jueves, 6 de agosto de 2020

EL DIVINO SALVADOR

Homilía de Monseñor Oscar A. Romero en la concelebración pontifical de la Catedral de San Salvador, el 6 de Agosto de 1976.

(Publicado en el Diario de Oriente de San Miguel, en varias entregas, entre el 21 de agosto y el 30 de octubre de 1976).

 Quién es…

Cómo es su Liberación…

Cómo llega hasta nosotros su Obra…

 

Una Canción de Cuna

El Evangelio de la Transfiguración del Señor, que acaba de proclamar, se me ocurre que tiene para nosotros los salvadoreños, la nostálgica dulzura de una canción de cuna. Y a la luz de ese Evangelio, nuestras fiestas agostinas recobran para nosotros la emoción de un retorno al hogar que nos vio nacer.

Sí. Así nacimos, a la civilización cristiana, bajo el signo de la Transfiguración del Señor. Su rostro divino, convertido en sol y el níveo resplandor de sus vestidos, fueron los primeros rayos cristianos, que iluminaron la opulenta geografía de Nuestra Patria, al emerger de su nebulosa prehistoria, cuando el Capitán Don Pedro de Alvarado, en 1528, después de poner sus conquistas bajo la protección de la Santísima Trinidad, fundaba la Capital de nuestra República y la Bautizaba con el incomparable nombre de San Salvador.

El Siervo de Dios, Pío XII, al comentar, en el esplendor de nuestro primer congreso Eucarístico Nacional, este privilegiado origen de nuestra historia cristiana, observaba con perspicacia teológica: «No fue solamente ―queremos pensarlo así― la acendrada piedad de Pedro de Alvarado, la que en los albores de la Conquista, tan altamente os bautizó, sino más que nada la Providencia de Dios».

Un Regalo de Bautismo

Efectivamente, era la Providencia misma de Dios, la que bautizaba e imprimía a esta ignota tierra un carácter inconfundible e indeleble con el esplendor de la más luminosa teofanía del Evangelio.

Era nuestra fiesta y nuestro Evangelio, un verdadero regalo bautismal.

Era un Evangelio que llegaba hasta nosotros, enriquecido con las exquisitas esencias de la teología y de la liturgia oriental y con el eco de las oraciones, las luchas y las victorias de la Iglesia creadora y guardiana de la civilización occidental; porque esta fiesta del 6 de agosto que España nos regaló, comenzó a celebrarse con gran esplendor, el siglo V, como la más destacada fiesta de verano, allá en el Oriente, en honor de Cristo Rey y el Papa Calixto III, la adoptó en 1457, en la liturgia de occidente, como fiesta votiva, por la victoria cristiana de Belgrado, contra las invasiones del Islamismo.

Fue un 7 de octubre del siglo XVI, cuando el rezo del Rosario de toda la cristiandad, alcanzó la victoria de la civilización cristiana, en el mar de Lepanto;; el Papa San Pío V consagró ese día 7 de octubre a la Virgen del Rosario, como un instrumento espiritual de piedad y gratitud; el fervor de otros Pontífices y del pueblo fiel, extendió esta devoción a todo el mes de octubre. Es admirable l inspiración de los Papas, frente al mes del Rosario. Innumerables y bellas encíclicas y documentos pontificios e iniciativas pastorales en honor de la devoción del Rosario, han hecho de octubre un «tiempo fuerte» de oración.

Otro Papa de nuestro siglo, también de nombre Pío, el Papa Pío XI, puso a octubre un fuerte acento misional, cuando en 1926, establecía el «Domingo Mundial de las Misiones», a celebrarse todos los años, el penúltimo domingo de octubre. Desde entonces, hace precisamente 50 años. La conciencia del mundo católico recibe en octubre el poderoso aldabonazo del deber misionero que pesa sobre todo hijo de la Iglesia. Por eso los católicos reconocemos a octubre como «el mes de las misiones».

