martes, 17 de noviembre de 2020

IGNACIO ELLACURÍA VISTO POR JUAN JOSÉ TAMAYO


Juan José Tamayo

Religión Digital: 17.11.2020.

“Ellacuría debe ser eliminado y no quiero testigos”. Fue la orden que dio el coronel René Emilio Ponce al batallón Atlacatl, el más sanguinario del Ejército salvadoreño. La orden se cumplió la noche del 16 de noviembre de 1989 en que fueron asesinados con premeditación, nocturnidad y alevosía los Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Ignacio Martín Baró, Joaquín López y López, Ignacio Ellacuría y sus colaboradoras Elba Ramos, y su hija Celina, de 15 años, en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, de San Salvador (UCA).
En este artículo voy a centrarme en Ellacuría, rector de la UCA, discípulo de Rahner y de Zubiri, estrecho colaborador de este y editor de algunas de sus obras. Era filósofo y teólogo de la liberación, científico social y e impulsor de la teoría crítica de los derechos humanos, cuatro dimensiones que son difíciles de encontrar y de armonizar en una sola persona, pero, en este caso, convivieron no sin conflictos internos y externos, y se desarrollaron con lucidez intelectual y coherencia vital.
“Revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección”, “sanar la civilización enferma”, “superar la civilización del capital”, evitar un desenlace fatídico y fatal”, “bajar a los crucificados de la cruz” (son expresiones suyas) fueron los desafíos a los que quiso responder con la palabra y la escritura, el compromiso político y la vivencia religiosa. Y lo pagó con su vida.
31 años después de su asesinato Ellacuría sigue vivo y activo en sus obras, muchas de ellas publicadas póstumamente. En 1990 y 1991 aparecieron dos de sus libros mayores: Mysterium liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación (Trotta), de la que es editor junto con su compañero Jon Sobrino, entonces la mejor y más completa visión de dicha corriente teológica latinoamericana, y Filosofía de la realidad histórica -editada por su colaborador Antonio González-, cuyo hilo conductor es la filosofía de Zubiri, pero recreada y abierta a otras corrientes como Hegel y Marx, leídos críticamente. Es parte de un proyecto más ambicioso trabajado desde la década los setenta del siglo pasado y que quedó truncado con el asesinato. Posteriormente la UCA publicó sus Escritos Políticos, 3 vols., 1991; Escritos Filosóficos, 3 vols., 1996, 1999, 2001; Escritos Universitarios, 1999; Escritos Teológicos, 4 vols., 2000-2004.
En los treinta y un años desde su asesinato se han sucedido ininterrumpidamente los estudios, monografías, tesis doctorales, congresos, conferencias, investigaciones, cursos monográficos, círculos de estudio, cátedras universitarias con su nombre, que demuestran la “autenticidad” de su vida y la creatividad y vigencia de su pensamiento en los diferentes campos del saber y del quehacer humano: política, religión, derechos humanos, universidad, ciencias sociales, filosofía, teología, ética, etc.
Lo que descubrimos con la publicación de sus escritos y los estudios sobre su figura es que Ellacuría tuvo excelentes maestros: Rahner en teología, Zubiri en filosofía, monseñor Romero en espiritualidad y compromiso liberador, y condiscípulos como Jon Sobrino, colega en la UCA y maestro en cristología. De ellos aprendió a pensar y actuar alternativamente.
Pero su discipulado no fue escolar, sino creativo, ya que, inspirándose en sus maestros, desarrolló un pensamiento propio y él mismo se convirtió en maestro, si por tal entendemos no solo el que da lecciones magistrales en el aula, sino, en expresión de Kant aplicada al profesor de filosofía, el que enseña a pensar. Ellacuría parte del pensamiento de sus maestros, pero no se queda en ellos; avanza, va más allá, los interpreta en el nuevo contexto y, en buena medida, los transforma. Su relación con ellos es, por tanto, dialógica, de colaboración e influencia mutuas. Sus obras así lo acreditan y los estudios sobre él lo confirman.

