martes, 8 de octubre de 2013

“AUCTORITAS” Y “POTESTAS” EN EL IMAGINARIO DE LAS JERARQUÍAS



Lo mínimo que se le pide a una persona que ostenta un cargo directivo es que sepa distinguir entre “auctoritas” y “potestas”. Y si no sabe qué significan esas palabras, ni la relación que se da entre ambas, inteligente sería dedicar tiempo para saberlo.
Ahora bien, hay que decir que el desconocimiento, a propósito de la correlación entre “auctoritas” y “potestas”, se da en todo tipo de jefatura, sea esta militar, civil, ministerial, religiosa, política, magisterial, etc.
En lo que respecta el ámbito eclesiástico, la primera vez que el magisterio pontificio se pronuncia al respecto y de lo cual tenemos dato, es en la pluma del Papa Gelasio I; en una carta del año 494, dirigida al emperador Anastasio I, el pontífice le hace ver la distinción de dos poderes: «Son dos, en realidad, o augusto emperador, [los poderes] por los cuales este mundo está principalmente dirigido; la autoridad (“auctoritas”) en virtud de la consagración de los obispos y la potestad (“potestas”) real; de esos dos [poderes] es tanto más grave el peso de los sacerdotes, en tanto que éstos darán cuenta en el juicio divino de los mismos reyes de los hombres» (Carta “Famuli vestrae pietatis”, en DZ, n. 347).
La teorización que luego hizo el derecho romano de esa distinción es que la “auctoritas” es un tipo de derecho fundado en la credibilidad moral de quien ostenta un cargo, cuyo comportamiento es avalado por el consenso de una comunidad o conglomerado social. En cambio la “potestas” es el ejercicio del derecho fundado en un mandato legal, vinculado al cargo u oficio que se desempeña. Podemos decir que una persona puede tener poder (“potestas”), pero no autoridad; también, una persona puede tener autoridad (“auctoritas”) aunque no tenga poder (“potestas”). Las disposiciones emanadas de la autoridad se acatan en modo natural, las que proceden de la potestad se acatan por miedo a la represión y por temor a su poder coactivo.
En sentido estricto, el “auctor”, o sea, el que ejerce autoridad no es un creador, sino alguien que propicia responsablemente el crecimiento, el aumento y la prosperidad de algo.
Así, el ministro de obras públicas de un país tiene la potestad que emana del nombramiento oficial que el presidente del gobierno le otorga, pero esa potestad puede adquirir la forma de una autoridad sólo en la medida en que técnicamente ejerza con competencia su cargo y cuyo desempeño sea reconocido por la sociedad civil a partir de las obras y la honestidad con que realiza las mismas.
Lo mismo se dice de un artista cuya obra de arte es premiada con el Premio Nacional de Cultura de su país. En este caso, el premio lo autoriza una comisión, que a su vez ha sido autorizada por otra instancia. El premio es expresión del ejercicio de la potestad de una institución, pero el artista puede considerarse una autoridad en su ramo, solamente si el consenso social así lo juzga pertinente al evaluar sus obras.
Un obispo puede, en su diócesis, a partir de la potestad canónica, tomar decisiones arbitrarias e inconsultas, pero ello no significa que esté autorizado para hacerlo. Su autorización depende de la tradición religiosa a la que pertenece y de la valoración que sus fieles hagan de su desempeño. Si no respeta la tradición de sus obispos antecesores, es muy probable que alguno de sus sucesores lo desautorice. Traigo a colación el caso del Papa Honorio I, que ejerció el papado del 27 de octubre del 625 al 12 de octubre del 638; el cual fue anatemizado por el Papa Agatón por haber favorecido las herejías anti-cristianas, al cual, junto con los demás herejes se pide que «sus nombres debían ser borrados de la santa Iglesia» (DZ, n. 551) y de él específicamente dice el Concilio III de Constantinopla (680-681 d. C.): «Pero con ellos concordamos en disociar de la santa Iglesia de Dios y a castigar con anatema también a Honorio, que fue papa de la antigua Roma» (DZ, n. 552).
En sus formas radicales la “potestas” degenera en despotismo, cuando el potentado se mira como señor de todas las magistraturas posibles, como Augusto, y cuando emula el poder militar, que los romanos llamaban “imperium”, para pasar a ser un “imperator”, un emperador, es decir, el que manda o impera con poderes absolutos.
Hay una falsa percepción de la realidad en las jefaturas, cuando llegan a pensar que el hecho mismo de ostentar un cargo es razón suficiente para ser respetados y obedecidos.
Es común que encontremos jefes no competentes en su cargo, que al ser requeridos para resolver problemas específicos se limiten a decir: “pregúntele a fulano”, es decir, un trabajador de menor rango pero autorizado por su experiencia, con lo cual acepta que él tiene la potestad, pero una persona más sencilla tiene la autoridad para resolverlo.
Cuántas veces hemos visto en oficinas públicas y privadas, que el jefe llega con una agenda improvisada treinta minutos antes, que se expresa con un lenguaje impropio, con explicaciones confusas, pero, eso sí, siendo implacable a la hora de poner plazos perentorios para la entrega del trabajo.
Me parece obvia la falta de autoridad que campea en nuestros medios y el exceso de potestad que le corresponde negativamente. De la falta de autoridad se deduce falta de credibilidad y el abuso de poder.
Un líder desautorizado es un niño que da grandes gritos en un campo desolado; es el habitante neutro “de un planeta extraño”; es el predicador mudo de la comunidad de los sordos voluntarios; es, en definitiva, el lobo vestido de oveja (cfr. Mateo 7,15).
Concluyo con las palabras del Papa Gelasio I, en la carta ya citada: «Las realidades que han sido constituidas por juicio divino pueden ser agredidas por la humana temeridad, pero no pueden ser vencidas por nadie» (DZ, n. 347).

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