jueves, 21 de junio de 2012

LOS HIJOS DE CAÍN. La ciudad y los cristianos



Por: Juan Vicente CHOPIN.

Según el libro del Génesis, la primera ciudad fue construida por Caín, el hijo mayor de Adán, asesino de su hermano Abel y le puso el nombre de su hijo, Henoc (cfr. Génesis 4,17).
En el relato del Génesis, la construcción de la primera ciudad no se refiere solamente a un conglomerado de edificaciones arquitectónicamente dispuestas, sino que la edificación misma adquiere un valor simbólico. La construcción de la ciudad surge en el contexto del distanciamiento entre Dios y Caín.
Ahora bien, «ciudad» es un término polisémico y reclama una adecuada comprensión. Su pluralidad de significados pasa, primero, por un sentido material, en la línea de lo edificado, evoluciona a un sentido comunitario, refiriéndose a sus habitantes, hasta culminar en el aparato complejo que impone la administración de las instituciones que la estructuran, adquiriendo la forma de lo político, de lo burocrático y de la gestión de la cosa pública.
Pero hay un sentido de la ciudad que, hasta la fecha, se nos revela inédito. Hay espacios —evito usar la categoría «lugar»— en la ciudad que se presentan como «no-lugares», espacios en donde las personas se siente más seguras, diversamente localizadas, y con la sensación que están «en otro lugar», al margen de su propia ciudad.
El no-lugar en la ciudad es un fenómeno que requiere un cierto grado de agudeza analítica para notarlo, en cambio el dato inmediato, el que se experimenta en la cotidianidad, es el miedo del ciudadano global. El habitante de la ciudad tiene miedo. ¿Miedo de qué? Miedo a la alteridad, es decir, tiene miedo de los otros. En una sociedad violenta, los otros se me manifiestan  como una amenaza; cada persona es un potencial agresor y yo represento lo mismo para ellos. Esto provoca la tensión del ataque y la defensa, un ámbito de realización prácticamente inviable.
El miedo a lo diverso y al diverso decanta en encierro. Mi lugar de habitación pierde todo el sentido originario; donde vivo no es una oikós, una casa como decían los griegos, que posibilite la oikoumene, esto es, la organización del espacio habitado, en convivencia pacífica. Nuestras casas son auténticas cárceles, con alambradas del tipo razor, mil pasadores, alarmas, cámaras de video, ejércitos de vigilantes, perros guardianes, pistolas, fusiles y un largo etcétera. Por otra parte, la casa se reduce, según el modelo del capitalismo salvaje, en lugar para llegar a dormir, no para vivir o convivir; sus efímeros habitantes salen de ella a las 4 ó 5 de la mañana y entran en ella a las 8 ó 9 de la noche, por poner unos parámetros más o menos aceptados. No hablaré de sus dimensiones, ni de su tipo de construcción; baste con decir que en los barrios populares, el concepto de privacidad no existe.
Por último, considerado el aspecto antropológico de la ciudad, hay que situar en ella una categoría de habitantes que interesa a nuestras consideraciones teológicas: los cristianos. ¿Cómo se comportan estos habitantes de la ciudad? ¿Qué desafíos se les plantean a los cometidos de su credo cristiano?




1. Antropología de la ciudad

En este apartado afrontamos: a) la polisemia del concepto ciudad; b) el valor simbólico de la ciudad y c) los miedos del ciudadano global.


1.1. Polisemia del concepto ciudad

La Urbe

Lo primero que viene a la mente cuando se dice «ciudad» son sus edificios. Es el primer sentido del concepto ciudad. Para referirse a ella, los latinos utilizaban la palabra latina Urbs, urbis. La urbe es la ciudad edificada y rodeada por unas murallas, lo que está dentro de esas murallas es la ciudad, lo que está fuera de sus límites es lo rural, el campo, lo no-edificado. Es lógico que al conjunto de habitaciones que se sitúan en los límites urbanos o fuera de ellos  se le denomine sub-urbe (suburbio, lo que está por debajo de la urbe), con un sentido claramente peyorativo, en la línea de la decadencia, la hacinación  y la pobreza. Suburbio no debe confundirse con los complejos habitaciones de lujo que también están situados más allá de los límites de la ciudad. La diferencia es clara, en el suburbio impera la marginación social, mientras en las villas de burgueses prima la exclusividad social, el privilegio[1].

Dicho esto, no es difícil comprender que cuando el Papa, el día de la pascua cristiano-católica, ofrece a sus fieles una bendición Urbi et orbi, se refiere a una bendición dirigida a la ciudad (la urbe), en este caso, la ciudad de Roma y una bendición que se extiende al orbe (orbi), es decir, a todo el mundo. De esas raíces viene también la palabra órbita, para referirse al desplazamiento perimetral de un astro que está sometido a la gravitación.

La Civitas

En cuanto civitas el sentido de ciudad es más amplio, no se refiere simplemente a la forma física de un complejo urbano, sino que implica la organización comunitaria e institucional de sus habitantes. La civitas es una realidad social y cultural. El criterio que privilegia esta concepción es la unidad cultural. Así, ciudadano es el adjetivo aplicado a quien forma parte del registro organizado de una determinada ciudad. De modo que civilización es el resultado cultural, ideológico y burocrático que emana de las complejas relaciones que se dan en la civitas. Un claro ejemplo de este sentido de la ciudad lo tenemos en la obra de Agustín de Hipona (354-430 d.C.), De Civitate Dei contra paganos (La Ciudad de Dios contra los paganos), donde el autor opone la Ciudad de Dios, en cuanto unidad ideológico-cultural inspirada en los principios cristianos, a la Ciudad de los hombres, como afirmación de lo humano en contraposición a Dios y a su mediación cristiano-eclesial en la historia. En la obra de Agustín, el sustantivo Civitate o Civitas no se refiere al sentido material de una ciudad, sino a los principios ideológicos y políticos, a los valores culturales específicamente cristianos que, según él, deberían configurar su complejidad.