Recojamos pues, para hacerlos vida de nuestra piedad y de nuestra fe, estos dos grandes mensajes de octubre: el Rosario de la Virgen y las Misiones de la Iglesia.

¿Cuál es pues la liberación que patrocina y protagoniza el Divino Salvador de los hombres?

 Los depositarios autorizados de su pensamiento, el Papa y los Obispos, se reunieron hace dos años, en el Sínodo mundial de 1974, para confrontar ese pensamiento divino con la trágica realidad de nuestro mundo actual… En su acento pastoral ―comenta Pablo VI, en la exhortación sobre la evangelización del mundo actual― vibraban de voces, de millones de hijos de la Iglesia que forman tales pueblos (del tercer mundo). Pueblos empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la lucha por superar todo aquello que los condena a quedar al margen de la vida: hambres, enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación, injusticia en las relaciones internacionales, situaciones de neocoloniamismo económico y cultural, a veces tan cruel como el político, etc.

Y los Obispos reconocieron el deber de la Iglesia, de anunciar y ayudar a que nazca la liberación total, para estos millones de seres humanos. Pero los mismos obispos, ofrecieron en aquella histórica reunión, «los principios iluminadores, para comprender mejor la importancia y el sentido profundo de la liberación, tal y como lo ha anunciado y realizado Jesús de Nazaret y la prédica la Iglesia» (EN).

La liberación de Cristo y de su Iglesia, no se reduce a la dimensión de un proyecto puramente temporal. No reduce sus objetivos a una perspectiva antropocéntrica: a un bienestar material o a iniciativas de orden político o social o económico o cultural.

Mucho menos puede ser una liberación amparada o que ampara la violencia. Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación más profunda, su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado o manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos… No tendría autoridad para anunciarla de parte de Dios (EN).

Es en cambio la de Cristo y su Iglesia, una liberación que abarca al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al absoluto que es Dios. Y al asociarse a los que trabajan por la liberación, la Iglesia no circunscribe su acción al solo terreno religioso, desinteresándose de los problemas temporales del hombre, pero reafirma la primacía de su vocación espiritual…y no substituye la proclamación del Reino de Dios por el anuncio de liberaciones humanas. Su mejor contribución es anunciar la salvación en Jesucristo; una salvación, por tanto, que exige una conversión de corazón. Está de acuerdo la Iglesia en que es necesario cambiar estructuras por otras más humanas y más justas; pero está convencida de que estas nuevas estructuras «se convierten pronto en inhumanas, si las inclinaciones inhumanas del hombre no son saneadas, si no hay una conversión de corazón y de mente, por parte de quienes viven o rigen estas estructuras».

Arbitro de nuestros conflictos

Que bello sería este 6 de agosto, si al salir de este hogar solariego, después de compartir un retorno sincero a nuestros orígenes, llevaremos en nuestras almas el propósito de entendernos mejor desde el puesto donde ha colocado a cada uno la mano de la Providencia; si los hombres de gobierno y los pastores de la Iglesia, si el capital y el trabajo, los hombres de la ciudad y los del campo, las iniciativas del gobierno y las de la empresa privada…todos dejáramos que de verdad el Divino Salvador del Mundo, Patrono de la Nación, fuera el inspirador y el árbitro de todos nuestros conflictos, el artífice de todas nuestras transformaciones nacionales que urgentemente necesitamos, para una liberación integral que solo Él puede construir.

Cómo llega hasta nosotros su obra. Cristo vive en su Iglesia

Porque Cristo vive. Y está realizando aun la gran obra de la liberación del mundo. La Iglesia, por él fundada, prolonga entre los hombres, el misterio de su encarnación y de su salvación. En la Iglesia resplandece la luz de Cristo.

El episodio de la transfiguración nos revela también este misterio de la Iglesia y su misión en nuestra historia nacional. San Pedro, el primer Papa elegido para esta Iglesia que nace, nos describe en el poético símbolo de una lámpara, la misión de la Iglesia, que recoge la luz de los profetas y al ponerla en contacto con el Cristo de la transfiguración, se torna más luminoso porque constata en él, la realización de los profetas, y así lleva luego por los caminos de los hombres hasta que despunte el día y el lucero se levante en vuestros corazones (2ª Lectura).

