Por: Juan Vicente CHOPIN.
Según el libro del Génesis, la primera ciudad fue construida por Caín, el hijo mayor de Adán, asesino de su hermano Abel y le puso el nombre de su hijo, Henoc (cfr. Génesis 4,17).
En
el relato del Génesis, la
construcción de la primera ciudad no se refiere solamente a un conglomerado de
edificaciones arquitectónicamente dispuestas, sino que la edificación misma
adquiere un valor simbólico. La construcción de la ciudad surge en el contexto
del distanciamiento entre Dios y Caín.
Ahora
bien, «ciudad» es un término polisémico y reclama una adecuada comprensión. Su
pluralidad de significados pasa, primero, por un sentido material, en la línea
de lo edificado, evoluciona a un sentido comunitario, refiriéndose a sus habitantes,
hasta culminar en el aparato complejo que impone la administración de las
instituciones que la estructuran, adquiriendo la forma de lo político, de lo
burocrático y de la gestión de la cosa pública.
Pero
hay un sentido de la ciudad que, hasta la fecha, se nos revela inédito. Hay
espacios —evito usar la categoría «lugar»— en la ciudad que se presentan como
«no-lugares», espacios en donde las personas se siente más seguras,
diversamente localizadas, y con la sensación que están «en otro lugar», al
margen de su propia ciudad.
El
no-lugar en la ciudad es un fenómeno
que requiere un cierto grado de agudeza analítica para notarlo, en cambio el
dato inmediato, el que se experimenta en la cotidianidad, es el miedo del ciudadano global. El habitante
de la ciudad tiene miedo. ¿Miedo de qué? Miedo a la alteridad, es decir, tiene
miedo de los otros. En una sociedad violenta, los otros se me manifiestan como una amenaza; cada persona es un potencial
agresor y yo represento lo mismo para ellos. Esto provoca la tensión del ataque
y la defensa, un ámbito de realización prácticamente inviable.
El
miedo a lo diverso y al diverso decanta en encierro. Mi lugar de habitación pierde
todo el sentido originario; donde vivo no es una oikós, una casa como decían los griegos, que posibilite la oikoumene, esto es, la organización del
espacio habitado, en convivencia pacífica. Nuestras casas son auténticas
cárceles, con alambradas del tipo razor,
mil pasadores, alarmas, cámaras de video, ejércitos de vigilantes, perros
guardianes, pistolas, fusiles y un largo etcétera. Por otra parte, la casa se
reduce, según el modelo del capitalismo salvaje, en lugar para llegar a dormir,
no para vivir o convivir; sus efímeros habitantes salen de ella a las 4 ó 5 de
la mañana y entran en ella a las 8 ó 9 de la noche, por poner unos parámetros
más o menos aceptados. No hablaré de sus dimensiones, ni de su tipo de
construcción; baste con decir que en los barrios populares, el concepto de
privacidad no existe.
Por
último, considerado el aspecto antropológico de la ciudad, hay que situar en
ella una categoría de habitantes que interesa a nuestras consideraciones
teológicas: los cristianos. ¿Cómo se comportan estos habitantes de la ciudad?
¿Qué desafíos se les plantean a los cometidos de su credo cristiano?
1. Antropología
de la ciudad
En este apartado afrontamos: a) la
polisemia del concepto ciudad; b) el valor simbólico de la ciudad y c) los miedos
del ciudadano global.
1.1. Polisemia
del concepto ciudad
La Urbe
Lo primero que viene a la mente
cuando se dice «ciudad» son sus edificios. Es el primer sentido del concepto
ciudad. Para referirse a ella, los latinos utilizaban la palabra latina Urbs, urbis. La urbe es la ciudad
edificada y rodeada por unas murallas, lo que está dentro de esas murallas es
la ciudad, lo que está fuera de sus límites es lo rural, el campo, lo no-edificado.
Es lógico que al conjunto de habitaciones que se sitúan en los límites urbanos
o fuera de ellos se le denomine sub-urbe (suburbio, lo que está por
debajo de la urbe), con un sentido claramente peyorativo, en la línea de la
decadencia, la hacinación y la pobreza. Suburbio
no debe confundirse con los complejos habitaciones de lujo que también están
situados más allá de los límites de la ciudad. La diferencia es clara, en el
suburbio impera la marginación social, mientras en las villas de burgueses
prima la exclusividad social, el privilegio[1].
Dicho esto, no es difícil
comprender que cuando el Papa, el día de la pascua cristiano-católica, ofrece a
sus fieles una bendición Urbi et orbi, se
refiere a una bendición dirigida a la ciudad (la urbe), en este caso, la ciudad
de Roma y una bendición que se extiende al orbe (orbi), es decir, a todo el mundo. De esas raíces viene también la
palabra órbita, para referirse al desplazamiento
perimetral de un astro que está sometido a la gravitación.
La Civitas
En cuanto civitas el sentido de ciudad es más amplio, no se refiere
simplemente a la forma física de un complejo urbano, sino que implica la
organización comunitaria e institucional de sus habitantes. La civitas
es una realidad social y cultural. El criterio que privilegia esta concepción
es la unidad cultural. Así, ciudadano es
el adjetivo aplicado a quien forma parte del registro organizado de una
determinada ciudad. De modo que civilización
es el resultado cultural, ideológico y burocrático que emana de las complejas
relaciones que se dan en la civitas. Un claro ejemplo de este sentido de
la ciudad lo tenemos en la obra de Agustín de Hipona (354-430 d.C.), De Civitate Dei contra paganos (La Ciudad de Dios contra los paganos), donde
el autor opone la Ciudad de Dios, en
cuanto unidad ideológico-cultural inspirada en los principios cristianos, a la Ciudad de los hombres, como afirmación
de lo humano en contraposición a Dios y a su mediación cristiano-eclesial en la
historia. En la obra de Agustín, el sustantivo Civitate o Civitas no se
refiere al sentido material de una ciudad, sino a los principios ideológicos y
políticos, a los valores culturales específicamente cristianos que, según él, deberían
configurar su complejidad.
La Polis
En la concepción de la ciudad en
cuanto polis se da por supuesto el
sentido comunitario que aparece en la civitas,
pero le agrega un interés específico por el bien común y la gestión de la cosa
pública (la res pubblica). Política es la palabra que traduce el
interés de los gobernantes por el bien de la ciudad. La política, por tanto,
indica originariamente el gobierno de la ciudad, en el cual participan todos
los hombres libres. Dado que en la Antigua Grecia, la ciudad y el Estado
prácticamente se identificaban, así se explica por qué actualmente cualquier
gobierno (local, nacional, global) suponga la dimensión política.