I. Teología
Su colega y amigo Jon Sobrino ha escrito páginas de necesaria lectura sobre el “Ellacuría olvidado”, en las que recupera tres pensamientos teológicos fundamentales suyos: el pueblo crucificado; el trabajo por una civilización de la pobreza, superadora de la civilización del capital; la historización de Dios en la vida de sus testigos, que Ellacuría acuño con una aforismo memorable “con monseñor Romero Dios pasó por la historia”.
Ellacuría entiende la teología de la liberación como teología histórica a partir del clamor ante la injusticia, establece una correcta articulación entre teología y ciencias sociales y asume un compromiso por la transformación de la realidad histórica desde los análisis políticos y desde su función como mediador en los conflictos. Son tres aspectos que desarrolla José Sols Lucia.
El teólogo austriaco Sebastián Pittl recupera la primera idea destacada por Sobrino y la interpreta teológicamente: la realidad histórica de los pueblos crucificados como lugar hermenéutico y social de la teología. Asimismo hace una lectura de la concepción ellacuriana de la espiritualidad radicada en la historia desde la opción por los empobrecidos.
El resultado es una teología postidealista cuyo método no es el trascendental de sus maestros, sino la historización de los conceptos teológicos y el punto de partida, la praxis histórica. La teología de Ellacuría tiene un fuerte componente ético-profético. Aplicándole a ella la consideración lévinasiana de la ética como filosofía primera, bien podría decirse que para el teólogo hispano-salvadoreño, la ética es la teología primera, el profetismo la manifestación crítico-pública de la ética, la esperanza activa la senda por la que caminar y la utopía el horizonte para la construcción de Otro Mundo posible.

II. Filosofía
El objeto de la filosofía ellacuriana es la realidad histórica como unidad física, dinámica, procesual y ascendente. De aquí emanan los conceptos y las ideas fundamentales de su filosofía: historia (materialidad, componente social, componente personal, temporalidad, realidad formal, estructura dinámica), praxis histórica, liberación, unidad de la historia. Su método es la historización de los conceptos filosóficos para liberarlos del idealismo y de la idealización en que suelen incurrir la filosofía, la teología y la teoría universalista de los derechos humanos.
H. Samour, uno de los mejores especialistas e intérpretes de Ellacuría filósofo, reinterpreta al maestro relacionando su pensamiento con la realidad histórica contemporánea, al tiempo que considera la filosofía de la historia como filosofía de la praxis. Recientemente se está desarrollando una nueva línea de investigación del pensamiento filosófico del intelectual hispano-salvadoreño: la que hace una lectura pluridimensional con las siguientes derivaciones creativas, que enriquecen, recrean y reformulan su filosofía:
a) Su conexión con la dialéctica hegeliano-marxista, que implica analizar la concepción que Ellacuría tiene de la dialéctica, la utilización del método dialéctico en su análisis político e histórico, y la dialéctica entre historia personal –biografía- e historia colectiva –el pueblo salvadoreño-, en otras palabras, el impacto y la capacidad transformadora de su vida y de su muerte en la historia de El Salvador (Ricardo Ribera).
b) Su conexión con la teoría crítica de la primera Escuela de Frankfurt, que integra dialécticamente las diferentes disciplinas dando lugar a un conocimiento emancipador, así como su incidencia en la negatividad de la historia (L. Alvarenga).
c) Su conexión con la filosofía utópica de Bloch en uno de los últimos textos más emblemáticos de Ellacuría: “Utopía y profetismo en América Latina” (Tamayo).
d) Su original teoría del “mal común” como mal histórico, la crítica de la civilización del capital y las diferentes formas de superarla (Hector Samour).
e) La recuperación filosófica del cristianismo liberador (Carlos Molina).
f) La fundamentación moral de la actividad intelectual, la relevancia del lugar de los oprimidos en los diferentes campos y facetas de quehacer teórico y la crítica de la ideología (J. M. Romero).
g) Las aportaciones al pensamiento decolonial con su caracterización de la conquista como imposición de un sistema de múltiple dominación: cultural, política, económica y religiosa, ecológica, que dura hasta hoy (J. J. Tamayo).



III. Teoría crítica de los derechos humanos
Ellacuría ha hecho aportaciones relevantes en el terreno de la teoría y de la fundamentación de los derechos humanos. Cabe destacar a este respecto su contribución a la superación del universalismo jurídico abstracto y de una visión desarrollista de los derechos humanos, y a la elaboración de una teoría crítica de los derechos humanos (J. A. Senent, A. Rosillo).
El pensamiento de Ellacuría no es intemporal, sino histórico, y debe ser interpretado no de manera esencialista (aun cuando algunas de sus primeras obras escritas bajo el discipulado escolar y la influencia de Zubiri tuvieron esa orientación), sino históricamente, en diálogo con los nuevos climas culturales. Así leído e interpretado puede abrir nuevos horizontes e iluminar la realidad histórica contemporánea. El cineasta Imanol Uribe está rodando la película “La mirada de Lucía” con guión de Daniel Cebrián, basado en la historia real de la masacre de seis jesuitas y dos mujeres colaboradoras en noviembre de 1989 en El Salvador, que sobrecogieron al mundo. “Es, más allá de su trasfondo político y social, una historia de personajes, de su lucha por la verdad y la justicia en un país en guerra y de su afán por superar ese momento de horror.
Las ideas expuestas en este artículo cuentan con un mayor y fundamentado desarrollo en el libro Ignacio Ellacuría. 30 años después. Actas del Coloquio Internacional Conmemorativo. San Salvador, 17-21 de noviembre de 2019, editado por Héctor Samour y Juan José Tamayo, que aparecerá en la editorial Tirant lo Blanc en enero de 2021.