Esta es su misión «iluminar a los hombres con la luz de Cristo que resplandece sobre su faz» (LG 1). Ella nos trae al Cristo verdadero. No podemos olvidar que, si el 6 de agosto fue posible para nosotros, como un encuentro de nuestra Patria con Dios, fue gracias a la Iglesia. «Al principio de nuestra fe, está el credo de la Iglesia. De la Iglesia pues y no de la crítica filosófica o filológica, hemos recibido la fe en Jesús». Cualquier otro Cristo y cualquiera otra liberación que no sea el Cristo, ni la liberación predicados por la Iglesia, serán siempre Cristo y liberaciones imaginados, por más «históricos» que se les quiera llamar. En nombre de la Iglesia, pudo decir S. Pablo a los Gálatas: «si alguien os predica un Evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema» (Gál 1,6).

Signo visible de nuestro encuentro con El

Y, al mismo tiempo que la Iglesia es portadora de la verdadera luz de Cristo, es también meta de la Evangelización de los pueblos. Porque la Evangelización, predica «la búsqueda de Dios, a través de la oración y también a través de la comunión, con ese signo visible del encuentro con Dios, que es la Iglesia de Jesucristo; comunión que a su vez se expresa mediante la participación en esos otros signos de Cristo viviente y operante en la Iglesia, que son los Sacramentos». Así destruye pablo VI, en su magistral exhortación «Evangelizando», esa dicotomía de inspiración protestante que quisieron erigir ciertas pastorales, al oponer «evangelización» y «sacramentalización».

Nuestro retorno a las fuentes nos ha llevado también a este feliz encuentro con nuestra Iglesia. La que nos trajo, como regalo de la Providencia, esta teofanía tan cargada de mensaje, la que nos ofrece un lugar seguro, de nuestro encuentro con Cristo vivo y salvador. Esto es un reclamo a los que somos representantes de esa Iglesia, Obispos, sacerdotes y religiosas, a hacernos cada día más aptos para una vocación que tiene la trascendental misión de hacer brillar el rostro de la Iglesia, sobre nuestra patria; y la mayor desgracia sería ocultar ese resplandor, camuflando o presentando víctimas de una crisis, nuestra gloriosa identidad sacerdotal y religiosa. También inspira este momento de franqueza, la confianza de acercarnos al Gobierno y al pueblo, para repetir un reclamo de la Iglesia, formulado así, por el Concilio Vaticano II: «La Iglesia no os pide más que la libertad; la libertad de creer y predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirle; la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida. No la temáis, es la imagen de su Maestro, cuya acción misteriosa no usurpa vuestras prerrogativas, sino que salva todo lo humano de su fatal caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad, de belleza» (Mensaje a los gobernantes).

Como un solo corazón

En verdad, más que la piedad de Pedro de Alvarado fue la Providencia de Dios, la que tan altamente nos bautizó con el nombre de El Salvador. Y más que un nombre, nos entregó un mensaje, que es el resumen de su divino proyecto de salvar al mundo, en su hijo amado. Por eso, hoy que las fiestas agostinas nos aparecen un plácido retorno a la casa solariega, como quien se inclina, para estampar un beso de fe, de gratitud y de compromiso, sobre la cuna de su infancia y sobre la pila de su bautismo… los pastores de la Iglesia, las Supremas Autoridades del Estado, que mucho se enaltecen, presidiendo a su pueblo en este homenaje, al Celestial Patrono y el Pueblo entero en El Salvador, como formando un solo corazón y una sola voz que ora y adora, es decir el corazón de la Patria, cae de rodillas ante el altar de esta eucaristía nacional, preparado ya para que ofrezca un nuevo sacrificio por su pueblo y ratifique su misericordiosa alianza con nosotros EL DIVINO SALVADOR DEL MUNDO.

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