El hecho de que en muchas
ciudades la política adquiera eo ipso un
sentido peyorativo, no se explica desde su sentido originario, sino desde el
pésimo uso que los funcionarios públicos están haciendo de las instituciones en
el ámbito citadino.
1.2. El
valor simbólico de la ciudad
En términos teológicos,
filosóficos y políticos, el valor originario de la ciudad no es arquitectónico
o urbanístico, sino simbólico.
La primera vez que en la Biblia
se habla de la construcción de una ciudad es el libro del Génesis[2],
en el contexto del asesinado perpetrado por Caín contra su hermano menor, Abel.
El motivo que desencadenó la ira de Caín fue el hecho que Dios manifestara
preferencias por las ofrendas que le presentaba Abel, que era pastor de ovejas,
y rechazara las que presentaba Caín, el labrador de la tierra. Caín experimenta
sentimientos de frustración y camina cabizbajo, envuelto en oscuros
pensamientos. Dios nota la deformación temperamental que está padeciendo Caín y
le pregunta por qué asume esa actitud y le advierte que el resentimiento es la
antesala del pecado. Dicho y hecho. Caín invita a Abel al campo y ahí lo
asesina. En consecuencia, Yahveh
cuestiona a Caín: « ¿dónde está tu hermano?» Y la respuesta de Caín
resuena en los siglos: « ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» Caín es
maldecido por Yahveh y lo condena a vagar errante por el mundo, protegido
solamente por una marca que lo distingue para que no sea dañada su integridad.
Exiliado, Caín construye una ciudad y le pone el nombre de su hijo, Henoc.
El autor del libro del Génesis[3] no
esconde el conflicto originario entre Dios y el hombre, que posibilitó, según
la Biblia, la construcción de la primera ciudad. Su artífice – ¡que paradoja!-
es el primer asesino de la historia, según la tradición bíblica. El primer
conflicto entre Yahveh y la primera pareja de humanos (Adán y Eva) llevó a estos
últimos a ser expulsados de un lugar de habitación tutelado por Dios mismo; el
segundo conflicto, que enfrenta no sólo a Dios con el hombre, sino a los
hombres entre sí, dio origen a otro lugar de habitación, ya no tutelado por
Dios: la ciudad. En la ciudad no hay árboles cuyos frutos, por decreto divino,
no se deban comer. La ciudad es sinónimo de la auto-comprensión del ser humano,
alejado de la tutela de Dios y auto-suficiente. La respuesta de Caín a Yahveh
sigue teniendo vigencia, en el ámbito de la ciudad, es decir, a casi nadie le
gusta dar razón de la condición de sus hermanos: « ¿Soy yo acaso el guardián de
mi hermano?».
Pero, el valor simbólico de la
ciudad alcanza su máxima expresión en la narración de la construcción de otras
ciudades. En Babel[4],
por ejemplo, lo simbólico se entiende como unidad del idioma ―Todo el mundo era de un mismo lenguaje e
idénticas palabras (Génesis 11,1)
― y como unidad de propósitos, apareciendo ―esta vez sí― las primeras
indicaciones acerca de la arquitectónica: Entonces
se dijeron unos a otros: «Vamos a hacer ladrillos y cocerlos al fuego.» El
ladrillo reemplazó la piedra y el alquitrán les sirvió de mezcla (11,3). Pero el objetivo final no se agotaba
en la albañilería: Después dijeron:
«Construyamos una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo. Así nos
haremos famosos, y no nos dispersaremos por todo el mundo» (11,4). Yahveh
contempla la escena y mide los propósitos implicados en ella y reacciona: y dijo Yavé: «Veo que todos forman un solo
pueblo y tienen una misma lengua. Si esto va adelante, nada les impedirá desde
ahora que consigan todo lo que se propongan (11,6). De modo que, como
método, para destruir su pretencioso proyecto les confunde las lenguas para que
no se entiendan entre sí y los dispersó por toda la tierra y dejaron de
construir la ciudad: Por eso se la llamó
Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo, y desde allí
los desperdigó Yahveh por toda la haz de la tierra (11,9)[5].
En el ejemplo propuesto, el valor
simbólico de la ciudad es mucho más claro. Permanece el sentido de la ciudad
como afirmación del humano de frente a su creador. La ciudad es «artefacto», es
decir, una cosa hecha con arte. No es creación ex-nihilo, como en el caso de la creación de Dios, sino que presupone
elementos ―ladrillos, alquitrán, mezcla― que son producto del ingenio humano.
Además, los hombres están organizados y se comunican por un mismo lenguaje,
icono, este último, del valor simbólico de la realidad. Los propósitos de los
habitantes de Babel no son los mismos que los de Yahveh. Para ellos, en cuanto
pueblo, la ciudad con la torre al centro es el símbolo de su perpetuación en la
historia.
Por último, hay que hacer notar
la correlación permanente que se da en estos relatos entre lo simbólico y lo
diabólico. Aquí, diabólico no se
refiere a la personificación del mal, sino al exacto contrario de lo simbólico.
El origen griego de símbolo está relacionado con el verbo συμ-βάλλω, que
significa juntar; en cuanto sustantivo, σύμβολων antiguamente se refería a un anillo o a un dado que se rompía en
dos pedazos, los cuales, conservados, podían servir luego para demostrar la
autenticidad de los contratantes o para identificar la autenticidad de
familiares que exigían el derecho a ser hospedados[6].
En sentido lato, lo simbólico es lo que une. En cambio lo diabólico, en su
acepción nominal, es lo que está situado entre (διά) las partes, pero no en
modo estático, sino separándolas. Si en griego el contrato de fidelidad une las
partes, en cambio la calumnia que divide las partes se denomina δια-βολή de
modo que δια-βολος es lo calumnioso que no permite estar unidas a las partes.
La armonía entre Dios y los hombres se adquiere luego, según la Biblia, con un
concepto que sana las fracturas generadas por la división, es decir, el
concepto de alianza.