La Polis

En la concepción de la ciudad en cuanto polis se da por supuesto el sentido comunitario que aparece en la civitas, pero le agrega un interés específico por el bien común y la gestión de la cosa pública (la res pubblica). Política es la palabra que traduce el interés de los gobernantes por el bien de la ciudad. La política, por tanto, indica originariamente el gobierno de la ciudad, en el cual participan todos los hombres libres. Dado que en la Antigua Grecia, la ciudad y el Estado prácticamente se identificaban, así se explica por qué actualmente cualquier gobierno (local, nacional, global) suponga la dimensión política.

El hecho de que en muchas ciudades la política adquiera eo ipso un sentido peyorativo, no se explica desde su sentido originario, sino desde el pésimo uso que los funcionarios públicos están haciendo de las instituciones en el ámbito citadino.

1.2. El valor simbólico de la ciudad

En términos teológicos, filosóficos y políticos, el valor originario de la ciudad no es arquitectónico o urbanístico, sino simbólico.

La primera vez que en la Biblia se habla de la construcción de una ciudad es el libro del Génesis[2], en el contexto del asesinado perpetrado por Caín contra su hermano menor, Abel. El motivo que desencadenó la ira de Caín fue el hecho que Dios manifestara preferencias por las ofrendas que le presentaba Abel, que era pastor de ovejas, y rechazara las que presentaba Caín, el labrador de la tierra. Caín experimenta sentimientos de frustración y camina cabizbajo, envuelto en oscuros pensamientos. Dios nota la deformación temperamental que está padeciendo Caín y le pregunta por qué asume esa actitud y le advierte que el resentimiento es la antesala del pecado. Dicho y hecho. Caín invita a Abel al campo y ahí lo asesina. En consecuencia, Yahveh  cuestiona a Caín: « ¿dónde está tu hermano?» Y la respuesta de Caín resuena en los siglos: « ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» Caín es maldecido por Yahveh y lo condena a vagar errante por el mundo, protegido solamente por una marca que lo distingue para que no sea dañada su integridad. Exiliado, Caín construye una ciudad y le pone el nombre de su hijo, Henoc.

El autor del libro del Génesis[3] no esconde el conflicto originario entre Dios y el hombre, que posibilitó, según la Biblia, la construcción de la primera ciudad. Su artífice – ¡que paradoja!- es el primer asesino de la historia, según la tradición bíblica. El primer conflicto entre Yahveh y la primera pareja de humanos (Adán y Eva) llevó a estos últimos a ser expulsados de un lugar de habitación tutelado por Dios mismo; el segundo conflicto, que enfrenta no sólo a Dios con el hombre, sino a los hombres entre sí, dio origen a otro lugar de habitación, ya no tutelado por Dios: la ciudad. En la ciudad no hay árboles cuyos frutos, por decreto divino, no se deban comer. La ciudad es sinónimo de la auto-comprensión del ser humano, alejado de la tutela de Dios y auto-suficiente. La respuesta de Caín a Yahveh sigue teniendo vigencia, en el ámbito de la ciudad, es decir, a casi nadie le gusta dar razón de la condición de sus hermanos: « ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?».

Pero, el valor simbólico de la ciudad alcanza su máxima expresión en la narración de la construcción de otras ciudades. En Babel[4], por ejemplo, lo simbólico se entiende como unidad del idioma ―Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras (Génesis 11,1) ― y como unidad de propósitos, apareciendo ―esta vez sí― las primeras indicaciones acerca de la arquitectónica: Entonces se dijeron unos a otros: «Vamos a hacer ladrillos y cocerlos al fuego.» El ladrillo reemplazó la piedra y el alquitrán les sirvió de mezcla (11,3). Pero el objetivo final no se agotaba en la albañilería: Después dijeron: «Construyamos una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo. Así nos haremos famosos, y no nos dispersaremos por todo el mundo» (11,4). Yahveh contempla la escena y mide los propósitos implicados en ella y reacciona: y dijo Yavé: «Veo que todos forman un solo pueblo y tienen una misma lengua. Si esto va adelante, nada les impedirá desde ahora que consigan todo lo que se propongan (11,6). De modo que, como método, para destruir su pretencioso proyecto les confunde las lenguas para que no se entiendan entre sí y los dispersó por toda la tierra y dejaron de construir la ciudad: Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahveh por toda la haz de la tierra (11,9)[5].

En el ejemplo propuesto, el valor simbólico de la ciudad es mucho más claro. Permanece el sentido de la ciudad como afirmación del humano de frente a su creador. La ciudad es «artefacto», es decir, una cosa hecha con arte. No es creación ex-nihilo, como en el caso de la creación de Dios, sino que presupone elementos ―ladrillos, alquitrán, mezcla― que son producto del ingenio humano. Además, los hombres están organizados y se comunican por un mismo lenguaje, icono, este último, del valor simbólico de la realidad. Los propósitos de los habitantes de Babel no son los mismos que los de Yahveh. Para ellos, en cuanto pueblo, la ciudad con la torre al centro es el símbolo de su perpetuación en la historia.

Por último, hay que hacer notar la correlación permanente que se da en estos relatos entre lo simbólico y lo diabólico. Aquí, diabólico no se refiere a la personificación del mal, sino al exacto contrario de lo simbólico. El origen griego de símbolo está relacionado con el verbo συμ-βάλλω, que significa juntar; en cuanto sustantivo, σύμβολων antiguamente se refería a un anillo o a un dado que se rompía en dos pedazos, los cuales, conservados, podían servir luego para demostrar la autenticidad de los contratantes o para identificar la autenticidad de familiares que exigían el derecho a ser hospedados[6]. En sentido lato, lo simbólico es lo que une. En cambio lo diabólico, en su acepción nominal, es lo que está situado entre (διά) las partes, pero no en modo estático, sino separándolas. Si en griego el contrato de fidelidad une las partes, en cambio la calumnia que divide las partes se denomina δια-βολή de modo que δια-βολος es lo calumnioso que no permite estar unidas a las partes. La armonía entre Dios y los hombres se adquiere luego, según la Biblia, con un concepto que sana las fracturas generadas por la división, es decir, el concepto de alianza.

