abarcando los numerales 129 al 153. En ellos queda
planteada la vocación como itinerario a recorrer, iniciando con el seguimiento
a Jesucristo, que lleva a la configuración con Él, hasta el hecho de ser
enviados y asistidos en dicho envío por la gracia del Espíritu Santo. Este
proceso es continuo y el hecho que se hayan dado los pasos no significa que no
se vuelva a dar un sentido de profundización. Recordemos que todo el documento
de Aparecida está escrito en clave
vocacional, entiende al cristiano como discípulo y misionero, y recordemos que
en el lenguaje bíblico el discípulo de Cristo no es elector sino elegido (Cfr. Jn
15,16), ya esa noción bastaría para decir que Aparecida es el documento del CELAM que más profundiza el tema
vocacional. Aparecida asume eso cuando afirma con claro lenguaje propio de la llamada:
«damos gracias a Dios que nos ha dado el don de la palabra, con la cual nos podemos comunicar
con Él por medio de su Hijo, que es Palabra (Cfr Jn 1,1), y entre nosotros.
Damos gracias a Él que por su gran amor nos ha hablado como amigos (Cfr. Jn 15,
14-15)» (DA 25).
En Cristo, pues,
Dios nos habla, y al hablarnos nos llama y pide respuesta. El que Dios hable al
ser humano significa que Dios le llama, pues cuando el hablar viene de Dios,
hablarle al ser humano es llamarle y llamarle es amarle[5], de nuevo aparece el carácter dialógico de la
vocación, por eso ante la llamada que ama cabe solo la respuesta de amor:
«la respuesta a su llamada exige entrar
en la dinámica del Buen Samaritano (Cf Lc 10, 29-37), que nos da el imperativo de hacernos prójimos, especialmente con el
que sufre, y generar una sociedad
sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús que come con publicanos y
pecadores (Lc 5, 29-32), que
acoge a los pequeños y a los niños (Cfr. Mc 10, 13-16), que sana a los leprosos (Mc 1, 40-45), que perdona y libera a
la mujer pecadora( Cfr. Lc 7, 36-49; Jn 8, 1-11), que habla con la samaritana (Cfr. Jn 4, 1-26)» (DA
135).
Esta respuesta
no es exclusiva de unos pocos, es común a todos, pues todos los cristianos
tienen vocación al amor y a la justicia. En todo esto que hemos visto hasta el momento, tanto en lo
referente al magisterio universal y latinoamericano, está presente una clara
visión antropológica que nace en el
pensamiento contemporáneo con alta influencia cristiana y que entiende al ser
humano como ser donado que se dona. La corriente filosófica llamada
personalismo, en aras de dar una respuesta a la pregunta ¿Quién es el ser
humano? hace mención que éste es persona, entre otras cosas, dotada de unas
dimensiones, dentro de las cuales está presente su dimensión vocacional[6].
Hemos dicho que
el cristiano es un ser vocacionado, con ello hemos querido indicar, a partir de
algunos documentos de la Iglesia, que el ser del cristiano es por naturaleza
vocacional, pero al igual que se estudió en el apartado bíblico, toda vocación
implica misión, nunca en la visión bíblica se da vocación sin misión. Si el
magisterio nos indica que la vocación es connatural al cristiano, también nos
dice que toda vocación cristiana y todas las vocaciones cristianas son
misioneras, por lo mismo, todo cristiano en cuanto vocacionado, también es
misionero. En este sentido, la Gaudium et
Spes habla de misión del hombre en el universo (Cfr. GS 3), con dicha
expresión se indica que todo ser humano tiene una misión que cumplir a partir
de su vocación humana.
En el caso de la
vocación cristiana Redemptoris Missio
apunta a que «la llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad […] La vocación universal a la santidad está estrechamente
unida a la vocación universal a la misión» (RMi 90; Cfr. VC 31). Y la Lumen
Gentium nos dice: «todos los
fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la
santidad cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40). Por esto mismo, «la
responsabilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo» (LG 17)[7]. Y
esto es así en virtud del Bautismo (Cfr. RMi 71-71.77). Si todo cristiano está
invitado a la perfección de la caridad, eso significa que el cristiano no busca
quedarse aislado viviendo su cristianismo, pues caridad implica alteridad. Esta
alteridad lleva consigo, en el caso del cristiano, la misión de ser heraldo del
amor de Jesucristo para los demás: «La misión es el desbordamiento de la
riqueza espiritual […] con la comunidad. En solitario no se hace misión»[8].
Si el bautismo nos configura con Cristo, entonces, al igual que Cristo
es enviado por el Padre, el cristiano aparece como enviado por Cristo. Bajo
esta perspectiva toda vocación específica es misionera. Por eso los laicos, que
por el
bautismo participan de modo especial en el profetismo, sacerdocio y realeza de
Cristo (Cfr. LG 31) tienen una «función específica y absolutamente necesaria en
la misión de la Iglesia» (AA 1) y esta misión apunta a «extender el Reino de
Dios y animar y perfeccionar el orden y las cosas temporales con el espíritu
evangélico» (AA 4).