El concepto negativo de ciudad se
adquiere a partir de relatos como el de Sodoma y Gomorra. En esas ciudades, sus
habitantes llegan al límite de intentar abusar de los ángeles enviados por
Dios; los vecinos dicen a Lot, que ha hospedado a los dos enviados: « ¿Dónde están esos hombres que llegaron a
tu casa esta noche? Mándanoslos afuera, para que abusemos de ellos» (Génesis 19,5). Lot, en su desesperación
por proteger a los enviados, expone a sus propias hijas ante las pretensiones
de los lujuriosos: Miren, tengo dos hijas
que todavía son vírgenes. Se las voy a traer para que ustedes hagan con ellas
lo que quieran, pero dejen tranquilos a estos hombres que han confiado en mi
hospitalidad» (19,8). Naturalmente, la ciudad fue destruida por Yahveh. La
mujer de Lot, por curiosidad o por la nostalgia del ambiente citadino, en la
huida, vuelve la mirada hacia la ciudad en llamas y queda convertida en una
estatua de sal.
La visión idealizada de la ciudad
buena se concentra en el concepto teológico de la Jerusalén celestial, que
aparece en el libro de las Revelaciones:
Y
vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a
Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí
una voz que clamaba desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres;
él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y él será Dios-con-ellos;
él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto
ni pena, pues todo lo anterior ha pasado» (21,2-4).
Una
ciudad que supera la diabolicidad de la historia y alcanza la plena
simbolicidad, la unidad perdida en el devenir histórico. Una ciudad que tiene
como centro al cordero, Jesucristo, y está fundada en la roca de los doce
apóstoles. Una ciudad, en definitiva bajo el signo cristiano, donde no hay
lugar para el mal: Nada manchado entrará
en ella, ni los que cometen maldad y mentira, sino solamente los inscritos en
el libro de la vida del Cordero (21,27).
1.3. Los
miedos del ciudadano global[7]
La Jerusalén celestial es una
proyección en tensión escatológica, es decir, se da sólo cuando los tiempos
escatológicos están maduros. En cambio, el tiempo real sigue pasando, de modo
que los habitantes de la ciudad contemporánea se sienten asediados y ello les
produce miedo.
El miedo del que hablamos alcanzó
proporciones mundiales cuando los terroristas destruyeron el símbolo mayor de
la Babel contemporánea: las torres gemelas de la ciudad de Nueva York. A partir
de ese momento nadie tiene dudas acerca de la vulnerabilidad que se padece en
la ciudad. El miedo se ha objetivado, parece tener vida propia. No tenemos
miedo, sino que él nos tiene a nosotros.
Las causas
La inseguridad moderna es
caracterizada por el miedo a los crímenes y a los criminales. Y este no es un
miedo solo en los países pobres, también los países ricos lo padecen[8].
Se sospecha de los otros y de sus intenciones, y no resulta fácil confiar en
los otros en la perspectiva de una solidaridad humana.
La causa la sitúan algunos en el
individualismo moderno. En las grandes ciudades, al haber entrado en crisis las
comunidades tradiciones y corporativas, cada uno debe ocuparse de sí mismo y
salir adelante con sus propias fuerzas. Quien haya vivido un tiempo de su vida
en Europa sabe qué significa eso. Esto admite por lo menos dos explicaciones.
En primer lugar, hay una sobrevaloración del individuo y, en segundo lugar, se
constata una clara fragilidad y vulnerabilidad del mismo, porque no tiene un
ambiente comunitario que lo proteja[9].
Esto sin decir que originariamente, a diferencia de otros mamíferos, el hombre
al nacer no puede valerse por sí mismo, lo cual es determinante a la hora de
auto-comprenderse. La combinación de ambos factores genera lo que normalmente
se denomina el miedo de ser inadecuados.
De modo que si en una sociedad
impera el miedo, la función del estado consistirá en administrar ese miedo.
Surgen así aporías sociales, elementos que anteriormente producían miedo, como
los cuerpos militares, ahora resultan ser salvadores y protectores de la
población. Entra en crisis la auto-comprensión del estado mismo, pues si se
dice liberal no debería invertir tiempo en acciones tutelares y asistenciales,
si se dice democrático, debería permitir que el pueblo tenga más participación.
Sin embargo, se multiplica el principio del subsidio ―del gas, del transporte
público, de la energía eléctrica― cuya función no es promover a los ciudadanos,
sino tutelarlos, protegerlos. Al final, ni los promueve, ni los protege
adecuadamente.
Entre los factores
desencadenantes de los miedos modernos está el proceso de desregulación
aplicado al estado. En vistas a dinamizar la economía de un país y siguiendo
las instrucciones de organismos internacionales, las sociedades
latinoamericanas descentralizaron sus recursos, pasándolos a manos privadas:
los recursos naturales, la energía eléctrica, las telecomunicaciones, los
medios de transporte público, etc. Pero no se hizo atención a los impactos que
iba a tener en el futuro. En este contexto la palabra de orden no fue
solidaridad, sino competencia. El concepto de fraternidad que sustenta la
sensibilidad moderna de corte ilustrado, no es tan consistente como la de
solidaridad de corte tradicional. El deseo de desarrollo, reducido a lo
meramente económico, vio en movimientos de reivindicación indígena, campesina y
estudiantil un peligro, hasta el punto
de reprimirlos. Pero ello, corta el hilo conductor de la seguridad cultural que
ofrecen las tradiciones originarias de los pueblos. Los beneficios del
individualismo competitivo nunca podrán sanar el miedo de ser agredido en una
sociedad en la que nadie protege a nadie.
En la ciudad del miedo, lo que
procede de inmediato es protegerse. En el ambiente de los posibles agresores
surge lo que los sociólogos llaman «las clases peligrosas» (Robert Castel), que
son, en su última versión, las reconocidas como no-idóneas para la
reintegración y declaradas no-asimilables, porque se considera que no sabrían
hacerse útiles incluso después de una “rehabilitación”. Estas clases pueden
desestabilizar a un país entero y llevar a una crisis de gobernabilidad al
estado. A las clases peligrosas se les suman las castas urbanas, magníficamente
representadas en los parlamentos de diputados, que darían su vida por proteger
su intereses y el de sus colegas, entonces el miedo del ciudadano se refuerza y
se mezcla con un agudo sentido de impotencia, pues lo agreden las “clases
peligrosas” y las “castas urbanas”. La violencia callejera es el último estadio
de esta cadena de agresiones. En una sociedad normal, estas dos categorías
sociales —las clases peligrosas y las castas urbanas— serían combatidas con
determinación y descartadas de la vida social, sin embargo, en el estado
fallido, son ellas las que tienen el poder. Son ellas las que deciden qué
partes de la ciudad son «zonas de paz» o «zonas de guerra», bajo su control.