El concepto negativo de ciudad se adquiere a partir de relatos como el de Sodoma y Gomorra. En esas ciudades, sus habitantes llegan al límite de intentar abusar de los ángeles enviados por Dios; los vecinos dicen a Lot, que ha hospedado a los dos enviados: « ¿Dónde están esos hombres que llegaron a tu casa esta noche? Mándanoslos afuera, para que abusemos de ellos» (Génesis 19,5). Lot, en su desesperación por proteger a los enviados, expone a sus propias hijas ante las pretensiones de los lujuriosos: Miren, tengo dos hijas que todavía son vírgenes. Se las voy a traer para que ustedes hagan con ellas lo que quieran, pero dejen tranquilos a estos hombres que han confiado en mi hospitalidad» (19,8). Naturalmente, la ciudad fue destruida por Yahveh. La mujer de Lot, por curiosidad o por la nostalgia del ambiente citadino, en la huida, vuelve la mirada hacia la ciudad en llamas y queda convertida en una estatua de sal.

La visión idealizada de la ciudad buena se concentra en el concepto teológico de la Jerusalén celestial, que aparece en el libro de las Revelaciones:
Y vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que clamaba desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y él será Dios-con-ellos; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena, pues todo lo anterior ha pasado» (21,2-4).
Una ciudad que supera la diabolicidad de la historia y alcanza la plena simbolicidad, la unidad perdida en el devenir histórico. Una ciudad que tiene como centro al cordero, Jesucristo, y está fundada en la roca de los doce apóstoles. Una ciudad, en definitiva bajo el signo cristiano, donde no hay lugar para el mal: Nada manchado entrará en ella, ni los que cometen maldad y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del Cordero (21,27).

1.3. Los miedos del ciudadano global[7]

La Jerusalén celestial es una proyección en tensión escatológica, es decir, se da sólo cuando los tiempos escatológicos están maduros. En cambio, el tiempo real sigue pasando, de modo que los habitantes de la ciudad contemporánea se sienten asediados y ello les produce miedo.

El miedo del que hablamos alcanzó proporciones mundiales cuando los terroristas destruyeron el símbolo mayor de la Babel contemporánea: las torres gemelas de la ciudad de Nueva York. A partir de ese momento nadie tiene dudas acerca de la vulnerabilidad que se padece en la ciudad. El miedo se ha objetivado, parece tener vida propia. No tenemos miedo, sino que él nos tiene a nosotros.

Las causas

La inseguridad moderna es caracterizada por el miedo a los crímenes y a los criminales. Y este no es un miedo solo en los países pobres, también los países ricos lo padecen[8]. Se sospecha de los otros y de sus intenciones, y no resulta fácil confiar en los otros en la perspectiva de una solidaridad humana.

La causa la sitúan algunos en el individualismo moderno. En las grandes ciudades, al haber entrado en crisis las comunidades tradiciones y corporativas, cada uno debe ocuparse de sí mismo y salir adelante con sus propias fuerzas. Quien haya vivido un tiempo de su vida en Europa sabe qué significa eso. Esto admite por lo menos dos explicaciones. En primer lugar, hay una sobrevaloración del individuo y, en segundo lugar, se constata una clara fragilidad y vulnerabilidad del mismo, porque no tiene un ambiente comunitario que lo proteja[9]. Esto sin decir que originariamente, a diferencia de otros mamíferos, el hombre al nacer no puede valerse por sí mismo, lo cual es determinante a la hora de auto-comprenderse. La combinación de ambos factores genera lo que normalmente se denomina el miedo de ser inadecuados.

De modo que si en una sociedad impera el miedo, la función del estado consistirá en administrar ese miedo. Surgen así aporías sociales, elementos que anteriormente producían miedo, como los cuerpos militares, ahora resultan ser salvadores y protectores de la población. Entra en crisis la auto-comprensión del estado mismo, pues si se dice liberal no debería invertir tiempo en acciones tutelares y asistenciales, si se dice democrático, debería permitir que el pueblo tenga más participación. Sin embargo, se multiplica el principio del subsidio ―del gas, del transporte público, de la energía eléctrica― cuya función no es promover a los ciudadanos, sino tutelarlos, protegerlos. Al final, ni los promueve, ni los protege adecuadamente. 

Entre los factores desencadenantes de los miedos modernos está el proceso de desregulación aplicado al estado. En vistas a dinamizar la economía de un país y siguiendo las instrucciones de organismos internacionales, las sociedades latinoamericanas descentralizaron sus recursos, pasándolos a manos privadas: los recursos naturales, la energía eléctrica, las telecomunicaciones, los medios de transporte público, etc. Pero no se hizo atención a los impactos que iba a tener en el futuro. En este contexto la palabra de orden no fue solidaridad, sino competencia. El concepto de fraternidad que sustenta la sensibilidad moderna de corte ilustrado, no es tan consistente como la de solidaridad de corte tradicional. El deseo de desarrollo, reducido a lo meramente económico, vio en movimientos de reivindicación indígena, campesina y estudiantil un peligro,  hasta el punto de reprimirlos. Pero ello, corta el hilo conductor de la seguridad cultural que ofrecen las tradiciones originarias de los pueblos. Los beneficios del individualismo competitivo nunca podrán sanar el miedo de ser agredido en una sociedad en la que nadie protege a nadie.

En la ciudad del miedo, lo que procede de inmediato es protegerse. En el ambiente de los posibles agresores surge lo que los sociólogos llaman «las clases peligrosas» (Robert Castel), que son, en su última versión, las reconocidas como no-idóneas para la reintegración y declaradas no-asimilables, porque se considera que no sabrían hacerse útiles incluso después de una “rehabilitación”. Estas clases pueden desestabilizar a un país entero y llevar a una crisis de gobernabilidad al estado. A las clases peligrosas se les suman las castas urbanas, magníficamente representadas en los parlamentos de diputados, que darían su vida por proteger su intereses y el de sus colegas, entonces el miedo del ciudadano se refuerza y se mezcla con un agudo sentido de impotencia, pues lo agreden las “clases peligrosas” y las “castas urbanas”. La violencia callejera es el último estadio de esta cadena de agresiones. En una sociedad normal, estas dos categorías sociales —las clases peligrosas y las castas urbanas— serían combatidas con determinación y descartadas de la vida social, sin embargo, en el estado fallido, son ellas las que tienen el poder. Son ellas las que deciden qué partes de la ciudad son «zonas de paz» o «zonas de guerra», bajo su control. Esta tendencia se refuerza cuando los medios de comunicación, en su afán mercantilista, les ceden los espacios para que no sólo transmitan sus obscuras ideas, sino que puedan defenderse diciendo que ellos son inocentes y que la culpable es la clase trabajadora por no comprenderlos.