La Constitución Lumen Getium dirá que los laicos «guiados
por el espíritu evangélico, contribuyen a la santificación del mundo como desde
dentro, a modo de fermento» (LG 35). Además, se debe tener presente que «La
Iglesia no está verdaderamente fundada, ni vive plenamente, ni es signo
perfecto de Cristo entre las gentes, mientras no exista y trabaje con la
Jerarquía un laicado propiamente dicho» (AG 21). La Christifideles Laici sostiene también que a los fieles laicos se les
pide ejecutar su misión de ser «sal» y «luz» de la tierra en el «campo» de la
sociedad e historia actual (Cfr. ChL 3); también se les presenta con la misión
de ser buenos administradores de la múltiple gracia de Dios, ya como niños,
jóvenes, adultos o ancianos (Cfr. ChL 45-49).
La vida
consagrada también, por la práctica permanente de los consejos evangélicos,
tiene consecuencias misioneras que derivan de la misma consagración: «dilatar
el Reino por todo el mundo» (LG 44). La
Exhortación Apostólica Vita Consecrata por su parte hace ver que toda
vocación y carisma se hace misión para bien de toda la Iglesia (Cfr. VC 72) en
cuanto que los consagrados están para la edificación del pueblo de Dios y para
el bien de toda la Iglesia y del mundo (Cfr. VC 49)[9].
El Decreto Ad Gentes y la Exhortación
Apostólica Evangelii Nuntiandi
presentan una buena síntesis de la dimensión misionera de la vida consagrada: «Los
Institutos religiosos de vida contemplativa y activa tuvieron hasta ahora, y
siguen teniendo, la mayor parte en la evangelización del mundo» (AG 40). Y ahí mismo se nos recuerda:
«Los religiosos, también ellos,
tiene en su vida consagrada un medio privilegiado de evangelización eficaz…Este testimonio silencioso de pobreza y
desprendimiento, de pureza y transparencia,
de abandono en la obediencia, puede ser, a la vez que una interpelación al
mundo y a la Iglesia misma, una
predicación elocuente, capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos
valores» (EN 69).
En lo que
respecta a los sacerdotes, también sobresale en esta vocación la dimensión misionera;
es más, si hay una vocación misionera esa es la del sacerdocio ministerial. La
encíclica Redemptoris Missio, después
de alentar a los misioneros en general y a los Institutos Misioneros (Cfr. RMi 65-66),
centra su atención en los sacerdotes, especialmente diocesanos: «Todos los
sacerdotes deben tener corazón y mentalidad misioneros, estar abiertos a las
necesidades de la Iglesia y del mundo... no dejarán además de estar
concretamente disponibles al Espíritu Santo y al Obispo para ser enviados a
predicar el Evangelio más allá de los confines del propio país» (RMi 67).
Se debe recordar
que esto ya quedaba planteado durante el Concilio Vaticano II: «Colaboradores
del Obispo, los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, están llamados
a compartir la solicitud por la misión», puesto que ha recibido «la misma
amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los apóstoles» (PO 10).
En el caso de los
documentos latinoamericanos, debemos decir que aplican la doctrina conciliar a
la realidad de América Latina. En este sentido Puebla siguiendo el hecho que el
fiel laico tiene que iluminar las «cosas temporales», concreta que esa misión
del laico en nuestro contexto implica que existan: «personas conscientes de su
dignidad y responsabilidad histórica y de cristianos celosos de su identidad que, de acuerdo con su
compromiso, sean constructores de un mundo más justo y habitable, que no se
cierra en sí mismo sino que se abre a Dios» (DP 864).
El documento también
plantea el tema de la vocación de la mujer como parte clave en el proceso
evangelizador de nuestros pueblos (Cfr. DP 842-849). En el caso de los
religiosos, Puebla alienta a los
religiosos para que asuman un compromiso preferencial con los pobres como parte
de su misión en nuestras tierras (Cfr. DP 769), también el documento habla de
la misión de los religiosos en lo que se refiere a la evangelización de la
cultura, promoción humana y comunicación social (Cfr. DP 770) y de ponerse en
los puestos de la vanguardia evangelizadora (Cfr. DP 771), así como estimular
el carisma original y su adaptación a las necesidades del pueblo de Dios (Cfr. DP
772). Por último, invita a renovar la vitalidad misionera (Cfr. DP 773).
El documento de
Santo Domingo plantea que toda la Iglesia está llamada a vivir el dinamismo de
comunión-misión en todos sus miembros (Cfr.
SD 55), la familia cristiana es presentada como «primera comunidad
evangelizadora» y con ello se remarca la dimensión misionera de sus miembros (Cfr.
SD 64).