Esta tendencia se refuerza cuando los medios de comunicación, en su afán
mercantilista, les ceden los espacios para que no sólo transmitan sus obscuras
ideas, sino que puedan defenderse diciendo que ellos son inocentes y que la
culpable es la clase trabajadora por no comprenderlos.
El lugar de habitación como caso
ejemplar
Sin lugar a dudas, el modo cómo disponen
y habitan sus casas los ciudadanos es prueba de sus miedos. La impresión que
tenemos es que nuestras casas están hechas para proteger a sus habitantes y no
para integrarlos en la comunidad a que pertenecen. En este sentido, nosotros no
habitamos la ciudad, sino que ella nos habita, o mejor, nos da habitación a
nosotros. Es el miedo que reina en la ciudad el que nos dice cómo habitaremos
nuestra casa, no somos nosotros que le imponemos a la ciudad cómo hemos de
habitarla.
Cada vez más se acentúa la
diferencia que existe entre las zonas denominadas residenciales, que ofrecen
todos los beneficios del primer mundo y las zonas llamadas marginales, apenas
comunicadas con el mundo global. Los habitantes del primer ejemplo lo que menos
quieren es ver rondar sus casas por los habitantes de las zonas marginales,
estos lugares bien se les puede llamar off-limits.
Con el agudizarse de esta distinción habitacional se rompen las relaciones
entre el mundo vital (Lebenswelt) del
primer y segundo tipo de ciudadano. El resultado son dos mundos vitales
separados, segregados.
Aquí se abre una concepción no-localizada de la habitación. El
ciudadano de la zona residencial, aunque tenga su casa en el mismo territorio
donde la tiene el de la zona marginal, en realidad, su mundo vital no
corresponde al lugar geográfico, sus mayores preocupaciones están más allá del
lugar donde vive: sus hijos estudian en el extranjero, su dinero está en bancos
internacionales, sus negocios están vinculados a empresas del extranjero, etc.
En realidad ellos no están interesados en los negocios de “su” ciudad, en el
sentido de la pertenencia territorial, ya dijimos que ellos están por encima de
la territorialidad, pues sus principales intereses están fuera de aquí. Ellos
necesitan un lugar por razones biológicas, pero su verdadera casa es cyber-espacial.
No se requiere mucho talento para
comprender que los ciudadanos del desecho marginal se mueven en la línea
contraria. Ellos están condenados a permanecer en el puesto, sus negocios son
localizados y así se explica la enorme cantidad de negocios informales en estos
sectores. Sus viajes al extranjero son mucho más limitados; la mayoría de ellos
los pagan sus familiares inmigrantes; si su economía no es solvente debe hacer
préstamos para pagarse un viaje. Si se conectan al mundo global, se conforman
con navegar en el internet con modem limitados en capacidad, cuya señal “se
cae” cada vez que pasa un pájaro. Ellos se juegan la vida dentro de la ciudad
en que habitan, hasta alcanzar un puesto decente, si lo logran.
Las ciudades se convierten así en
un conglomerado de guetos voluntarios e involuntarios. El gueto voluntario es
el que se crea quien puede pagarse la seguridad. El gueto involuntario es la
constricción a vivir en zonas peligrosas, encerrado en espacios muy limitados.
Las personas salen de sus trabajos pensando habitar, aunque sea por unas horas,
ese espacio mágico de la seguridad de su casa. Los muros que hemos levantado
sirven de barreras naturales entre los guetos de los marginados y los guetos de
los acomodados. El efecto más terrible es que, procediendo de este modo, la mayor
parte de los espacios dejados vacíos en la ciudad, debido al temor de los
buenos ciudadanos, son ocupados por los que provocan el miedo. Encerrarse no es
solución al miedo, pero conserva la vida. Dicho de otro modo, en las ciudades
del miedo no se vive, se sobrevive. Hemos invertido el sentido de la ciudad. En
la urbe antigua, se hicieron murallas para que todos los habitantes de ella
estuvieran seguros, hoy se construyen infinitas pequeñas urbes, con sus
murallas, al interno de la misma ciudad. No estamos construyendo la ciudad,
sino enclaves al interno de la ciudad. Hacen falta más puentes, no más muros en
la ciudad. Sufrimos de mixofobia (miedo
a mezclarse). Un equilibrio arquitectónico y social con la mixofilia no nos vendría mal.
La élite globalizada ha perdido
contacto con el pueblo. La localización de los más pobres contrasta con la
globalización realizada de las clases acomodadas. Las mediaciones políticas
adolecen de esta dialéctica. Basta reparar en el nombre de la política más
cercana a los ciudadanos, la municipal, su nombre mismo dice gobierno local. Habría que entender que el
verdadero poder no está en el espacio territorial, sino en el cyber-espacio.
Pero esto quiere decir también, que en la localidad es donde más se puede
influir para apoyar las clases marginales, pues en el cyber-espacio los que
mandan son otros, no las autoridades locales. Por este camino, la política
local en las ciudades se convierte en el vertedero que recoge los problemas de
la globalización, así, en la política se pierden enormes cantidades de tiempo
en solucionar problemas locales provocados en el ámbito global.
Los no-lugares[10]
Probablemente el lector se ha percatado
más de alguna vez de la diferencia que existe entre estar expuesto en el
tráfico de la ciudad y estar protegido por los muros de un centro comercial; al
entrar en el centro comercial, lo primero que se percibe es un ambiente seguro,
a la persona le parece que afuera es más peligroso. Ve guardias que cuidan el
lugar, y si es más agudo nota las cámaras que están controlando a los
transeúntes. El lugar es muy limpio y tiene aire acondicionado. Le da la
impresión de estar en un lugar distinto de su normal ambiente cotidiano y le
gusta ir porque le genera un aura de diversidad en el modo de auto-comprenderse.
Pero, ¿qué sensación experimenta cuando sale del centro comercial? Si va en su
auto, no quiere bajar los vidrios cuando se detiene en la luz roja del
semáforo. Debe ir atento a que un autobús no lo envista. Bueno, fuera del
centro comercial está expuesto.
A ese tipo de estructura ubicada
en la ciudad y que produce tales sensaciones se le llama un no-lugar. Su función primaria no es territorial, sino comercial; se
propone facilitar la circulación ―y por tanto el consumo― en un mundo de
dimensiones planetarias. El no-lugar es aquello que el ciudadano, si no forma
parte de sus artífices, no puede tener en su casa en condiciones normales.