El lugar de habitación como caso ejemplar

Sin lugar a dudas, el modo cómo disponen y habitan sus casas los ciudadanos es prueba de sus miedos. La impresión que tenemos es que nuestras casas están hechas para proteger a sus habitantes y no para integrarlos en la comunidad a que pertenecen. En este sentido, nosotros no habitamos la ciudad, sino que ella nos habita, o mejor, nos da habitación a nosotros. Es el miedo que reina en la ciudad el que nos dice cómo habitaremos nuestra casa, no somos nosotros que le imponemos a la ciudad cómo hemos de habitarla.

Cada vez más se acentúa la diferencia que existe entre las zonas denominadas residenciales, que ofrecen todos los beneficios del primer mundo y las zonas llamadas marginales, apenas comunicadas con el mundo global. Los habitantes del primer ejemplo lo que menos quieren es ver rondar sus casas por los habitantes de las zonas marginales, estos lugares bien se les puede llamar off-limits. Con el agudizarse de esta distinción habitacional se rompen las relaciones entre el mundo vital (Lebenswelt) del primer y segundo tipo de ciudadano. El resultado son dos mundos vitales separados, segregados.

Aquí se abre una concepción no-localizada de la habitación. El ciudadano de la zona residencial, aunque tenga su casa en el mismo territorio donde la tiene el de la zona marginal, en realidad, su mundo vital no corresponde al lugar geográfico, sus mayores preocupaciones están más allá del lugar donde vive: sus hijos estudian en el extranjero, su dinero está en bancos internacionales, sus negocios están vinculados a empresas del extranjero, etc. En realidad ellos no están interesados en los negocios de “su” ciudad, en el sentido de la pertenencia territorial, ya dijimos que ellos están por encima de la territorialidad, pues sus principales intereses están fuera de aquí. Ellos necesitan un lugar por razones biológicas, pero su verdadera casa es cyber-espacial.

No se requiere mucho talento para comprender que los ciudadanos del desecho marginal se mueven en la línea contraria. Ellos están condenados a permanecer en el puesto, sus negocios son localizados y así se explica la enorme cantidad de negocios informales en estos sectores. Sus viajes al extranjero son mucho más limitados; la mayoría de ellos los pagan sus familiares inmigrantes; si su economía no es solvente debe hacer préstamos para pagarse un viaje. Si se conectan al mundo global, se conforman con navegar en el internet con modem limitados en capacidad, cuya señal “se cae” cada vez que pasa un pájaro. Ellos se juegan la vida dentro de la ciudad en que habitan, hasta alcanzar un puesto decente, si lo logran.

Las ciudades se convierten así en un conglomerado de guetos voluntarios e involuntarios. El gueto voluntario es el que se crea quien puede pagarse la seguridad. El gueto involuntario es la constricción a vivir en zonas peligrosas, encerrado en espacios muy limitados. Las personas salen de sus trabajos pensando habitar, aunque sea por unas horas, ese espacio mágico de la seguridad de su casa. Los muros que hemos levantado sirven de barreras naturales entre los guetos de los marginados y los guetos de los acomodados. El efecto más terrible es que, procediendo de este modo, la mayor parte de los espacios dejados vacíos en la ciudad, debido al temor de los buenos ciudadanos, son ocupados por los que provocan el miedo. Encerrarse no es solución al miedo, pero conserva la vida. Dicho de otro modo, en las ciudades del miedo no se vive, se sobrevive. Hemos invertido el sentido de la ciudad. En la urbe antigua, se hicieron murallas para que todos los habitantes de ella estuvieran seguros, hoy se construyen infinitas pequeñas urbes, con sus murallas, al interno de la misma ciudad. No estamos construyendo la ciudad, sino enclaves al interno de la ciudad. Hacen falta más puentes, no más muros en la ciudad. Sufrimos de mixofobia (miedo a mezclarse). Un equilibrio arquitectónico y social con la mixofilia no nos vendría mal.

La élite globalizada ha perdido contacto con el pueblo. La localización de los más pobres contrasta con la globalización realizada de las clases acomodadas. Las mediaciones políticas adolecen de esta dialéctica. Basta reparar en el nombre de la política más cercana a los ciudadanos, la municipal, su nombre mismo dice gobierno local. Habría que entender que el verdadero poder no está en el espacio territorial, sino en el cyber-espacio. Pero esto quiere decir también, que en la localidad es donde más se puede influir para apoyar las clases marginales, pues en el cyber-espacio los que mandan son otros, no las autoridades locales. Por este camino, la política local en las ciudades se convierte en el vertedero que recoge los problemas de la globalización, así, en la política se pierden enormes cantidades de tiempo en solucionar problemas locales provocados en el ámbito global.

Los no-lugares[10]

Probablemente el lector se ha percatado más de alguna vez de la diferencia que existe entre estar expuesto en el tráfico de la ciudad y estar protegido por los muros de un centro comercial; al entrar en el centro comercial, lo primero que se percibe es un ambiente seguro, a la persona le parece que afuera es más peligroso. Ve guardias que cuidan el lugar, y si es más agudo nota las cámaras que están controlando a los transeúntes. El lugar es muy limpio y tiene aire acondicionado. Le da la impresión de estar en un lugar distinto de su normal ambiente cotidiano y le gusta ir porque le genera un aura de diversidad en el modo de auto-comprenderse. Pero, ¿qué sensación experimenta cuando sale del centro comercial? Si va en su auto, no quiere bajar los vidrios cuando se detiene en la luz roja del semáforo. Debe ir atento a que un autobús no lo envista. Bueno, fuera del centro comercial está expuesto.

A ese tipo de estructura ubicada en la ciudad y que produce tales sensaciones  se le llama un no-lugar. Su función primaria no es territorial, sino comercial; se propone facilitar la circulación ―y por tanto el consumo― en un mundo de dimensiones planetarias. El no-lugar es aquello que el ciudadano, si no forma parte de sus artífices, no puede tener en su casa en condiciones normales.