En el documento
de la V Conferencia, el de Aparecida, remarca que por el bautismo y la
confirmación los laicos tienen una misión que cumplir en la Iglesia, son
constituidos en discípulos y misioneros de Jesucristo (Cfr. DA 213). Por eso
plantea que: «Los laicos también están llamados a participar en la acción
pastoral de la Iglesia, primero con el testimonio de su vida, y en segundo
lugar, con acciones en el campo de la evangelización, la vida litúrgica y otras
formas de apostolado, según las necesidades locales de sus pastores» (DA 211).
Aparecida
plantea además que toda vocación cristiana es discípula y misionera, por lo
mismo, todo cristiano diseminado por el continente está llamado a evangelizar.
Este documento considera «elemento decisivo» para la misión de la Iglesia la
vida consagrada (Cfr. DA 216). Dentro de las misiones propias de la vida
consagrada está la cuestión de ser experta en comunión dentro de la Iglesia
(Cfr. DA 218) ya que «la comunión es para la misión»[10]. Y
dentro de una sociedad que muestra serias tendencias a la secularización tienen
la misión de dar testimonio de la primacía absoluta de Dios (Cfr. DA 219).
En lo que se
refiera a la vocación sacerdotal Aparecida, además de aceptar la misión propia
de los presbíteros que plantea el magisterio universal, también remarca
misiones específicas de los sacerdotes en la realidad actual de América Latina.
Tal es el caso de que el sacerdote está llamado a conocer la cultura no a
despreciarla, pues en la cultura se debe sembrar la semilla del evangelio (Cfr.
DA 194) y
a descubrir en ella las «Semillas del Verbo» (Justino)[11]. Está
llamado a ser cultivador de relaciones interpersonales entre sus hermanos
sacerdotes y obispo (Cfr. DA 195), está llamado a vivir el celibato con gozo y
alegría sobre todo en estos tiempos, en donde no faltan sus detractores y se
erige la pseudocultura del placer desmedido (DA 196); está llamado a ser imagen
del Buen Pastor, cercano a su pueblo y servidor de todos, sobre todo de los más
necesitados (Cfr. DA 198). Está llamado también a ser animador de comunidades
de discípulos y misioneros, implica que el sacerdote tiene que ser discípulo auténtico
de Jesucristo, el único maestro (Cfr. DA 201), así como promotor y animador de
la diversidad misionera en la Iglesia (Cfr. DA 202).
Llegados a este
punto podemos entonces decir que el Magisterio de la Iglesia, tanto universal y
latinoamericano, plantean el hecho de que el ser cristiano es vocacional y misionero.
No se pueden desligar en el cristiano estas dimensiones, desconocerlas llevaría
a una concepción errónea del ser cristiano, ignorarlas es todavía peor, pues
eso implicaría el hecho de traicionar la ontología misma la persona cristiana,
ir en contra del plan de Dios que ha constituido a cada hombre y a cada mujer
con una vocación y una misión en la historia y en el lugar donde habita.
Cada cristiano
tiene una vocación universal y por lo mismo participa de una misión universal.
El Concilio Vaticano II habla de que la Iglesia tiene una santidad a partir del
designio amoroso de la Trinidad (Cfr. LG 39), por esta razón:
«en la Iglesia, todos, lo mismo quienes
pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: “Porque
ésta es la voluntad de Dios, vuestra
santificación” (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). Esta santidad de la
Iglesia se manifiesta y sin cesar debe
manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se
expresa multiformemente en
cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su
propio género de vida; de manera singular aparece en la práctica de los comúnmente llamados consejos
evangélicos» (LG 39).
Estas palabras del
Concilio nos ponen de manifiesto que existe una vocación universal: «en la Iglesia, todos, lo mismo quienes
pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la
santidad». Esta vocación se presenta como la más básica de todas. La
vocación universal a la santidad esta diversificada a partir de las
especificaciones de las vocaciones, por eso el Concilio apunta: «Se expresa multiformemente», por el «propio género de vida». En este sentido
se dice que no es la «santidad lo que diversifica las vocaciones son las
vocaciones las que diversifican la santidad»[12].
En otras palabras todos estamos llamados a ser santos, pero cada uno según su
estado de vida[13].
Cristo es el
origen de la santidad de la Iglesia
porque «Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es
proclamado “el único Santo, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a
Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef.
5,25-26)» (LG 39), esto quiere decir que el Señor Jesús otorgó a la Iglesia una
nota de santidad ontológica. Al respecto Vicente Bosch comenta: «Esa realidad
incide en su hijos, que son llamados a vivir y hacer fructificar en la Iglesia
(santidad moral) la participación en la naturaleza divina (santidad ontológica)
recibida en el bautismo»[14]. Por
eso se dirá que
«El divino Maestro y Modelo de
toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su
condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: «Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48)…Los seguidores de Cristo,
llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y
justificados en el Señor Jesús, han sido
hechos por el bautismo, sacramento
de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por
lo mismo, realmente santos.» (LG 40).