jueves, 17 de septiembre de 2020

LA CONSTITUCIÓN DE LA REPÚBLICA DE EL SALVADOR ESTÁ EN ESTUDIO


Por: Juan Vicente Chopin

El señor presidente de la República, Nayib Bukele, delega a una comisión liderada por Félix Ulloa y Fabio Castillo, para hacer un estudio acerca de la Constitución de la República de El Salvador.

Tanto Félix Ulloa como Fabio Castillo han dicho a los medios de comunicación que el esfuerzo es solo un estudio y que no tiene como propósito de fondo la perpetuación del actual presidente en el poder, como algunos han manifestado. También han afirmado que el presidente de la República no puede reformar la Constitución, porque el texto actual de la misma no le faculta para ello.
Con el propósito de profundizar en este tema, dado que interesa o debería interesar a todos los salvadoreños, hacemos algunas consideraciones.
En primer lugar, veamos lo que el texto de la actual Constitución dice respecto de su reforma.
En el artículo 87, donde «se reconoce el derecho del pueblo a la insurrección», se lee que «el ejercicio de este derecho no producirá la abrogación ni la reforma de esta Constitución, y se limitará a separar en cuanto sea necesario a los funcionarios transgresores, reemplazándolos de manera transitoria hasta que sean sustituidos en la forma establecida por esta Constitución». Este camino ya tuvo intentos de aplicación, pero no llegó a consumarse.
En cambio, el artículo 248 trata específicamente de la reforma de la Constitución y los aspectos más importantes son los siguientes:
a) LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN COMPETE A LA ASAMBLEA LEGISLATIVA, NO AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA: «La reforma de esta Constitución podrá acordarse por la Asamblea Legislativa, con el voto de la mitad más uno de los Diputados electos». Para lo cual se requiere que la propuesta sea hecha «por los Diputados en un número no menor de diez».
b) PARA QUE LA REFORMA SE DECRETE, SE REQUIEREN DOS LEGISLATURAS: «Para que tal reforma pueda decretarse deberá ser ratificada por la siguiente Asamblea Legislativa con el voto de los dos tercios de los Diputados electos».
c) LA REFORMA NO PUEDE CAMBIAR NI EL TIPO DE GOBIERNO, NI EL TERRITORIO DE LA REPÚBLICA, NI LA ALTERNABILIDAD EN EL EJERCICIO DE LA PRESIDENCIA: «No podrán reformarse en ningún caso los artículos de esta Constitución que se refieren a la forma y sistema de gobierno, al territorio de la República y a la alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República».
En segundo lugar, visto el texto de la Constitución en cuanto a su reforma, cabe plantearse algunas cuestiones:
a) ¿Cuál es el propósito del actual estudio de la Constitución que está realizando la presidencia de la República, por medio de la comisión antes mencionada?
b) En la actual legislatura, el presidente de la República puede contar con el apoyo de los diez diputados que se requieren para proponer la reforma de la Constitución (Art. 248). ¿Piensa hacer la propuesta de reforma en estos días o esperará los resultados de las votaciones del 28 de febrero del año 2021?
c) Si el presidente Nayib Bukele logra la mayoría calificada (56 votos), sea con sus propios diputas o en alianza con otros partidos políticos, en las elecciones del 28 de febrero del año 2021, puede impulsar la reforma. Ello supone que en la siguiente legislatura debe lograr de nuevo los dos tercios de votos (56 votos). En ese caso, el presidente ¿respetará el orden constitucional o puede proponer una constitución totalmente distinta?
d) Si el Art. 83 dice que: «El Salvador es un Estado soberano» y que «La soberanía reside en el pueblo». ¿Cómo participa el pueblo en el estudio y en la eventual reforma de la Constitución?
e) ¿Se va a reformar el Artículo 85, donde se dice que «los partidos políticos son el único instrumento para el ejercicio de la representación del pueblo dentro del Gobierno» y, además, que «la existencia de un partido único oficial es incompatible con el sistema democrático y con la forma de gobierno establecidos en esta Constitución»?
f) ¿Qué instancia tiene la facultad de frenar cualquier intento de un cambio total del texto de la Constitución?
Estas son algunas de las preguntas que vienen espontáneas al conocerse que la Constitución de la República está en estudio. Evidentemente, los que mejor pueden dar respuesta a ellas son los abogados, en particular los así llamados «constitucionalistas».
Inicia así un interesante debate, que toca el elemento más importante del sistema político salvadoreño. Hemos entrado en el ojo del huracán.
Para facilitar la lectura:
Mayoría simple: 43 votos. La mitad más uno: 42+1.
Mayoría calificada: 56 votos. Dos tercios: 28+28.
Sobre un número de 84 diputados.