Si un lugar se define a partir de lo identitario, lo relacional y lo histórico, entonces, un espacio que no puede definirse como identitario, relacional e histórico, es lo que llamamos un no-lugar. La hipótesis de la propuesta de M. Augé es que la supra-modernidad es productora de no-lugares. El no-lugar expresa bien el sentido de la existencia contemporánea, que quiere ser, pero no estar localizada. Quiere un presente sin historia.

El sentido del no-lugar es dependiente del sentido del lugar y viceversa. Lugar y no-lugar son polaridades huidizas: el primero no se puede borrar totalmente de la realidad como quisiera el segundo, y este último no se cumple nunca totalmente. El no-lugar para abrirse paso en el horizonte de comprensión opone localidad con espacialidad, dejando que el tiempo fluya en los parámetros que impone la duración del paso de las personas por el no-lugar.

Aunque etimológicamente signifique lo mismo, la utopía (ού, no, y τοπος, lugar) se opone al sentido de no-lugar, pues éste último lo que menos quiere es una sociedad orgánica idealizada, que es el sentido que le dio Tomás Moro a la utopía.

El no-lugar tiene características precisas. Es un espacio para liberar a los ciudadanos momentáneamente del miedo que se padece en la ciudad, y hablamos como si el no-lugar no formara parte de la ciudad, pero como ya dijimos, de hecho, es una de esas estructuras que tienen más interés y motivos fuera del propio territorio, es decir, en el centro comercial, la mayoría de tiendas son extranjeras, sus capitales están fuera de nuestro territorio. La moneda que se utiliza para comprar es de otro país. Es una especie de burbuja de oxígeno global en la ciudad. Ahí, “sin pagar” usted se puede conectar a internet.

La segunda característica es que los no-lugares no buscan que las personas se encuentren entre ellas, de modo que nadie puede quedarse permanentemente en el no-lugar, pues entonces serían justamente un lugar de habitación. En el no-lugar se está en modo anónimo, lo único que cuenta es si yo tengo las condiciones para hacerme visible: si tengo dólares para comprar, si tengo el boleto aéreo en mano, si tengo el ticket del tren para viajar. Son no-lugares también las terminales de trenes, los aeropuertos, los hoteles.

En tercer lugar, el ciudadano del miedo, si quiere experimentar un ambiente global, debe retornar con frecuencia al no-lugar, de modo que no muera de miedo y de marginalidad. El negocio está bien montado, metamos más miedo a la población y vendrá más gente desesperada buscando seguridad y un poco de narcótico globalizado. Y lo peor de todo, solo una parte muy selecta de la población podrá adquirir los productos que ahí se venden, los marginados pueden hacerlo pero ponen en serio peligro su economía. El no-lugar se apoya en la proyección mental del ciudadano, que sueña con que su sociedad toda ella sea segura.


2. Teología de la ciudad. Los nuevos rostros del cristianismo del siglo XXI


Hemos presentado rasgos antropológicos y simbólicos de la ciudad. Y lo hacemos no sólo con un afán descriptivo, al modo de un ejercicio etnográfico. Lo que buscamos es tomar conciencia del ámbito en que los cristianos de nuestro tiempo y las personas que luchan por abrirse paso en la selva urbana, tienen para realizar un testimonio a la vedad y a la justicia. En esta segunda parte se trata de demostrar cómo la ciudad es el nuevo contexto de la misión cristiana.

2.1. Antecedentes

La primera vez —después de la predicación originaria de Pablo en los puertos y ciudades— que en la época moderna la ciudad es considerada como destino estratégico de la predicación cristiana es en el texto de los franceses H. Godin e Y. Daniel, que se planteaban la pregunta: ¿Fracia, país de misión? (La France. Pays de mission?, Paris 1950).  La pregunta de Godin y Daniel significó —y esto no sólo para Francia— que la concepción de la misión, en cuanto difusión del evangelio de Jesucristo, había cambiado. Los principales destinatarios de la misión de la Iglesia no eran más solamente los habitantes de las zonas rurales y remotas de las selvas, sino los centros urbanos. El paradigma de la misión anejo a la conquista y a los procesos colonizadores había llegado a su fin. La visión clásica de la misión, que veía a los misioneros partir a tierras lejanas había terminado. Los procesos de liberación, de de-colonización y la movilidad humana obligaron a las viejas y sobre todo a las jóvenes iglesias a un replanteamiento de la concepción de la misión. La encíclica Redemptoris missio, escrita por Juan Pablo II en 1990, defiende la visión clásica de la misión, pero no puede ignorar las condiciones presentes de la misma, en el n. 32 reconoce: «Antes del Concilio ya se decía de algunas metrópolis o tierras cristianas que se habían convertido en “países de misión”; ciertamente la situación no ha mejorado en los años sucesivos».

En el campo protestante, en una publicación de 1974, Walbert Bühlmann, afirmaba:

«Una mirada a la carta geográfica y salta de inmediato a la vista cómo Europa tenga la apariencia de un enano circundado por gigantescos continentes al este, sur y oeste. Pero una mirada a la historia del mundo nos dice que este enano, gracias a su inteligencia y a su energía, ha desarrollado una función de guía de nuestro planeta. En fin, una mirada al presente nos hace entender que ese acto de la  hegemonía europea llega a su final y que los reflectores comienzan a enfocar nuevos grupos, que están por entrar en escena: los países del Tercer Mundo».

Pues bien, dice el autor, a partir del hecho de que todos hablan del Tercer Mundo, entonces, ¿por qué no deberíamos introducir el neologismo de la Tercera Iglesia?[11] En su escrito, Bühlmann dedicó un capítulo al tema de las ciudades y al urbanismo. Se quiera o no, dice el autor, el fenómeno del urbanismo es una tendencia moderna pronunciada. Es verdad que en muchos países occidentales, después de la fuga del campo, se comienza ya a hablar de una fuga de la ciudad. Sin embargo, en el Tercer Mundo el urbanismo está en pleno desarrollo, pero en una manera incontrolada.