De esto hace eco
la Christifideles Laici, cuando declara que «la vocación a la santidad hunde sus raíces en el
bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente
en la Eucaristía» (ChL 16) y la Exhortación Apostólica Postsinodal sobre la
vida consagrada también recogerá esta idea haciendo énfasis en el carácter
regenerativo del bautismo, el cual nos santifica por los méritos de Jesucristo
(Cfr. VC 31). El papa Juan Pablo II hacía notar lo siguiente, que el concepto
de vocación se entiende mejor después del concilio, pues antes se tendía a
aplicar solo a sacerdotes y religiosos, ahora es a todo cristiano[15]. Bajo esta renovada y
más autentica concepción de la vocación cristiana, «la vocación al amor
perfecto no está reservada solo a un grupo de personas» (VS 18) sino que es
común a todo cristiano. Si bien es cierto el bautismo tiene unas dimensiones
teológicas muy ricas[16], con el redescubrimiento
de su carácter vocacional, el bautismo «puede recuperar su significado
verdadero y transformador si se explica
como don y filiación en Cristo Crucificado y Resucitado… al mismo tiempo como
unidad entre los hombres»[17] . Esto ha sido ya
planteado en cierto modo en el Documento de Aparecida cuando formula:
«La condición del discípulo brota de
Jesucristo como de su fuente, por la fe y el bautismo, y crece en la Iglesia, comunidad donde todos
sus miembros adquieren igual dignidad y participan de diversos modos ministerios y carismas. De este modo se
realiza en la Iglesia la forma propia y específica
de vivir la santidad bautismal al servicio del Reino de Dios» (DA 184).
El otro gran
concepto bíblico-magisterial que venimos estudiando es el de misión que siempre
aparece implicado y precedido por el de vocación. Podríamos decir que el «carácter
fundante de la existencia que tiene la vocación divina se expresa en la misión»[18].
Los documentos de la Iglesia hablan también del bautismo como sacramento base
de la participación de los fieles en la misión de la Iglesia. Veamos algo al
respecto.
La Redemptoris Missio asevera: «en virtud
del bautismo, todos los cristianos son
corresponsables de la actividad misionera» (RMi 77). Si todos los cristianos
tienen responsabilidad en la misión, y esa misión se cumple con la santidad de
vida –unión personal con Cristo- es porque todos los cristianos están llamados
a la santidad. El Papa es explícito en este sentido: «la llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a
la santidad…La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la
vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad (vocación)
y a la misión» (RMi 90). En Ecclesia in
Oceanía se declara que: «en el bautismo todos los
cristianos han recibido la llamada a la santidad; toda vocación es una llamada
a compartir la misión de la Iglesia» (EO 61). El documento de Aparecida alerta
que «cumplir este encargo no es opcional, sino parte integrante de la identidad
cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación misma» (DA 144).
De tal modo que:
«Al participar
de esta misión, el discípulo camina
hacia la santidad. Vivirla en la misión lo lleva al corazón del mundo. Por eso la santidad no es fuga
hacia el intimismo o hacia el individualismo
religioso, tampoco es abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de
América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacia un mundo
exclusivamente espiritual» (DA 148).
Nuevamente queda
plasmado que no existe vocación sin misión ni misión sin vocación. Así como del
bautismo surge una vocación que es universal aplicable a todo cristiano, como
lo es la vocación universal a la santidad, así también existe una misión que es
universal, cuyo cometido es anunciar el Reino de Dios y a Jesucristo a los
demás y sobre todo a los que no lo conocen, y es así como se logra la santidad.
Es decir que si
el cristiano quiere ser fiel a su vocación de discípulo de Cristo tiene que
cumplir, según su condición y estado de vida, con la misión que Dios le pide,
porque «no hay, pues,
miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de todo el Cuerpo, sino
que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón y dar testimonio de Él con
espíritu de profecía» (PO 2). Esto es así porque por el bautismo el cristiano
participa del sacerdocio de Cristo, y recibe sacramentalmente el Espíritu
Santo, que no sólo le convierte en nueva criatura y miembro de la Iglesia, sino
también en responsable y enviado. Responsable porque si tiene una vocación, a
ella se le busca responder y de ahí surge la responsabilidad, pues toda
vocación conlleva el interesarme por el otro, así como el Eternamente otro se
ha interesado por mí. Por eso es que Aparecida recuerda que «tarea esencial de
la evangelización es la opción preferencial por los pobres, la promoción humana
integral y la auténtica liberación cristiana» (DA 147). Porque «quien niega la
propia responsabilidad ante el otro, lo mata»[19].
