jueves, 9 de febrero de 2017

LA SANGRE DE LOS MÁRTIRES FECUNDA LA TIERRA SALVADOREÑA

Epílogo al libro de Anselmo Palini:
El Salvador, una terra bagnata dal sangue dei martiri
Edición Italiana

Por: Juan Vicente Chopin

Jesús, el Mártir Fiel
El movimiento cristiano de los orígenes tiene que ver con un hecho sangriento. Según los Evangelios, Jesús no murió de muerte natural, sino asesinado. En este sentido no puede ser considerado simplemente como un «muerto», sino que se trata de una víctima. Así, en las primeras auto-comprensiones del cristianismo originario, a Jesús se le considera el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos (Ap 1,5). Este hecho fundante da forma al modo de creer en la historia, en otras palabras es performativo. De tal suerte que no se puede, al mismo tiempo, autodefinirse como cristiano y negar el origen dramático de la fe  cristiana.
También la expansión del movimiento cristiano, más allá del contexto judío, tiene como detonante un hecho sangriento. Esteban, el líder del grupo de los helenistas cristianos, fue asesinado y sus discípulos en su huida predican el Evangelio más allá de Jerusalén (cf. Hch, cap. 6-8).
En ambos casos, tanto en el hecho fundante como en la expansión, los mártires son apreciados como punto de partida de una fe que se abre paso en la historia. Las mujeres que acompañaron a Jesús desde Galilea, con la Magdalena a la cabeza, tienen el cuidado de verificar dónde colocan el cuerpo del mártir (cf. Lc 23,55). Unos hombres piadosos sepultan a Esteban y hacen gran duelo por él (cf. Hc 8,2).
Por consiguiente, los mártires tienen un puesto central en el origen del movimiento cristiano y luego, en el origen de la Iglesia. Como sostienen los representantes de la teología de la cruz, la Iglesia nace del costado abierto de Jesús, nace bajo la cruz. La cruz deja de ser un lugar de tormento par convertirse en fuente de esperanza para los marginados.
Pero la tradición cristiana sostiene teológicamente que el martirio recrea a la Iglesia, es decir, que cada vez que se verifica un martirio, se da una regeneración de la Iglesia. El martirio tiene un alto valor sacramental, puesto que en él se funden el significante y lo significado. Lo más cerca que Dios puede estar de un pueblo es por medio del martirio. Ese aspecto es lo que llevó a I. Ellacuría a afirmar que «con Mons. Romero Dios pasó por El Salvador».


Martirio y eclesialidad responsable
Agustín de Hipona, uno de los que mejor ha explicado la cuestión del martirio, solía decir que la Iglesia camina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios. Su intuición entró en el Concilio Vaticano II; así, en el n. 8 de la Lumen Gentium, se afirma que «así como Cristo, efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia está destinada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación».
Se comprende entonces que para la Iglesia no es opcional realizar su misión en pobreza y persecución, esa condición le viene impuesta por su origen histórico y por su naturaleza sacramental.
Ahora bien, para que la Iglesia pueda realizar esa misión en fidelidad a ese principio se requiere un ejercicio constante de la responsabilidad en la historia, es decir, debe asumir los dolores y sufrimientos del mundo como propios, pues con ello sigue los pasos de Jesús; en otras palabras, está llamada al ejercicio de la misericordia.
Cuando la Iglesia se toma en modo responsable su misión sacramental en la historia, esto casi siempre la lleva a enfrentarse con el mal que impera en el mundo. Pero, justamente en ese conflicto ella se conforma a su Señor, que no vino a ser servido, sino a servir (cfr. Mt 20,28). De modo que a la Iglesia responsable no le extraña que algunos de sus miembros sean torturados y asesinados por los poderes del mundo. De hecho, la Iglesia, en el período clásico del martirio, padeció bajo los emperadores romanos, y sigue padeciendo bajo los «emperadores» del mundo contemporáneo. Así, el martirio tiene continuidad en la historia, es decir, no se refiere solamente a los primeros siglos de la historia del cristianismo, sino que se refiere también a nuestros días.

De una teología del martirio a una teología martirial
Cuando se preparaba el documento de la Lumen Gentium, en la sede conciliar hubo una interesante discusión entre los padres conciliares, acerca de qué sería más pertinente, si hablar de la Iglesia como «Iglesia de los pobres» (Ecclesia pauperum) o como «Iglesia de los mártires» (Ecclesia Martyrum). Como sabemos prevaleció la opinión de los padres conciliares que defendían la Iglesia de los pobres. Así fue como iniciaron a tomar protagonismo las teologías contextuales elaboradas en condiciones de marginación. Para el caso latinoamericano, se comenzó a hablar de la Teología de la liberación, teniendo como punto de partida metodológico la fe vivida en condiciones de pobreza.
Inicialmente, la Teología de la Liberación no consideraba el martirio como tema de su reflexión. De hecho, G. Gutiérrez inició a hablar de martirio a partir de la introducción a la décima edición de su obra principal, en la que se refería ya no solo a la Iglesia de los pobres, sino también a la Iglesia de los mártires[1].
En el caso del martirio en El Salvador, que es el tema de que trata este texto, da inicio en modo sistemático con el asesinato del jesuita salvadoreño Rutilio Grande, en 1977. El padre Rutilio Grande seguía las líneas pastorales de Mons. Luis Chávez y González, el arzobispo a quien sucedió Mons. Romero y de los obispos, el que mejor ha sistematizado la cuestión social en El Salvador. Según este dato, en El Salvador, primero se dio la praxis pastoral a favor de los pobres, lo cual condujo al martirio, y en seguida vino la teología del martirio. Se dio como primer paso la praxis eclesial y luego vino el discurso teológico. Se trata de una teología martirial.
Al analizar los diversos casos de martirio que presenta este texto, podemos notar que proceden de diversos sectores sociales: sacerdotes, obispos, religiosas, campesinos, mujeres, teólogos de oficio, activistas sociales, etc. Esta variedad de procedencias dan prueba que la teología salvadoreña no se entendía en esos días como un discurso separado de la praxis, o como oficio de una elite ilustrada. En El Salvador confluyen: evangelización, teología y compromiso social. El ápice de esta interacción de factores se tiene en el martirio de Mons. Romero y de I. Ellacuría. Un pastor y un teólogo.