También Aylward Shorter identifica, en 1971, el mismo problema, pero de inmediato polemiza con Harvey Cox, que lo empuja a su The Secular City (La Ciudad Secular, 1965), en una visión declaradamente ideologizada de la ciudad en detrimento de su forma sociológica. Según A. Shorter ha faltado una comunicación entre la expresión occidental de la fe y la expresión de la misma en las culturas en donde fue predicada en el período colonial. Sus constataciones dejan un sabor de amargura: «Los misioneros han exportado un cristianismo prefabricado y no se preocuparon de descubrir si y cómo era comprendido por los pueblos a los cuales era predicado. Incluso hoy, después de todo lo que ha sido dicho y escrito acerca de la adaptación de los ritos, muy poco se ha hecho para adaptar fundamentalmente el mensaje»[12]. Según él, esta sería la causa que ha llevado a una visión secularista de la predicación del evangelio.

Pero, más que Shorter, pienso que es Bühlmann el que mejor ha entendido la cuestión de que estamos tratando. Hablar de teología de la ciudad implica dos niveles. Por una parte, nos referimos al fenómeno social en cuanto tal, es decir, al dato sociológico: los cristianos del Tercer Mundo, que vivían en el campo se han trasladado a los centros urbanos; por otra parte, a los habitantes de los países occidentales, que viven desde hace muchos años bajo el signo de la secularización, no les dice nada el dato sociológico, más bien van un paso adelante y se preguntan si tiene sentido hablar de Dios en la ciudad construida por los hombres, por tanto, para ellos «ciudad» no significa simplemente el lugar físico edificado, sino una forma de pensar y un estilo de vida. En su línea más radical, la  secular city (H. Cox) no es la simple oposición, en el plano fenomenológico, entre civilización urbana y religión tradicional, sino la afirmación y la realización de lo secular en la ciudad.

Lo que más llama la atención es que, no obstante las observaciones hechas por teólogos como H. Godin e Y. Daniel, W. Bühlmann, A. Shorter, así como los teólogos más radicales de la ciudad secular y de la muerte de Dios, la Iglesia no se haya dado cuenta de la importancia de desarrollar una teología de la ciudad, que logre responder a las exigencias de la situación social contemporánea. De hecho, no es fácil encontrar textos teológicos que hablen explícitamente de ese tema.

2.2. Datos y tendencias urbanas

Según una publicación más reciente, hecha en el ambiente protestante y que se hace eco de la publicación de W. Bülmann, la «tercera iglesia» ya está entre nosotros[13]. Aquello que afirmaban los conservadores norteamericanos de los años ’70, a saber, que los cristianos eran no-negros, no-pobres y no-jóvenes ha sido superado: «aun con todo lo que puedan pensar los europeos y los norteamericanos, el cristianismo goza de óptima salud en el Sur del mundo: no sólo sobrevive, sino que se expande»[14]. Lo afirma también un documento católico ya citado: «hoy la mayoría de los fieles y de las Iglesias particulares ya no están en la vieja Europa sino en los Continentes que los misioneros han abierto a la fe» (Redemptoris Missio, n. 40). En su habitual estilo optimista, Jenkins cree que incluso el mito la secularización ha pasado, y en sus previsiones dice: «en el futuro previsible, la corriente dominante en el mundo del cristianismo emergente será tradicionalista, ortodoxa y sobrenaturalista»[15]. Evidentemente, hay que preguntar a Jenkins qué tipo de religión está emergiendo y si sea la corriente pentecostal la que mejor responde a las exigencias del mundo contemporáneo.

En todo caso, todos estos autores concuerdan en el hecho que en el futuro próximo los centros más numerosos del cristianismo se encontrarán en el sur del mundo, justamente en las ciudades más pobladas. Si en 1900 las mayores áreas urbanas del mundo estaban situadas en Europa o Norteamérica, actualmente sólo tres de las quince mayores áreas urbanas del mundo es decir, Tokio, New York y Los Ángeles, se mantienen entre los países tradicionalmente avanzados. Según la tendencia de crecimiento, en el 2015, la única de estas ciudades que permanecerá en el top 10 de las poblaciones urbanas será Tokyo. Actualmente el 80% de los mayores conglomerados urbanos del mundo se colocan o en Asia o en América Latina, pero para mediados de siglo las ciudades africanas cobrarán mucha más importancia. El porcentaje de africanos que viven en áreas urbanas crecerá aproximadamente el 40% con respecto a hoy y casi del 60% en el año 2050. Al cristianismo contemporáneo le urge una adecuada teología de la ciudad.

De frente a las perspectivas que se abren en el siglo XXI, la Iglesia católica no esconde el dramatismo del momento presente, aunque no renuncia al desafío que procede de la sensibilidad moderna, tampoco niega el grado de ambigüedad que supone el llamado resurgimiento de lo religioso: «No sólo en las culturas impregnadas de religiosidad, sino también en las sociedades secularizadas, se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización. Este fenómeno así llamado del “retorno religioso” no carece de ambigüedad» (Redemptoris Missio, n. 38).

La cuestión a plantearse es si el cristianismo que estamos viviendo sea un cristianismo idéntico a sí mismo, o más bien es un cristianismo vaciado de su capacidad dialéctica con el mundo. La sensibilidad secular contemporánea no es anti-cristiana, puesto que no se ocupa en demoler la arquitectura del proyecto cristiano, como sucedía en el debate sostenido con los teoremas del ateísmo o con la llegada de algunos nostálgicos de un laicismo sin competencia. Actualmente se habla de una sensibilidad secular post-cristiana, en el sentido que se ha apropiado de los ideales y valores evangélicos, separando el mensaje de su inspiración de fondo, es decir, de la perspectiva interpretativa de la persona de Jesucristo[16].