Ahora vamos brevemente cómo en el Magisterio
se nos enseña que la Iglesia posee una dimensión vocacional y una dimensión
misionera. Sobre el segundo aspecto creemos que en los ámbitos eclesiales ya se
comienza hablar bastante al respecto; no pasa lo mismo con la dimensión
vocacional de la Iglesia, en algunos ambientes todavía el punto es bastante
desconocido y se mira hasta con recelo. Ahora bien, vamos ahora a comprobar,
como ya se ha venido haciendo, que el Magisterio habla tanto de una naturaleza
misionera como de una naturaleza vocacional. Es más, la naturaleza vocacional
es la que hace que también la Iglesia tenga una naturaleza misionera y no al
revés. Aunque no se debe soslayar, siguiendo el dato bíblico y el hecho
histórico, que no se da nunca la una sin la otra; y el Magisterio en este
sentido es fiel tanto al dato bíblico como al hecho histórico, no los
traiciona, sino que los profundiza y nos lo presenta para que los aprovechemos y así nos sirvan en
nuestra existencia cristiana.
Estudiemos
primero la dimensión vocacional de la Iglesia. El Concilio Vaticano II se
proponía cuatro principales objetivos: «la definición, o mejor, la conciencia
de la Iglesia, su renovación, el restablecimiento de la unidad de todos los
cristianos y el diálogo con el hombre actual»[20].
En esta línea sobresale la importancia de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, esto si atendemos a los
objetivos de los que hablaba el papa Pablo VI, cuando decía que uno de ellos era
«la definición, o mejor, la conciencia de la Iglesia», puesto que el documento
en cuestión es la Constitución sobre la Iglesia. No pretendemos hacer aquí un
estudio erudito sobre el documento sino más bien señalar lo que interesa a
nuestro tema.
Los cuatro
primeros números de la Lumen Gentium
exponen que la vocación de la Iglesia a la santidad se fundamenta en una
iniciativa divina; su más perfecta síntesis podría individuarse en la
definición de la Iglesia como «instrumento de la unión íntima con Dios» (LG 1).
Cristo cumpliendo la voluntad del Padre, instituyó la Iglesia en la que se
realiza la unidad de los creyentes formando un sólo cuerpo en Cristo; por eso,
«todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo…» (LG 3). El Espíritu
Santo fue enviado «para que santificara continuamente a su Iglesia y de esta
manera los creyentes pudieran ir al Padre a través de Cristo» (LG 4).
Detengámonos en el numeral 2, y hagamos una lectura vocacional del mismo,
puesto que está escrito en clave vocacional. Se parte del hecho que «El Padre Eterno, por una disposición
libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo, decretó elevar
a los hombres a participar de la vida divina». Este crear evoca el tema del
llamar creativo del que ya antes
hemos hablado. Cuando Dios crea llama, porque todo fue hecho por su Palabra y
sin ella nada fue hecho (Cfr. Jn 1, 2-3)[21]. Entonces
el Padre llama al crear, y he aquí que el primer acto del Padre respecto al mundo creado esté altamente cargado de
carácter vocacional. Luego el documento dice que «decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina». O
sea que llamó al ser humano a su misma vida divina: «A todos los elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, «los
conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo,
para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29)[22]. Ahora bien, en tal situación Dios hace
esa llamada en y a través de una
comunidad que se constituye en familia, en donde todos son hermanos y Dios, el
Padre de todos:
«Y estableció convocar a quienes creen en
Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la
historia del pueblo de Israel y en la Antigua
Alianza , constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión
del Espíritu y que se
consumará gloriosamente al final de los tiempos». (LG 2).
Al final el documento
plantea la cuestión de la finalidad o consumación de la llamada, la cual
consiste en la santidad de los hijos de Dios (Cfr. LG 48-69). Resumiendo, el
Padre llama libre, sabia y bondadosamente, o sea por amor, a todos los hombres
a su misma vida divina, esto se realiza en el Hijo en cuanto que éstos son
llamados a ser imagen suya, dentro de la llamada a vivir en familia por la
gracia del Espíritu Santo que ayuda al ser humano a responder y acceder así a
la santidad a la que el Padre llama. Entonces la Iglesia es concebida como
misterio de la llamada de Dios porque llama a los hombres a ser imágenes de su
Hijo en la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia para que así puedan
alcanzar su santificación.
De esta herencia
conciliar se nutre la Pastores Dabo Vobis
al hablar de la naturaleza vocacional de la Iglesia:
«La Iglesia no sólo contiene en
sí todas las vocaciones que Dios le otorga en su camino de salvación, sino que ella misma se
configura como misterio de vocación, reflejo luminoso y vivo del misterio de la Santísima
Trinidad. En realidad la Iglesia, «pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo», lleva en sí el misterio del Padre que, sin ser llamado ni
enviado por nadie (cf. Rm 11, 33-35), llama a todos para santificar su
nombre y cumplir su voluntad; ella
custodia dentro de sí el misterio del Hijo, llamado por el Padre y enviado para anunciar a todos el Reino de Dios, y que
llama a todos a su seguimiento; y es depositaria
del misterio del Espíritu Santo que
consagra para la misión a los que el Padre llama mediante su Hijo Jesucristo» (PDV 35).
