Por: Juan Vicente Chopin.
1.
Enfoque
La
evangelización es un proceso de educación en la fe, cuya efectividad se mide en
el ejercicio de la caridad. Como todo proceso educativo, también la
evangelización se realiza en etapas.
Ya
en los Evangelios se nos esboza ese proceso gradual y orgánico. Si analizamos
el pasaje que narra la historia del «buen samaritano», notaremos interesantes
claves de lectura. En el capítulo diez del Evangelio de Lucas se cuenta cómo un
hombre fue objeto de la violencia y cómo procedió a ayudarle un samaritano, que
se hizo prójimo del agredido. La primera etapa la llamaremos toma de conciencia (ver la realidad): «al
verle tuvo compasión» (Lc 10,33). Ningún trabajo evangelizador debe iniciar sin
un adecuado diagnóstico de la situación. Pero no debe tratarse de un asunto
meramente técnico, sino que la realidad debe impactar el estado actual de
nuestra existencia, nuestra situación en el mundo. La segunda etapa la
llamaremos atender la emergencia: «y,
acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino» (Lc 10,34). En
la primera etapa el verbo principal es ver,
en cambio en la segunda es acercarse y
vendar. El mundo contemporáneo tiene
todos los recursos tecnológicos para informarse, pero ello no implica que todos
quieran o estén dispuestos a colaborar. La visión cristiana de la misericordia
exige que actuemos, que salgamos de nuestra comodidad. En este caso el
samaritano atiende la emergencia, aplica los primeros auxilios, bajo un
criterio de gradualidad. La tercera etapa la llamamos la consecución de los recursos: «y montándole sobre su propia
cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él» (Lc 10,34). Todo proceso
evangelizador necesita de unos recursos para su ejecución. Aunque estos no
constituyan la esencia del proceso, sin embargo, en cuando medios e
instrumentos resultan de vital importancia. Muchas personas se conmueven al ver
los problemas que les rodean, pero no están dispuestas a gastar ni un minuto de
su tiempo, ni un centavo de su dinero para solucionar el problema. La cuarta
etapa es el seguimiento y cierre: «Al
día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: Cuida de él
y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva» (Lc 10,35). La virtud del
samaritano está en su sistematicidad. Él no ve el problema en modo parcial,
sino en su complejidad. También la evangelización exige el seguimiento y la
culminación de los procesos. La intervención inicial de la primera etapa supone
otra intervención más en profundidad, involucrando otros actores en el proceso,
dedicando ulteriores recursos para su consecución, y verificando que el proceso
se cierre correctamente. El sentido común y los tiempos que corren nos exigen
esos tres pasos: diagnóstico, acción, evaluación. Por supuesto que siempre
habrá gente indiferente, como el sacerdote y el levita, pero ello no debe
desalentar nuestra lucha por la construcción del Reino de Dios.
Ahora
bien, la visión orgánica y estructural de la evangelización es solo una parte
del proceso. En aquello que es específico del testimonio cristiano, el
documento de Aparecida nos propone
los siguientes pasos: «que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado,
anunciado y comunicado a todos» (DAp, n. 14). En el n. 278, cuando se habla del proceso de
formación de los discípulos, aparece la misma estructura, pero puesta en cinco
pasos: 1. Encuentro, 2. Conversión, 3. Discipulado, 4. Comunión y 5. Misión.
Esto se concreta en un proyecto orgánico de formación (DAp, n. 281) que
comprende cuatro dimensiones: 1. Humana y comunitaria, 2. Espiritual, 3.
Intelectual, 4. Pastoral y misionera (DAp,
n. 280, cfr. DAp, n. 289).
En resumen, Aparecida
presenta tres ejes temáticos: el encuentro con Jesucristo, el proceso de
discipulado y la predicación del Evangelio.
A)
Conocer a Cristo: encontrarlo. La
posibilidad de ser discípulo misionero inicia con un encuentro. Ahora bien,
«una auténtica propuesta de encuentro con Jesucristo debe establecerse sobre el
sólido fundamento de la Trinidad-Amor» (DAp, n. 240). En términos eclesiales el
encuentro inicia con la experiencia bautismal (DAp, n. 349), pero se alarga a
otros lugares de encuentro, como la Sagrada Escritura (DAp, n. 247-249), la
liturgia (DAp, n. 250-257) y la religiosidad popular (DAp, n. 258-265). Así
como los primeros cristianos lograron sobrellevar las dificultades del imperio
romano, así ocurre en la actualidad; los seguidores de Jesús descubren los
valores, las limitaciones, las angustias y esperanzas de los pueblos de América
de frente a los nuevos imperios que se alzan en la historia, pero no olvidan
nunca el encuentro más importante y decisivo de su vida que los ha llenado de
luz, de fuerza y de esperanza: el encuentro con Jesús (DAp, n. 21-22). Se
trata, entonces, de que la alegría que produce el encuentro con Cristo «llegue
a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades» (DAp, n. 29).
Finalmente, «este encuentro debe renovarse constantemente por el testimonio
personal, el anuncio del kerygma y la
acción misionera de la comunidad» (DAp, n. 278a).
B)
Seguimiento de Cristo: amarlo y adorarlo.