De modo que la praxis cristiana contemporánea hay que analizarla con detenimiento. El aumento numérico de los seguidores de Cristo, en la forma sentimentalista y del márquetin de la religión, no es prueba suficiente de la autenticidad de la fe cristiana. En países como El Salvador (C.A.), donde seguramente el 90% de la población —repartidos entre católicos y evangélicos— dice creer en Cristo, se ha matado —particularmente entre 1977 y 1989— a un arzobispo, sacerdotes, religiosas, catequistas y pastores protestantes, incluso bajo el pretexto de defensa de un auténtico cristianismo. Y hasta la fecha, los índices de violencia son de ranking mundial.  La muerte de Mons. Romero es el ícono de los profetas contemporáneos, que ya no mueren fuera de los muros de la ciudad, sino en el corazón de la ciudad. En este sentido San Salvador (la capital de El Salvador) estaría más cerca de Sodoma y Gomorra, que de la Jerusalén Celestial de que nos hablaba el Apocalipsis. Y sin embargo, los cristianos que habitan San Salvador, siguen cantando y alabando a su Dios como si estuvieran ya en el reino celestial, comiendo el banquete escatológico preparado para las bodas del Cordero con su esposa, la Iglesia. Una sociedad tan «cristiana» debería tener una explicación convincente y responsable acerca del porqué de la violencia en su seno.

2.3. La prueba estadística

No obstante mi resistencia a interpretar la realidad histórica desde los números, no tengo dificultad en estar de acuerdo con G. Cavallotto, que considera que los números son una ventana abierta hacia el mundo, en cuanto ellos «tienen ojos» y se expresan con su lenguaje[17]. El autor nos habla de una serie de desafíos que se plantean al cristianismo actual: (1) La mayoría de la población mundial vive en la pobreza. Existe también el drama de la miseria, que padece la quinta parte de los habitantes de la tierra. Casi la totalidad de los más pobres se encuentra en el Sur del mundo; (2) La increencia. Un habitante de cada siete se considera un no creyente. (3) Al inicio del siglo XX los adeptos de las religiones no cristianas constituían el 65% de la población mundial. Al final del siglo constituyen el 51%, un poco más de tres mil millones. A partir del año 2000 una persona de cada dos se adhiere a una religión, excluida la religión cristiana; (4) En el mismo año la población urbana de las dos Américas, de Europa, y de Oceanía superó el 70% de los habitantes del propio continente, mientras a nivel mundial el porcentaje de los cristianos que viven en la ciudad alcanzó el 62,7% de toda la población cristiana.

De todo esto, la cosa más importante es que este desplazamiento de los centros del catolicismo abre nuevos horizontes e nuevas tareas para la Iglesia y su misión. La constatación del obispo y ex rector de la Universidad Urbaniana es claro: «En fidelidad a la Sagrada Escritura y a la tradición eclesial es necesario promover un cristianismo de rostro africano, asiático, latinoamericano»[18].

2.4. La ciudad como ámbito de la misión

Ha sido por motivación de los datos antropológicos y por las estadísticas que presenta la realidad urbana actual que la Iglesia se decide a instar a sus adeptos a tomar en serio la ciudad como ámbito de la misión.

Además, si el Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia  «es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium, n. 1). Entonces, ella está llamada a testimoniar con todas sus fuerzas esa unidad, habida cuenta que la mayoría de sus miembros habitan las ciudades, convirtiéndose éstas en el escenario más normal para ejercer su testimonio.  Esa es la razón de la existencia histórico-sacramental de la Iglesia. Ello significa que la Iglesia, siguiendo la misión recibida de Cristo, no es un fin para sí misma, sino que está al servicio de una realidad que la supera: el Reino de Dios. De modo que:
  
«Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza.» (Gaudium et Spes, n. 4).

Pero, sobre todo,  si «nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco» (Gaudium et Spes, n. 1) en el corazón de los discípulos de Cristo, y si la mayor parte de la humanidad habita en las ciudades, está claro, entonces, que la ciudad deviene espacio físico y simbólico donde los signos de los tiempos se manifiestan.

Pero fue hasta 1990, año en que Juan Pablo II escribió la encíclica Redemptoris Missio, relativa a la actividad misionera de la Iglesia en el mundo, cuando se afirma la ciudad como ámbito en que se debe realizar la misión. El tema aparece en el capítulo IV del documento. El capítulo inicia afirmando que la misión es universal, que no tiene confines y se refiere a una salvación integral (n. 31). Pero la misión, continúa diciendo el documento, se realiza en un contexto religioso complejo:

Hoy nos encontramos ante una situación religiosa bastante diversificada y cambiante; los pueblos están en movimiento; realidades sociales y religiosas, que tiempo atrás eran claras y definidas, hoy día se transforman en situaciones complejas. Baste pensar en algunos fenómenos, como el urbanismo, las migraciones masivas, el movimiento de prófugos, la descristianización de países de antigua cristiandad, el influjo pujante del Evangelio y de sus valores en naciones de grandísima mayoría no cristiana, el pulular de mesianismos y sectas religiosas. Es un trastocamiento tal de situaciones religiosas y sociales, que resulta difícil aplicar concretamente determinadas distinciones y categorías eclesiales a las que ya estábamos acostumbrados. Antes del Concilio ya se decía de algunas metrópolis o tierras cristianas que se habían convertido en « países de misión »; ciertamente la situación no ha mejorado en los años sucesivos (n. 32).

Se acepta, por tanto, aquello que Godin y Daniel habían indicado mucho tiempo atrás, que las metrópolis y megalópolis se habían convertido en tierra de misión.

Ahora bien, el numeral en el que el documento habla con fuerza acerca de la ciudad como ámbito de la misión es en el 37, con el título: Ámbitos de la misión “ad gentes”. El literal (b) del número afirma:

«Las rápidas y profundas transformaciones que caracterizan el mundo actual, en particular el Sur, influyen grandemente en el campo misionero[…] Piénsese, por ejemplo, en la urbanización y en el incremento masivo de las ciudades, sobre todo donde es más fuerte la presión demográfica. Ahora mismo, en no pocos países, más de la mitad de la población vive en algunas megalópolis, donde los problemas humanos a menudo se agravan incluso por el anonimato en que se ven sumergidas las masas humanas.
En los tiempos modernos la actividad misionera se ha desarrollado sobre todo en regiones aisladas, distantes de los centros civilizados e inaccesibles por las dificultades de comunicación, de lengua y de clima. Hoy la imagen de la misión ad gentes quizá está cambiando: lugares privilegiados deberían ser las grandes ciudades, donde surgen nuevas costumbres y modelos de vida, nuevas formas de cultura, que luego influyen sobre la población. […] no se pueden evangelizar las personas o los pequeños grupos descuidando, por así decir, los centros donde nace una humanidad nueva con nuevos modelos de desarrollo. El futuro de las jóvenes naciones se está formando en las ciudades» (n. 37b).