Entonces, toda
la Iglesia es misterio de vocación, por eso en ella se dan y se desarrollan las
vocaciones queridas por Dios:
«La Iglesia, que por propia naturaleza es
“vocación”, es generadora y educadora de vocaciones. Lo es en su ser de “sacramento”, en cuanto “signo” e
“instrumento” en el que resuena y se cumple
la vocación de todo cristiano; y lo es en su actuar, o sea, en el desarrollo de
su ministerio de anuncio de
la Palabra, de celebración de los Sacramentos y de servicio y testimonio de la caridad» (PDV 35).
De esto hace eco también el
papa Benedicto XVI en su Mensaje a los
participantes en el II Congreso Continental-Latinoamericano de Vocaciones[23],
cuando manifiesta: «La Iglesia, en lo más íntimo de su ser, tiene una dimensión
vocacional, implícita ya en su significado etimológico: «asamblea convocada»
por Dios. La vida cristiana participa también de esta misma dimensión
vocacional que caracteriza a la Iglesia».
Ahora veamos, la
cuestión de la naturaleza misionera, si el magisterio plantea que existe una
dimensión vocacional en la naturaleza de la Iglesia y si la vocación nunca se
desasocia de la misión, entonces también debe haber doctrina magisterial sobre
la naturaleza misionera de la Iglesia. De nuevo, tenemos en cuenta otro
documento conciliar del cual partimos, nos referimos al decreto Ad Gentes, que dice: «La Iglesia
peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión
del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (AG 2). Con
esta afirmación se tiene que decir que la Iglesia no tiene razón de ser en sí
misma, sino como medio de la salvación de Cristo, por eso se dice que «definir
a la Iglesia como misión consiste en definirla como instrumento de Cristo»[24].
Por ello nunca la Iglesia puede considerarse «instalada», ni satisfecha con lo
que ha construido. También, en esta definición se encierra el hecho que la
Iglesia debe estar siempre abierta al servicio y con una pura disponibilidad
para anunciar a Cristo en todas partes y a todos los hombres, si esto no lo
hace será cualquier otra cosa, menos la Iglesia de Cristo.
Nuestro documento conciliar sigue
diciendo:
«La misión, pues, de la Iglesia se realiza
mediante la actividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la caridad del Espíritu Santo, se
hace plena y actualmente presente a todos
los hombres y pueblos para conducirlos a la fe, la libertad y a la paz de
Cristo por el ejemplo de la vida y
de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia, de forma que se les descubra el camino libre
y seguro para la plena participación del misterio de Cristo».
El Concilio
Vaticano II, más que hablar de misiones, prefiere hablar de misión en singular,
prefiere hablar de una tarea fundamental y esencial. En este caso, la misión de
la Iglesia responde al mandato de Cristo y
se identifica con su propia razón de ser.
Bajo esta
perspectiva, el Documento de Aparecida tiene en cuenta que si todo bautizado es
constituido en discípulo de Cristo, entonces también debemos decir que «todo
discípulo es misionero, pues Jesús lo hace partícipe de su misión […] Cumplir
este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante de la identidad
cristiana» (DA 144). Si la Iglesia es misionera por naturaleza eso significa
que cada cristiano lo es, puesto que la Iglesia la conforman los llamados a
creer en el Hijo de Dios y a ser sus seguidores. Negarse a la misión sería
negarse a ser cristiano.
Por eso Redemptoris Missio recuerda: «La Iglesia es misionera por su propia
naturaleza ya que el mandato de Cristo no es algo contingente y externo,
sino que alcanza al corazón mismo de la Iglesia» (RMi 62). No es contingente en cuanto que está presente en
la naturaleza misma de la Iglesia, por eso es que podemos hablar de dimensión
misionera de la Iglesia, en cuanto a algo propio. De ahí que tanto la Iglesia universal como en
la Iglesia particular esta llamada a misionar. Por esto, toda la Iglesia y cada
Iglesia son enviadas a las gentes: «En este vínculo esencial de comunión entre
la Iglesia universal y las Iglesias particulares se desarrolla la auténtica y
plena condición misionera» (RMi 62). Y por eso mismo se insta a que el «celo
misionero» se desarrolle incluso en los miembros de las Iglesias recién
establecidas, los cuales «deben participar cuanto antes y de hecho en la misión universal
de la Iglesia, enviando también ellas misioneros a predicar por todas las
partes del mundo el Evangelio, aunque sufran escasez de clero» (RMi 62).