Si un lugar se define a partir de
lo identitario, lo relacional y lo histórico, entonces, un espacio que no puede
definirse como identitario, relacional e histórico, es lo que llamamos un
no-lugar. La hipótesis de la propuesta de M. Augé es que la supra-modernidad es
productora de no-lugares. El no-lugar expresa bien el sentido de la existencia
contemporánea, que quiere ser, pero
no estar localizada. Quiere un presente sin historia.
El sentido del no-lugar es
dependiente del sentido del lugar y viceversa. Lugar y no-lugar son polaridades
huidizas: el primero no se puede borrar totalmente de la realidad como quisiera
el segundo, y este último no se cumple nunca totalmente. El no-lugar para
abrirse paso en el horizonte de comprensión opone localidad con espacialidad,
dejando que el tiempo fluya en los parámetros que impone la duración del paso
de las personas por el no-lugar.
Aunque etimológicamente
signifique lo mismo, la utopía (ού, no, y τοπος, lugar) se opone al sentido de
no-lugar, pues éste último lo que menos quiere es una sociedad orgánica
idealizada, que es el sentido que le dio Tomás Moro a la utopía.
El no-lugar tiene características
precisas. Es un espacio para liberar a los ciudadanos momentáneamente del miedo
que se padece en la ciudad, y hablamos como si el no-lugar no formara parte de
la ciudad, pero como ya dijimos, de hecho, es una de esas estructuras que
tienen más interés y motivos fuera del propio territorio, es decir, en el
centro comercial, la mayoría de tiendas son extranjeras, sus capitales están
fuera de nuestro territorio. La moneda que se utiliza para comprar es de otro
país. Es una especie de burbuja de oxígeno global en la ciudad. Ahí, “sin
pagar” usted se puede conectar a internet.
La segunda característica es que los
no-lugares no buscan que las personas se encuentren entre ellas, de modo que
nadie puede quedarse permanentemente en el no-lugar, pues entonces serían
justamente un lugar de habitación. En el no-lugar se está en modo anónimo, lo
único que cuenta es si yo tengo las condiciones para hacerme visible: si tengo
dólares para comprar, si tengo el boleto aéreo en mano, si tengo el ticket del
tren para viajar. Son no-lugares también las terminales de trenes, los
aeropuertos, los hoteles.
En tercer lugar, el ciudadano del
miedo, si quiere experimentar un ambiente global, debe retornar con frecuencia
al no-lugar, de modo que no muera de miedo y de marginalidad. El negocio está
bien montado, metamos más miedo a la población y vendrá más gente desesperada
buscando seguridad y un poco de narcótico globalizado. Y lo peor de todo, solo
una parte muy selecta de la población podrá adquirir los productos que ahí se
venden, los marginados pueden hacerlo pero ponen en serio peligro su economía.
El no-lugar se apoya en la proyección mental del ciudadano, que sueña con que
su sociedad toda ella sea segura.
2. Teología
de la ciudad. Los nuevos rostros del cristianismo del siglo XXI
Hemos presentado
rasgos antropológicos y simbólicos de la ciudad. Y lo hacemos no sólo con un
afán descriptivo, al modo de un ejercicio etnográfico. Lo que buscamos es tomar
conciencia del ámbito en que los cristianos de nuestro tiempo y las personas
que luchan por abrirse paso en la selva urbana, tienen para realizar un
testimonio a la vedad y a la justicia. En esta segunda parte se trata de
demostrar cómo la ciudad es el nuevo contexto de la misión cristiana.
2.1.
Antecedentes
La primera vez
—después de la predicación originaria de Pablo en los puertos y ciudades— que
en la época moderna la ciudad es considerada como destino estratégico de la
predicación cristiana es en el texto de los franceses H. Godin e Y. Daniel, que
se planteaban la pregunta: ¿Fracia, país de misión? (La France. Pays de mission?, Paris 1950). La pregunta de Godin y Daniel significó —y
esto no sólo para Francia— que la concepción de la misión, en cuanto difusión
del evangelio de Jesucristo, había cambiado. Los principales destinatarios de
la misión de la Iglesia no eran más solamente los habitantes de las zonas
rurales y remotas de las selvas, sino los centros urbanos. El paradigma de la
misión anejo a la conquista y a los procesos colonizadores había llegado a su
fin. La visión clásica de la misión, que veía a los misioneros partir a tierras
lejanas había terminado. Los procesos de liberación, de de-colonización y la
movilidad humana obligaron a las viejas y sobre todo a las jóvenes iglesias a
un replanteamiento de la concepción de la misión. La encíclica Redemptoris missio, escrita por Juan
Pablo II en 1990, defiende la visión clásica de la misión, pero no puede
ignorar las condiciones presentes de la misma, en el n. 32 reconoce: «Antes del
Concilio ya se decía de algunas metrópolis o tierras cristianas que se habían
convertido en “países de misión”; ciertamente la situación no ha mejorado en
los años sucesivos».
En el campo protestante, en una
publicación de 1974, Walbert Bühlmann, afirmaba:
«Una mirada a la carta geográfica
y salta de inmediato a la vista cómo Europa tenga la apariencia de un enano
circundado por gigantescos continentes al este, sur y oeste. Pero una mirada a
la historia del mundo nos dice que este enano, gracias a su inteligencia y a su
energía, ha desarrollado una función de guía de nuestro planeta. En fin, una
mirada al presente nos hace entender que ese acto de la hegemonía europea llega a su final y que los
reflectores comienzan a enfocar nuevos grupos, que están por entrar en escena:
los países del Tercer Mundo».
Pues bien, dice el autor, a
partir del hecho de que todos hablan del Tercer Mundo, entonces, ¿por qué no
deberíamos introducir el neologismo de la Tercera Iglesia?[11] En
su escrito, Bühlmann dedicó un capítulo al tema de las ciudades y al urbanismo.
Se quiera o no, dice el autor, el fenómeno del urbanismo es una tendencia moderna
pronunciada. Es verdad que en muchos países occidentales, después de la fuga
del campo, se comienza ya a hablar de una fuga de la ciudad. Sin embargo, en el
Tercer Mundo el urbanismo está en pleno desarrollo, pero en una manera
incontrolada.
También Aylward Shorter identifica,
en 1971, el mismo problema, pero de inmediato polemiza con Harvey Cox, que lo
empuja a su The Secular City (La Ciudad Secular, 1965), en una visión
declaradamente ideologizada de la ciudad en detrimento de su forma sociológica.