3. Conclusión

Según las consideraciones que hemos hecho, hay una serie de razones que hacen pensar en la importancia que los centros urbanos han tomado en la vida de las personas. En ellas trabajan —los que han logrado conseguirlo— y pasan la mayor parte de su vida. Debe ser normal, entonces, profundizar en los beneficios que tiene formar parte de una ciudad e identificar los aspectos negativos que la integran.

La primera razón es antropológica. El paso de la condición errante de las tribus nómadas al establecimiento en lugares precisos, con edificaciones determinadas, va generando las condiciones para la construcción del ambiente citadino, que luego será el destino primario de la predicación evangélica entre los siglos I y IV de nuestra era.

La segunda razón es bíblico-existencial. El valor simbólico que adquiere la ciudad está fundado en pasajes bíblicos que dan un valor reivindicativo a la ciudad, como lugar donde se afirma el hombre de frente a su creador, hasta el punto de generar conflictos en ese sentido. Las ciudades son el espacio que ofrece mejores condiciones para el desarrollo de la persona, pero puede ser también el lugar de la muerte y la depredación.

La tercera razón es teológica. Si las razones antropológico-social y bíblico-existencial dan pruebas de la centralidad que han adquirido los ambientes urbanos en el evo contemporáneo, entonces, la Iglesia, en sus expresiones teológicas y misioneras, no puede no descubrir en esos ambientes su condición de posibilidad de cara a hacer efectivo el testimonio que Jesús le encomendó.

Los hijos de Caín, los que habitamos la ciudad, debemos hacer memoria de las palabras de Jesús que llama «hipócritas», «serpientes», «raza de víboras», «sepulcros blanqueados» a los dueños de la ciudad, de la especie que fueran. Pero, principalmente, estamos llamados a tomar postura de cara a las palabras de Jesús:

Desde ahora les voy a enviar profetas, sabios y maestros, pero ustedes los degollarán y crucificarán, y a otros los azotarán en las sinagogas o los perseguirán de una ciudad a otra. Al final recaerá sobre ustedes toda la sangre inocente que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al que ustedes mataron ante el altar, dentro del Templo. En verdad les digo: esta generación pagará por todo eso (Mateo 23,34-36).



Nuestra situación en la ciudad tiene que ver en el plano histórico —sin menoscabo de la Jerusalén del cielo— con los problemas específicos que afligen al ciudadano, justo como lo decía Jesús, refiriéndose a su propia ciudad:
« ¡Jerusalén, Jerusalén qué bien matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y tú no has querido! Por eso se van a quedar ustedes con su templo vacío. Y les digo que ya no me volverán a ver hasta que digan: ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!» (Mateo 23,37-39).

4. Bibliografía

Augé Marc, Los no-lugares: Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona 1993.

Bauman Zygmunt, Miedo líquido: La sociedad contemporánea y sus temores, Paidós Ibérica, Barcelona 2007.

Bühlmann Walbert, La terza chiesa alle porte. Un’analisi del presente e del futuro ecclesiali, Paoline, Alba (Cuneo) 1976.

Castel Robert, L’insécurité sociale: Qu’est-ce être protégé?, Editions du Seuil, Paris 2003.

Cavallotto Giuseppe, Dati invisibili e futuro della missione. Eredità sociale, religiosa, ecclesiale del XX secolo, UUP, Roma 2006.

Dotolo Carmelo, Un cristianesimo possibile. Tra postmodernità e ricerca religiosa, Queriniana, Brescia 2007.

Jenkins Philips, The Next Christendom: The Rise of Global Christianity, Oxford University Press, New York 2002.

SIMON Jonathan, Gobernar a través del delito, Gedisa, Barcelona 2012.



[1] En esta parte del análisis no interesa la moralidad —bondad o maldad— de estos tipos de habitación, estamos solamente describiendo el complejo urbano y físico.
[2] Cfr. Génesis 4,1-17.
[3] Digo “autor” por comodidad, pero en el primer libro de la Biblia se recogen muchas tradiciones antiguas con redacciones diversas, donde se dan diversos procesos de construcción del texto.
[4] Cfr. Génesis, cap. 11.
[5] “Babel” de bll o blbl que significa “embrollar”. “Babilonia”, en cambio, significa “Puerta de Dios”.
[6] Los anillos que actualmente se entregan los novios cuando contraen matrimonio tiene el mismo sentido.
[7] El título de este epígrafe está vinculado a las tesis de Zygmunt Bauman. Por ejemplo: Miedo líquido: La sociedad contemporánea y sus temores. Paidós Ibérica, Barcelona 2007.
[8] La referencia obligada es a la serie de leyes contra los inmigrantes, que emanan de las legislaciones en diversos estados de Estados Unidos. El habitante del primer mundo tiene miedo de los extranjeros.
[9] Cfr. R. Castel, L’insécurité sociale: Qu’est-ce être protégé?, Editions du Seuil, Paris 2003.
[10] Téngase en cuenta: M. Augé, Los no-lugares: Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona 1993.
[11] De la traducción italiana: W. Bühlmann, La terza chiesa alle porte. Un’analisi del presente e del futuro ecclesiali, Paoline, Alba (Cuneo) 1976, 19.
[12] A. Shorter, Teologia della missione, Paoline, Catania 1971, 151-153.
[13] Ph. Jenkins, La Terza Chiesa. Il cristianesimo del XXI secolo, Fazi Editori, Roma, 2004 [Orginal:The Next Christendom: The Rise of Global Christianity, Oxford University Press, New York 2002].
[14] Ph. Jenkins, La terza chiesa, 4.
[15] Ph. Jenkins, La terza chiesa, 14.
[16] Cfr. C. Dotolo, Un cristianesimo possibile. Tra postmodernità e ricerca religiosa, Queriniana, Brescia 2007, 169.
[17] Cfr. G. Cavallotto, Dati invisibili e futuro della missione. Eredità sociale, religiosa, ecclesiale del XX secolo, UUP, Roma 2006, 8.
[18] Cfr. G. Cavallotto, Dati invisibili e futuro della missione, 153-160.

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