[2] Una introducción al tema de la
llamada a la santidad, presente en todos los cristianos y en los diversos
documentos del Concilio Vaticano II, puede verse en: V. BOSCH, Llamados a ser santos, 67-97
[3] Cuando hablamos de «estado» hablamos del
estado de vida laical, religioso y sacerdotal, todos ellos son también llamados
vocaciones específicas. En sentido estricto no hay una vocación misionera
aparte, sino más bien que existe un carácter misionero de la vocación, pero
sobre esto hablaremos más adelante. Aquí queremos dejar claro que cuando
hablamos de vocaciones específicas en el contexto de la Iglesia hablamos de los
estados de vida según la concepción que tenemos del Concilio Vaticano II, sobre
todo en la Constitución Lumen Gentium.
Y cuando hablamos sobre las vocaciones específicas queremos indicar las
llamadas propias de cada estado, o bien aquellas llamadas propias de la
vocación cristiana, y por qué no decir
también, a las de todo ser humano. O sea
que estas llamadas concretas son según se sea sacerdote, religioso o laico, o
de modo más general según se sea cristiano. Para una clarificación más profunda
puede verse: A. MONTAN, «Estados de Vida», en DPV,
456-478.
[4] Sobre
este punto puede tenerse un panorama de la cuestión en: L. RUBIO, voz
«llamar/llamamiento», en DPV, 635-642
[5] Y esto queda plasmado en la
Sagrada Escritura. Dios le habló a Abraham, y en su hablar le llamó a la misión
de ser el fundador de su pueblo elegido (Cfr. Gen 12,1); le habló a Moisés
desde la zarza ardiente (Cfr. Ex 3,15)
para darle la misión de ser el libertador de Israel (Cfr. Ex 3,15), les
habló a los profetas con la atención de llamarlos a una misión particular, así
llamó a Jeremías, para restablecer a su pueblo y corregirle de sus actitudes
negativas, todo por el gran y eterno amor que les tenía (Cfr. Jer 1, 11; 33.3);
le hablo a la Virgen María para llamarla a ser su madre (Cfr. Lc 1, 28), en
ella Dios encontró una gran expresión del amor de Dios que elige a los pequeños
y humildes para sus grandes planes, por puro amor y misericordia. Le habló a
los apóstoles para que fueran pescadores
de hombres (Cfr. Mt 4, 19; 9, 9-13). En fin, la lista es larga, en todos los
casos encontraríamos este esquema: Dios
habla- al hablar llama - al llamar manifiesta su amor.
[6] Cfr. T. URDANOZ, Historia de la Filosofía, Siglo XX: Neomarxismos, estructuralismo y
filosofía de inspiración cristiana, VIII, BAC, Madrid 1985, 364
[7] Esto ya estaba tratado incluso
en documentos preconciliares como la Carta Apostólica de Benedicto XV, Maximum illud, de 1919, o la Carta Encíclica: Rerum Ecclesiae, de
1926; así como la
carta encíclica de Pío XII, Fidei Donum, de 1957.
[9] E. Mazariegos dice al respecto:
Mi consagración, «fue el día de mi sí vocacional misionero. Porque mi vocación, aun antes de entrar, era misionera»,
E. MAZARIEGOS, Naín, el camino de la vocación hoy, 9.
[11] Justino era filósofo y, hablando
de lo que han dicho los filósofos referente a la verdad, es que habla de esas
«semillas de verdad» presentes en todos los hombres, sin embargo, señala que no
todos las han entendido. La expresión que utiliza en este caso Justino es σπέρμτα άληθείαζ (Apología I, 44,10). Cuando habla de «semillas del Verbo» la
expresión es σπέρμα τυο λόγου (Apología
II, 7,1). Utilizamos aquí la edición bilingüe de D.
RUIZ (trad.), Los Padres Apologistas,
BAC, Madrid 19962.
[13] Recuérdese que el Concilio ya no
utilizó la expresión estados de perfección, porque eso se interpretaba como si
hubiesen estados de mayor perfección que otros. El Concilio Vaticano II al
hablar de estados de vida, tiene en cuenta que todo los estados pueden ser
perfectos si se responde con amor; no es el hecho de ser religioso o sacerdote
lo que me hace más perfecto, lo que me hace perfecto es el amor con que se vive
la vocación específica que Dios ha dado. A este punto también debemos tener en
cuenta que el Amor no es monótono y se sabe expresar de muchas maneras, incluso
cuando llama. Las diversas vocaciones por tanto no empobrecen a la Iglesia sino
que la hacen más rica en la expresión y presencia del Amor Llamante que es
respondido con la misma variedad con que llama. El monje francés Michel Hubaut observa: «Tengamos la humildad de
reconocer simplemente que ninguna forma de vida puede pretender expresar por sí
sola toda la Buena Noticia del cristianismo. Es menester que haya cristianos
casados y célibes, monjes y sindicalistas, hombres y mujeres, a fin de poder
expresar a Jesucristo. El misterio de la encarnación de Cristo es tan rico que
no puede ser vivido más que por una comunidad de hermanos y de hermanas
diferentes», M. HUBAUT, Dios te llama por tu nombre.