Según A. Shorter ha faltado una comunicación entre la expresión occidental de
la fe y la expresión de la misma en las culturas en donde fue predicada en el
período colonial. Sus constataciones dejan un sabor de amargura: «Los
misioneros han exportado un cristianismo prefabricado y no se preocuparon de
descubrir si y cómo era comprendido por los pueblos a los cuales era predicado.
Incluso hoy, después de todo lo que ha sido dicho y escrito acerca de la adaptación
de los ritos, muy poco se ha hecho para adaptar fundamentalmente el mensaje»[12].
Según él, esta sería la causa que ha llevado a una visión secularista de la
predicación del evangelio.
Pero, más que Shorter, pienso que
es Bühlmann el que mejor ha entendido la cuestión de que estamos tratando. Hablar
de teología de la ciudad implica dos niveles. Por una parte, nos referimos al
fenómeno social en cuanto tal, es decir, al dato sociológico: los cristianos
del Tercer Mundo, que vivían en el campo se han trasladado a los centros
urbanos; por otra parte, a los habitantes de los países occidentales, que viven
desde hace muchos años bajo el signo de la secularización, no les dice nada el
dato sociológico, más bien van un paso adelante y se preguntan si tiene sentido
hablar de Dios en la ciudad construida por los hombres, por tanto, para ellos
«ciudad» no significa simplemente el lugar físico edificado, sino una forma de
pensar y un estilo de vida. En su línea más radical, la secular
city (H. Cox) no es la simple oposición, en el plano fenomenológico,
entre civilización urbana y religión tradicional, sino la afirmación y la
realización de lo secular en la ciudad.
Lo que más llama la atención es
que, no obstante las observaciones hechas por teólogos como H. Godin e Y.
Daniel, W. Bühlmann, A. Shorter, así como los teólogos más radicales de la ciudad secular y de la muerte de Dios, la Iglesia no se haya
dado cuenta de la importancia de desarrollar una teología de la ciudad, que
logre responder a las exigencias de la situación social contemporánea. De
hecho, no es fácil encontrar textos teológicos que hablen explícitamente de ese
tema.
2.2. Datos
y tendencias urbanas
Según una publicación más
reciente, hecha en el ambiente protestante y que se hace eco de la publicación
de W. Bülmann, la «tercera iglesia» ya está entre nosotros[13]. Aquello
que afirmaban los conservadores norteamericanos de los años ’70, a saber, que
los cristianos eran no-negros, no-pobres y no-jóvenes ha sido superado: «aun con todo lo que puedan pensar los
europeos y los norteamericanos, el cristianismo goza de óptima salud en el Sur
del mundo: no sólo sobrevive, sino que se expande»[14]. Lo
afirma también un documento católico ya citado: «hoy
la mayoría de los fieles y de las Iglesias particulares ya no están en la vieja
Europa sino en los Continentes que los misioneros han abierto a la fe» (Redemptoris Missio, n. 40). En su
habitual estilo optimista, Jenkins cree que incluso el mito la secularización
ha pasado, y en sus previsiones dice: «en el futuro previsible, la corriente
dominante en el mundo del cristianismo emergente será tradicionalista, ortodoxa
y sobrenaturalista»[15].
Evidentemente, hay que preguntar a Jenkins qué tipo de religión está emergiendo
y si sea la corriente pentecostal la que mejor responde a las exigencias del
mundo contemporáneo.
En todo caso, todos estos autores
concuerdan en el hecho que en el futuro próximo los centros más numerosos del
cristianismo se encontrarán en el sur del mundo, justamente en las ciudades más
pobladas. Si en 1900 las mayores áreas urbanas del mundo estaban situadas en
Europa o Norteamérica, actualmente sólo tres de las quince mayores áreas
urbanas del mundo es decir, Tokio, New York y Los Ángeles, se mantienen entre
los países tradicionalmente avanzados. Según la tendencia de crecimiento, en el
2015, la única de estas ciudades que permanecerá en el top 10 de las
poblaciones urbanas será Tokyo. Actualmente el 80% de los mayores conglomerados
urbanos del mundo se colocan o en Asia o en América Latina, pero para mediados
de siglo las ciudades africanas cobrarán mucha más importancia. El porcentaje
de africanos que viven en áreas urbanas crecerá aproximadamente el 40% con
respecto a hoy y casi del 60% en el año 2050. Al cristianismo contemporáneo le
urge una adecuada teología de la ciudad.
De frente a las perspectivas que
se abren en el siglo XXI, la Iglesia católica no esconde el dramatismo del
momento presente, aunque no renuncia al desafío que procede de la sensibilidad
moderna, tampoco niega el grado de ambigüedad que supone el llamado
resurgimiento de lo religioso: «No sólo en
las culturas impregnadas de religiosidad, sino también en las sociedades
secularizadas, se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la
deshumanización. Este fenómeno así llamado del “retorno religioso” no carece de
ambigüedad» (Redemptoris Missio, n. 38).
La
cuestión a plantearse es si el
cristianismo que estamos viviendo sea un cristianismo idéntico a sí mismo, o
más bien es un cristianismo vaciado de su capacidad dialéctica con el mundo. La
sensibilidad secular contemporánea no es anti-cristiana,
puesto que no se ocupa en demoler la arquitectura del proyecto cristiano, como
sucedía en el debate sostenido con los teoremas del ateísmo o con la llegada de
algunos nostálgicos de un laicismo sin competencia. Actualmente se habla de una
sensibilidad secular post-cristiana, en
el sentido que se ha apropiado de los ideales y valores evangélicos, separando
el mensaje de su inspiración de fondo, es decir, de la perspectiva
interpretativa de la persona de Jesucristo[16].
De modo que la praxis cristiana
contemporánea hay que analizarla con detenimiento. El aumento numérico de los
seguidores de Cristo, en la forma sentimentalista y del márquetin de la
religión, no es prueba suficiente de la autenticidad de la fe cristiana. En países
como El Salvador (C.A.), donde seguramente el 90% de la población —repartidos
entre católicos y evangélicos— dice creer en Cristo, se ha matado —particularmente entre 1977 y 1989— a un arzobispo, sacerdotes, religiosas,
catequistas y pastores protestantes, incluso bajo el pretexto de defensa de un
auténtico cristianismo. Y hasta la fecha, los índices de violencia son de
ranking mundial. La muerte de Mons.