jueves, 6 de agosto de 2020

EL DIVINO SALVADOR

Homilía de Monseñor Oscar A. Romero en la concelebración pontifical de la Catedral de San Salvador, el 6 de Agosto de 1976.

(Publicado en el Diario de Oriente de San Miguel, en varias entregas, entre el 21 de agosto y el 30 de octubre de 1976).

 Quién es…

Cómo es su Liberación…

Cómo llega hasta nosotros su Obra…

 

Una Canción de Cuna

El Evangelio de la Transfiguración del Señor, que acaba de proclamar, se me ocurre que tiene para nosotros los salvadoreños, la nostálgica dulzura de una canción de cuna. Y a la luz de ese Evangelio, nuestras fiestas agostinas recobran para nosotros la emoción de un retorno al hogar que nos vio nacer.

Sí. Así nacimos, a la civilización cristiana, bajo el signo de la Transfiguración del Señor. Su rostro divino, convertido en sol y el níveo resplandor de sus vestidos, fueron los primeros rayos cristianos, que iluminaron la opulenta geografía de Nuestra Patria, al emerger de su nebulosa prehistoria, cuando el Capitán Don Pedro de Alvarado, en 1528, después de poner sus conquistas bajo la protección de la Santísima Trinidad, fundaba la Capital de nuestra República y la Bautizaba con el incomparable nombre de San Salvador.

El Siervo de Dios, Pío XII, al comentar, en el esplendor de nuestro primer congreso Eucarístico Nacional, este privilegiado origen de nuestra historia cristiana, observaba con perspicacia teológica: «No fue solamente ―queremos pensarlo así― la acendrada piedad de Pedro de Alvarado, la que en los albores de la Conquista, tan altamente os bautizó, sino más que nada la Providencia de Dios».

Un Regalo de Bautismo

Efectivamente, era la Providencia misma de Dios, la que bautizaba e imprimía a esta ignota tierra un carácter inconfundible e indeleble con el esplendor de la más luminosa teofanía del Evangelio.

Era nuestra fiesta y nuestro Evangelio, un verdadero regalo bautismal.

Era un Evangelio que llegaba hasta nosotros, enriquecido con las exquisitas esencias de la teología y de la liturgia oriental y con el eco de las oraciones, las luchas y las victorias de la Iglesia creadora y guardiana de la civilización occidental; porque esta fiesta del 6 de agosto que España nos regaló, comenzó a celebrarse con gran esplendor, el siglo V, como la más destacada fiesta de verano, allá en el Oriente, en honor de Cristo Rey y el Papa Calixto III, la adoptó en 1457, en la liturgia de occidente, como fiesta votiva, por la victoria cristiana de Belgrado, contra las invasiones del Islamismo.

Fue un 7 de octubre del siglo XVI, cuando el rezo del Rosario de toda la cristiandad, alcanzó la victoria de la civilización cristiana, en el mar de Lepanto;; el Papa San Pío V consagró ese día 7 de octubre a la Virgen del Rosario, como un instrumento espiritual de piedad y gratitud; el fervor de otros Pontífices y del pueblo fiel, extendió esta devoción a todo el mes de octubre. Es admirable l inspiración de los Papas, frente al mes del Rosario. Innumerables y bellas encíclicas y documentos pontificios e iniciativas pastorales en honor de la devoción del Rosario, han hecho de octubre un «tiempo fuerte» de oración.

Otro Papa de nuestro siglo, también de nombre Pío, el Papa Pío XI, puso a octubre un fuerte acento misional, cuando en 1926, establecía el «Domingo Mundial de las Misiones», a celebrarse todos los años, el penúltimo domingo de octubre. Desde entonces, hace precisamente 50 años. La conciencia del mundo católico recibe en octubre el poderoso aldabonazo del deber misionero que pesa sobre todo hijo de la Iglesia. Por eso los católicos reconocemos a octubre como «el mes de las misiones».

Recojamos pues, para hacerlos vida de nuestra piedad y de nuestra fe, estos dos grandes mensajes de octubre: el Rosario de la Virgen y las Misiones de la Iglesia.