Del encuentro con Cristo se sigue un tipo especial de relación; no se trata de
una relación entre patrón y siervo (cfr. Jn 15,15). Más bien, «Jesús quiere que
su discípulo se vincule a Él como “amigo” y como “hermano”» (DAp, 132, 278b). Hacerse
«hermano» de Jesús es dejar que la Vida de Jesús fluya en la propia existencia;
es, en definitiva, entrar en «familiaridad» con el Padre (cfr. DAp, 133). Pero no se
trata de una intimidad solamente afectiva, sino que debe ser también efectiva,
es decir, «exige entrar en la dinámica del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37), que nos da el imperativo
de hacernos prójimos, especialmente con el que sufre, y generar una sociedad
sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús» (DAp, n. 135). La respuesta al
llamado que hace Cristo a ser sus discípulos misioneros, si parte de un acto de
libertad responsable y es auténticamente cristiana, lleva siempre a un proceso
de conversión (cfr. DAp, 278b)
y a «asumir la centralidad del Mandamiento del amor» (DAp 138).
C)
Transmitir a Cristo: anunciarlo y comunicarlo. Quien
ha tenido un encuentro con Cristo y se mira como discípulo misionero, entra en
la dinámica del anuncio evangélico (cfr.
DAp, 278e). Ahora bien, el contenido del mensaje
evangélico es «el Reino de vida del Padre» y la salvación verificada en el
misterio pascual (DAp, n. 143). Así, la forma estructurante de la misión
cristiana consiste en que «como Él [Cristo] es testigo del misterio del Padre,
así los discípulos son testigos de la muerte y resurrección del Señor hasta que
Él vuelva» (DAp, n. 144). Esa forma estructural configura la vida cristiana, de
modo que «cumplir este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante
de la identidad cristiana» (DAp, n. 144). Nos sitúa en una auténtica
espiritualidad misionera, es decir, «la vida en el Espíritu no nos cierra en
una intimidad cómoda» (DAp, n. 285), por el contrario «nos vuelve comprometidos
con los reclamos de la realidad y capaces de encontrarle un profundo
significado a todo lo que nos toca hacer por la Iglesia y por el mundo» (DAp,
n. 285).
Queda
claro, por tanto, que la invitación de Jesús de hacer discípulos a todas las
gentes y de enseñarles a guardar todo lo que él nos manda (cfr. Mt 28,19-20) es
una tarea ciertamente apasionante, pero tiene su propio nivel de exigencia
orgánica y sistemática.
2.
Escuchar
al Papa
El
Papa nos dice en su mensaje del Domund
2016:
En
muchos lugares, la evangelización comienza con la actividad educativa, a la que
el trabajo misionero le dedica esfuerzo y tiempo, como el viñador
misericordioso del Evangelio (cf. Lc 13.7-9; Jn 15,1), con la paciencia de esperar el
fruto después de años de lenta formación; se forman así personas capaces de
evangelizar y de llevar el Evangelio a los lugares más insospechados. La
Iglesia puede ser definida «madre», también por los que llegarán un día a la fe
en Cristo. Espero, pues, que el pueblo santo de Dios realice el servicio
materno de la misericordia, que tanto ayuda a que los pueblos que todavía no
conocen al Señor lo encuentren y lo amen. En efecto, la fe es un don de Dios y
no fruto del proselitismo; crece gracias a la fe y a la caridad de los
evangelizadores que son testigos de Cristo. A los discípulos de Jesús, cuando
van por los caminos del mundo, se les pide ese amor que no mide, sino que
tiende más bien a tratar a todos con la misma medida del Señor; anunciamos el
don más hermoso y más grande que él nos ha dado: su vida y su amor.
En su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, en el n. 102, habla de la importancia de la
formación de los laicos, no solo para tareas intraeclesiales, sino también en
vistas a la transformación social:
Los
laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio
está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la
identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso
laicado, aunque no suficiente, con arraigado sentido de comunidad y una gran
fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis, la celebración de la
fe. Pero la toma de conciencia de esta responsabilidad laical que nace del
Bautismo y de la Confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas
partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades
importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares
para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los
mantiene al margen de las decisiones. Si bien se percibe una mayor
participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso no se
refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social,
político y económico. Se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales sin
un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la
sociedad. La formación de laicos y la evangelización de los grupos
profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.
3.
La
misión compartida
La
improvisación mata la misión. Uno de las deficiencias de nuestros procesos de
evangelización es que no siguen un orden sistemático. Lo mismo que la división
en una comunidad, así la improvisación atenta contra la esencia misma de la
misión. Esto genera estados depresivos en los creyentes, porque se tiende a
repetir las cosas y no se visualiza un horizonte claro de realización.
En
cierta ocasión alguien le preguntó a Jesús qué tenía que hacer para alcanzar la
vida eterna (cfr. Mc 10,17-22). Jesús estructuró su respuesta en tres pasos: 1)
cumplir los mandamientos; 2) vender todo los que se tiene y repartir el dinero
a los pobres; 3) seguir a Jesús. Aparentemente la respuesta es sencilla y en
realidad el discipulado en términos estructurales es algo sencillo, el problema
es ponerlo en práctica. El problema de este hombre no es la religión, de hecho
afirma cumplir todos los mandamientos. Su dificultad radica en que ha separado
su fe de una praxis de vida, entonces entra en un estado de esquizofrenia:
quiere una cosa pero hace otra. Como decía Pablo: «en efecto, querer el bien lo
tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que
quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7,18-19). Es un estado de vida
muy común en las comunidades cristianas. El desenlace de la historia del hombre
interesado en la vida eterna no podría ser sino desalentador: «abatido por
estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mc 10,22).
Pautas para el diálogo:
a) ¿Qué
elementos obstaculizan la formación de los laicos en orden a un efectivo
proceso de evangelización y de transformación social?
b) ¿Qué
aspectos positivos descubrimos en el proceso evangelizador de nuestra comunidad
y qué aspectos podemos mejorar?
c) ¿Qué
iniciativas podemos proponer para impulsar un proceso serio de formación para
los laicos en nuestra comunidad?
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