Romero es el ícono de los profetas contemporáneos, que ya no mueren fuera de
los muros de la ciudad, sino en el corazón de la ciudad. En este sentido San
Salvador (la capital de El Salvador) estaría más cerca de Sodoma y Gomorra, que
de la Jerusalén Celestial de que nos hablaba el Apocalipsis. Y sin embargo, los cristianos que habitan San
Salvador, siguen cantando y alabando a su Dios como si estuvieran ya en el
reino celestial, comiendo el banquete escatológico preparado para las bodas del
Cordero con su esposa, la Iglesia. Una sociedad tan «cristiana» debería tener
una explicación convincente y responsable acerca del porqué de la violencia en
su seno.
2.3. La
prueba estadística
No obstante mi resistencia a
interpretar la realidad histórica desde los números, no tengo dificultad en
estar de acuerdo con G. Cavallotto, que considera que los números son una
ventana abierta hacia el mundo, en cuanto ellos «tienen ojos» y se expresan con
su lenguaje[17].
El autor nos habla de una serie de desafíos que se plantean al cristianismo
actual: (1) La mayoría de la población mundial vive en la pobreza. Existe también
el drama de la miseria, que padece la quinta parte de los habitantes de la
tierra. Casi la totalidad de los más pobres se encuentra en el Sur del mundo;
(2) La increencia. Un habitante de cada siete se considera un no creyente. (3)
Al inicio del siglo XX los adeptos de las religiones no cristianas constituían
el 65% de la población mundial. Al final del siglo constituyen el 51%, un poco
más de tres mil millones. A partir del año 2000 una persona de cada dos se
adhiere a una religión, excluida la religión cristiana; (4) En el mismo año la
población urbana de las dos Américas, de Europa, y de Oceanía superó el 70% de
los habitantes del propio continente, mientras a nivel mundial el porcentaje de
los cristianos que viven en la ciudad alcanzó el 62,7% de toda la población
cristiana.
De todo esto, la cosa más
importante es que este desplazamiento de los centros del catolicismo abre
nuevos horizontes e nuevas tareas para la Iglesia y su misión. La constatación
del obispo y ex rector de la Universidad Urbaniana es claro: «En fidelidad a la
Sagrada Escritura y a la tradición eclesial es necesario promover un
cristianismo de rostro africano, asiático, latinoamericano»[18].
2.4. La
ciudad como ámbito de la misión
Ha sido por motivación de los
datos antropológicos y por las estadísticas que presenta la realidad urbana
actual que la Iglesia se decide a instar a sus adeptos a tomar en serio la
ciudad como ámbito de la misión.
Además, si el Concilio Vaticano
II afirma que la Iglesia «es en Cristo
como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de
la unidad de todo el género humano» (Lumen
Gentium, n. 1). Entonces, ella está llamada a testimoniar con todas sus
fuerzas esa unidad, habida cuenta que la mayoría de sus miembros habitan las
ciudades, convirtiéndose éstas en el escenario más normal para ejercer su
testimonio. Esa es la razón de la
existencia histórico-sacramental de la Iglesia. Ello significa que la Iglesia,
siguiendo la misión recibida de Cristo, no es un fin para sí misma, sino que está
al servicio de una realidad que la supera: el Reino de Dios. De modo que:
«Para cumplir esta misión es
deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e
interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada
generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la
humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la
mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en
que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con
frecuencia le caracteriza.» (Gaudium et Spes,
n. 4).
Pero, sobre todo, si «nada hay verdaderamente humano que no
encuentre eco» (Gaudium et Spes, n.
1) en el corazón de los discípulos de Cristo, y si la mayor parte de la
humanidad habita en las ciudades, está claro, entonces, que la ciudad deviene
espacio físico y simbólico donde los signos de los tiempos se manifiestan.
Pero fue hasta 1990, año en que
Juan Pablo II escribió la encíclica Redemptoris
Missio, relativa a la actividad misionera de la Iglesia en el mundo, cuando
se afirma la ciudad como ámbito en que se debe realizar la misión. El tema
aparece en el capítulo IV del documento. El capítulo inicia afirmando que la
misión es universal, que no tiene confines y se refiere a una salvación
integral (n. 31). Pero la misión, continúa diciendo el documento, se realiza en
un contexto religioso complejo:
Hoy
nos encontramos ante una situación religiosa bastante diversificada y
cambiante; los pueblos están en movimiento; realidades sociales y religiosas,
que tiempo atrás eran claras y definidas, hoy día se transforman en situaciones
complejas. Baste pensar en algunos fenómenos, como el urbanismo, las
migraciones masivas, el movimiento de prófugos, la descristianización de países
de antigua cristiandad, el influjo pujante del Evangelio y de sus valores en
naciones de grandísima mayoría no cristiana, el pulular de mesianismos y sectas
religiosas. Es un trastocamiento tal de situaciones religiosas y sociales, que
resulta difícil aplicar concretamente determinadas distinciones y categorías
eclesiales a las que ya estábamos acostumbrados. Antes del Concilio ya se decía
de algunas metrópolis o tierras cristianas que se habían convertido en « países
de misión »; ciertamente la situación no ha mejorado en los años sucesivos (n.
32).
Se acepta, por tanto, aquello que
Godin y Daniel habían indicado mucho tiempo atrás, que las metrópolis y
megalópolis se habían convertido en tierra de misión.
Ahora bien, el numeral en el que
el documento habla con fuerza acerca de la ciudad como ámbito de la misión es
en el 37, con el título: Ámbitos de la
misión “ad gentes”. El literal
(b) del número afirma:
«Las rápidas y profundas transformaciones que caracterizan el mundo actual, en particular el Sur, influyen grandemente en el campo misionero[…] Piénsese, por ejemplo, en la urbanización y en el incremento masivo de las ciudades, sobre todo donde es más fuerte la presión demográfica. Ahora mismo, en no pocos países, más de la mitad de la población vive en algunas megalópolis, donde los problemas humanos a menudo se agravan incluso por el anonimato en que se ven sumergidas las masas humanas.
En
los tiempos modernos la actividad misionera se ha desarrollado sobre todo en
regiones aisladas, distantes de los centros civilizados e inaccesibles por las
dificultades de comunicación, de lengua y de clima. Hoy la imagen de la misión ad gentes quizá está cambiando: lugares privilegiados
deberían ser las grandes ciudades, donde surgen nuevas costumbres y modelos de
vida, nuevas formas de cultura, que luego influyen sobre la población. […] no
se pueden evangelizar las personas o los pequeños grupos descuidando, por así
decir, los centros donde nace una humanidad nueva con nuevos modelos de
desarrollo. El futuro de las jóvenes naciones se está formando en las ciudades»
(n. 37b).