Vocación y Misión, 60.
[15] La palabras del papa eran estas, en su exhortación Apostólica Dilecti Amici: “Hay que
observar aquí que, en el período anterior al Concilio Vaticano II, el concepto
de «vocación» se aplicaba ante todo respecto al sacerdocio y a la vida
religiosa, como si Cristo hubiera dirigido al joven su «sígueme» evangélico
únicamente para estos casos. El Concilio ha ampliado esta visual. La vocación
sacerdotal y religiosa ha conservado su carácter particular y su importancia
sacramental y carismática en la vida del Pueblo de Dios. Pero al mismo tiempo,
la toma de conciencia, renovada por el Vaticano II, de la participación
universal de todos los bautizados en la triple misión de Cristo (tria munera)
profética, sacerdotal y real, así como la conciencia de la vocación universal a
la santidad, hacen ciertamente que toda vocación de vida humana, al igual que
la vocación cristiana, corresponda a la llamada evangélica. El «sígueme» de
Cristo se puede escuchar a lo largo de distintos caminos, a través de los
cuales andan los discípulos y los testigos del divino Redentor”. (D Am n 9)
[16] Se habla de “bautismo en el Nombre de Cristo” (Dimensión escatológica), “Muertos y resucitados con Cristo”(Dimensión
escatológica), “Nacer del Agua y del
Espíritu” (Dimensión pneumatológica), “bautizándolos
en el nombre del Padre y el Hijo y del Espíritu Santo” (Dimensión
Trinitaria), “Revestidos de Cristo”
(Dimensión antropológica), “para formar
un solo cuerpo” (Dimensión eclesiológica), “escondidos con Cristo en Dios” (Dimensión escatológica). Cfr. P. CODA, voz «Bautismo», en DPV, 105-110.
[18] P. RODRIGUEZ, «Sentido definitivo e
irrevocable de la vocación cristiana y de las vocaciones al sacerdocio y al
Matrimonio», en Scriptha Theológica
12 (1980/1), 199.
[21] Esta doctrina está presente en
el Magisterio de la Iglesia, Verbum
Domini por ejemplo llama al hombre “creatura
Verbi” (VD n. 9) expresando con ello que el ser humano es creatura a partir
de la Palabra pronunciada por Dios. Sorprende también que el Documento trate en
su primera parte sobre el “Dios que habla” (VD 6-21) y “la respuesta del hombre
al Dios que habla” (VD 22-28), esto refleja la importancia que el documento da
a la teología de la vocación, pues la terminología y la conceptualización tiene
que ver con aspectos teológicos propios de la teología vocacional, como el hablar-escuchar o la llamada-respuesta. También cabe
mencionar que sólo una vez tratado este asunto, y otros a partir de ello, el
documento postsinodal trata sobre la misión de la Iglesia respecto al anuncio
de esa Palabra (Cfr. VD 90-120), que ha sido aceptada, escuchada y respondida.
De nuevo queda de manifiesto que la vocación y sus elementos preceden a la
misión y a los de ésta, y que un abordaje más pleno sobre ambas se da tratando
siempre a las dos, no aislando una de otra, sobre todo si esto se aplica al
plano pastoral, que es lo que pretendemos apuntar en nuestro artículo.
[22] Con la elección y predestinación
conviene decir que el Concilio no habla de que Dios anula la libertad humana,
como no anula la libertad humana el hecho que el ser humano este destinado a
nacer dotado de naturaleza racional. Del mismo modo, tampoco anula la libertad
el hecho que nazca predestinado y elegido para ser santo y para la comunión con
él, es decir, que nazca con una vocación a la cual responder, pues es cosa que
si el ser humano no quiere no la acepta, aunque a la larga ello terminará
afectando negativamente a toda su existencia. Lo mismo pasa con la razón, el
ser humano la tiene, pero puede rechazarla no utilizándola, aunque eso conlleve
consecuencias nefastas para su persona. Así como el ser humano en su mala
utilización de la libertad puede rechazar su capacidad racional, lo mismo puede
hacer con su capacidad de comunión con Dios, de responderle a su llamada. En
este sentido, podemos decir que la predestinación entendida así, no se
convierte en hecho anulatorio de la libertad humana sino en hecho que la lleva
a su plenitud.
[23] Este congreso
es muy significativo para la Iglesia latinoamericana en lo que al tema
vocacional se refiere, ya que a partir
del Documento de Aparecida se analiza y medita sobre la cuestión vocacional y
su praxis en nuestro continente en el momento actual, la cual está llamada a ser discípula y
misionera, es decir, toda vocación debe ser discípula y misionera de Cristo en
la realidad actual de nuestro continente. Pues bien, en el documento que
contiene las Conclusiones de este Congreso se hace propio lo dicho por el papa
y se plasma en el numeral 19. Lo vocacional
entonces en la Iglesia no es algo accidental a ella sino esencial a su propia naturaleza.
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