La esperanza que nace del martirio
Es paradójico, pero hay muertes que generan esperanza, como la muerte de los profetas, la de los luchadores sociales, la de los mártires. Es lo mismo que sucedió con la resurrección de Jesús, al modo como lo ve J. Sobrino, es decir, se le restituye dignidad a la víctima. Eso es lo que ha sucedido recientemente con la beatificación de Mons. Romero: la sangre de los mártires ha sido esparcida, ha fecundado la tierra y viene la cosecha.
Mons. Romero fue declarado mártir in odium fidei y caracterizado por el decreto de beatificación como: pastor según el corazón de Cristo; evangelizador y padre de los pobres; testigo heroico de los valores del Reino. Esto nos plantea una serie de cuestiones. En primer lugar, los que organizaron y financiaron el asesinato de Mons. Romero se declaran «cristianos», lo cual puede prestarse a una confusión en la criteriología canónica. En segundo lugar, la fe de Mons. Romero se especifica como amor a los pobres y se concreta en la defensa de la dignidad de la persona a partir de la virtud de la justicia. Sus asesinos no odian directamente su fe, sino la forma que esta adquiere en la historia. En todo caso, es admitido por el derecho canónico que trata esta materia, el que alguien sea declarado mártir por el ejercicio heroico de una de las virtudes cristinas. Por ello, se puede hablar de un nuevo modelo de santidad, vivido a partir de la virtud de la justicia (cf. J. M. Tojeira).
En todo caso, al ser reconocido el martirio de Mons. Romero, se supera el prejuicio ideológico anticomunista que califica de «comunista» a todo el que trabaja por la promoción social. Se propone un modelo de pastor que no pacta con los poderes que oprimen al pueblo y en cambio está con las mayorías empobrecidas. Se acentúa la categoría Reino de Dios, dándosele así a la Iglesia su justa colocación, al modo como lo decía I. Ellacuría, es decir, una Iglesia al servicio del Reino de Dios. Asistimos pues, a la magnífica oportunidad de refundar la Iglesia salvadoreña a partir de la sangre de los mártires. Orientarnos hacia una nueva primavera evangelizadora estructurada a partir del ejemplo y el legado de los mártires.

Los mártires nos interpelan
Pero, los mártires interpelan el estado actual de la Iglesia y de la sociedad en El Salvador. Hasta la fecha se desconoce el nombre de los autores intelectuales del asesinato de Mons. Romero y de muchos de los mártires de que trata este trabajo. Por tanto, aquello por lo que tanto lucharon los mártires, la justicia, sigue en entredicho.  Si bien su muerte, por vía negativa, obligó a los verdugos a exponer su cara a la opinión pública. La Positio Super Martyrio de Mons. Romero, por ejemplo, responsabiliza a sectores radicales de la oligarquía salvadoreña de su asesinato, sin que hasta la fecha se haya procesado a alguno de ellos.
Con frecuencia la figura de Mons. Romero es invocada por políticos para secundar sus puntos de vista. Estos políticos corren el riesgo de ser desenmascarados por la figura del mártir, sobre todo en los casos en que son acusados de corrupción. Sin embargo, este tipo de comportamiento suele generar discusiones infructuosas en la sociedad, incluso en ambientes católicos.
La persona de Mons. Romero ha sido bandera discutida. Esta discusión ha sido promovida tradicionalmente por los medios de comunicación de la oligarquía, que siempre han temido que se conozca la verdad sobre el caso Romero. Incluso han encontrado apoyo en sacerdotes y obispos que se prestaron a ese juego manipulador. Probablemente esto explique que hasta el presente, en muchas parroquias de El Salvador, el legado de Mons. Romero, no sea promovido en modo sistemático y determinado.
Finalmente, las diferencias sociales contra las que lucharon los mártires, se mantienen en el presente. Si bien se han tenido algunas mejorías, no hay duda que el sistema económico imperante es el mismo que provocó la crisis de los años 80’s del siglo pasado. El Salvador está sumergido en una crisis social, porque los sectores detentadores de los medios de producción se resisten a invertir en las zonas de riesgo y en los cinturones de miseria que circundan San Salvador. Además, los gobiernos de izquierda no han podido o no han querido realizar una revolución cultural que supere la corrupción, la injusticia y la marginación social.
La sangre de los mártires es un tesoro para la Iglesia y una fuente inspiradora de verdad y justicia para la sociedad. Sin embargo, hay que saber qué hacer con ese tesoro, en vistas a construir una Iglesia más creíble y una sociedad más justa y solidaria. Los mártires son los testigos fieles, los primogénitos resucitados de los muertos salvadoreños.



[1] G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1999, 49-50.

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