3. Conclusión
Según las consideraciones que
hemos hecho, hay una serie de razones que hacen pensar en la importancia que
los centros urbanos han tomado en la vida de las personas. En ellas trabajan
—los que han logrado conseguirlo— y pasan la mayor parte de su vida. Debe ser
normal, entonces, profundizar en los beneficios que tiene formar parte de una
ciudad e identificar los aspectos negativos que la integran.
La primera razón es
antropológica. El paso de la condición errante de las tribus nómadas al
establecimiento en lugares precisos, con edificaciones determinadas, va
generando las condiciones para la construcción del ambiente citadino, que luego
será el destino primario de la predicación evangélica entre los siglos I y IV
de nuestra era.
La segunda razón es
bíblico-existencial. El valor simbólico que adquiere la ciudad está fundado en
pasajes bíblicos que dan un valor reivindicativo a la ciudad, como lugar donde
se afirma el hombre de frente a su creador, hasta el punto de generar
conflictos en ese sentido. Las ciudades son el espacio que ofrece mejores
condiciones para el desarrollo de la persona, pero puede ser también el lugar
de la muerte y la depredación.
La tercera razón es teológica. Si
las razones antropológico-social y bíblico-existencial dan pruebas de la
centralidad que han adquirido los ambientes urbanos en el evo contemporáneo,
entonces, la Iglesia, en sus expresiones teológicas y misioneras, no puede no
descubrir en esos ambientes su condición de posibilidad de cara a hacer efectivo
el testimonio que Jesús le encomendó.
Los hijos de Caín, los que
habitamos la ciudad, debemos hacer memoria de las palabras de Jesús que llama
«hipócritas», «serpientes», «raza de víboras», «sepulcros blanqueados» a los
dueños de la ciudad, de la especie que fueran. Pero, principalmente, estamos
llamados a tomar postura de cara a las palabras de Jesús:
Desde ahora les voy a enviar
profetas, sabios y maestros, pero ustedes los degollarán y crucificarán, y a
otros los azotarán en las sinagogas o los perseguirán de una ciudad a otra. Al
final recaerá sobre ustedes toda la sangre inocente que ha sido derramada sobre
la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de
Baraquías, al que ustedes mataron ante el altar, dentro del Templo. En verdad
les digo: esta generación pagará por todo eso (Mateo 23,34-36).
Nuestra
situación en la ciudad tiene que ver en el plano histórico —sin menoscabo de la
Jerusalén del cielo— con los problemas específicos que afligen al ciudadano,
justo como lo decía Jesús, refiriéndose a su propia ciudad:
« ¡Jerusalén,
Jerusalén qué bien matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía!
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus
pollitos bajo las alas, y tú no has querido! Por eso se van a quedar ustedes
con su templo vacío. Y les digo que ya no me volverán a ver hasta que digan:
¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!» (Mateo 23,37-39).
4. Bibliografía
Augé Marc, Los no-lugares: Espacios del anonimato, Gedisa,
Barcelona 1993.
Bauman Zygmunt, Miedo
líquido: La sociedad contemporánea y sus temores, Paidós Ibérica, Barcelona
2007.
Bühlmann Walbert, La
terza chiesa alle porte. Un’analisi del presente e del futuro ecclesiali,
Paoline, Alba (Cuneo) 1976.
Castel Robert, L’insécurité sociale:
Qu’est-ce être protégé?, Editions du Seuil, Paris 2003.
Cavallotto Giuseppe, Dati invisibili e futuro della missione. Eredità sociale, religiosa,
ecclesiale del XX secolo, UUP, Roma 2006.
Dotolo Carmelo, Un
cristianesimo possibile. Tra postmodernità e ricerca religiosa, Queriniana,
Brescia 2007.
Jenkins Philips, The Next Christendom:
The Rise of Global Christianity, Oxford University Press, New York 2002.
SIMON Jonathan, Gobernar a través del delito, Gedisa,
Barcelona 2012.
[1] En esta parte del
análisis no interesa la moralidad —bondad o maldad— de estos tipos de
habitación, estamos solamente describiendo el complejo urbano y físico.
[2] Cfr. Génesis 4,1-17.
[3] Digo “autor”
por comodidad, pero en el primer libro de la Biblia se recogen muchas
tradiciones antiguas con redacciones diversas, donde se dan diversos procesos
de construcción del texto.
[4] Cfr. Génesis, cap. 11.
[5]
“Babel” de bll o blbl que significa “embrollar”. “Babilonia”, en cambio, significa
“Puerta de Dios”.
[6] Los anillos
que actualmente se entregan los novios cuando contraen matrimonio tiene el
mismo sentido.
[7] El título de
este epígrafe está vinculado a las tesis de Zygmunt Bauman. Por ejemplo: Miedo líquido: La
sociedad contemporánea y sus temores. Paidós Ibérica, Barcelona 2007.
[8] La referencia
obligada es a la serie de leyes contra los inmigrantes, que emanan de las
legislaciones en diversos estados de Estados Unidos. El habitante del primer
mundo tiene miedo de los extranjeros.
[9] Cfr. R. Castel, L’insécurité sociale: Qu’est-ce être
protégé?, Editions du Seuil, Paris 2003.
[10] Téngase en cuenta: M.
Augé, Los no-lugares: Espacios del
anonimato, Gedisa, Barcelona 1993.
[11] De la traducción
italiana: W. Bühlmann, La terza chiesa
alle porte. Un’analisi del presente e del futuro ecclesiali, Paoline, Alba
(Cuneo) 1976, 19.
[12]
A. Shorter, Teologia della missione,
Paoline, Catania 1971, 151-153.
[13]
Ph. Jenkins, La Terza Chiesa. Il
cristianesimo del XXI secolo, Fazi Editori, Roma, 2004 [Orginal:The Next Christendom: The Rise of Global
Christianity, Oxford University Press, New York 2002].
[14] Ph. Jenkins, La terza chiesa, 4.
[15] Ph. Jenkins, La terza chiesa, 14.
[16] Cfr. C. Dotolo, Un cristianesimo possibile. Tra
postmodernità e ricerca religiosa, Queriniana, Brescia 2007, 169.
[17] Cfr. G. Cavallotto, Dati invisibili e futuro della missione.
Eredità sociale, religiosa, ecclesiale del XX secolo, UUP, Roma 2006, 8.
[18] Cfr. G. Cavallotto, Dati invisibili e futuro della missione,
153-160.
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