¿Cuál es pues la liberación que patrocina y protagoniza el Divino Salvador de los hombres?

 Los depositarios autorizados de su pensamiento, el Papa y los Obispos, se reunieron hace dos años, en el Sínodo mundial de 1974, para confrontar ese pensamiento divino con la trágica realidad de nuestro mundo actual… En su acento pastoral ―comenta Pablo VI, en la exhortación sobre la evangelización del mundo actual― vibraban de voces, de millones de hijos de la Iglesia que forman tales pueblos (del tercer mundo). Pueblos empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la lucha por superar todo aquello que los condena a quedar al margen de la vida: hambres, enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación, injusticia en las relaciones internacionales, situaciones de neocoloniamismo económico y cultural, a veces tan cruel como el político, etc.

Y los Obispos reconocieron el deber de la Iglesia, de anunciar y ayudar a que nazca la liberación total, para estos millones de seres humanos. Pero los mismos obispos, ofrecieron en aquella histórica reunión, «los principios iluminadores, para comprender mejor la importancia y el sentido profundo de la liberación, tal y como lo ha anunciado y realizado Jesús de Nazaret y la prédica la Iglesia» (EN).

La liberación de Cristo y de su Iglesia, no se reduce a la dimensión de un proyecto puramente temporal. No reduce sus objetivos a una perspectiva antropocéntrica: a un bienestar material o a iniciativas de orden político o social o económico o cultural.

Mucho menos puede ser una liberación amparada o que ampara la violencia. Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación más profunda, su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado o manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos… No tendría autoridad para anunciarla de parte de Dios (EN).

Es en cambio la de Cristo y su Iglesia, una liberación que abarca al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al absoluto que es Dios. Y al asociarse a los que trabajan por la liberación, la Iglesia no circunscribe su acción al solo terreno religioso, desinteresándose de los problemas temporales del hombre, pero reafirma la primacía de su vocación espiritual…y no substituye la proclamación del Reino de Dios por el anuncio de liberaciones humanas. Su mejor contribución es anunciar la salvación en Jesucristo; una salvación, por tanto, que exige una conversión de corazón. Está de acuerdo la Iglesia en que es necesario cambiar estructuras por otras más humanas y más justas; pero está convencida de que estas nuevas estructuras «se convierten pronto en inhumanas, si las inclinaciones inhumanas del hombre no son saneadas, si no hay una conversión de corazón y de mente, por parte de quienes viven o rigen estas estructuras».

Arbitro de nuestros conflictos

Que bello sería este 6 de agosto, si al salir de este hogar solariego, después de compartir un retorno sincero a nuestros orígenes, llevaremos en nuestras almas el propósito de entendernos mejor desde el puesto donde ha colocado a cada uno la mano de la Providencia; si los hombres de gobierno y los pastores de la Iglesia, si el capital y el trabajo, los hombres de la ciudad y los del campo, las iniciativas del gobierno y las de la empresa privada…todos dejáramos que de verdad el Divino Salvador del Mundo, Patrono de la Nación, fuera el inspirador y el árbitro de todos nuestros conflictos, el artífice de todas nuestras transformaciones nacionales que urgentemente necesitamos, para una liberación integral que solo Él puede construir.

Cómo llega hasta nosotros su obra. Cristo vive en su Iglesia

Porque Cristo vive. Y está realizando aun la gran obra de la liberación del mundo. La Iglesia, por él fundada, prolonga entre los hombres, el misterio de su encarnación y de su salvación. En la Iglesia resplandece la luz de Cristo.

El episodio de la transfiguración nos revela también este misterio de la Iglesia y su misión en nuestra historia nacional. San Pedro, el primer Papa elegido para esta Iglesia que nace, nos describe en el poético símbolo de una lámpara, la misión de la Iglesia, que recoge la luz de los profetas y al ponerla en contacto con el Cristo de la transfiguración, se torna más luminoso porque constata en él, la realización de los profetas, y así lleva luego por los caminos de los hombres hasta que despunte el día y el lucero se levante en vuestros corazones (2ª Lectura).

Esta es su misión «iluminar a los hombres con la luz de Cristo que resplandece sobre su faz» (LG 1). Ella nos trae al Cristo verdadero. No podemos olvidar que, si el 6 de agosto fue posible para nosotros, como un encuentro de nuestra Patria con Dios, fue gracias a la Iglesia. «Al principio de nuestra fe, está el credo de la Iglesia. De la Iglesia pues y no de la crítica filosófica o filológica, hemos recibido la fe en Jesús». Cualquier otro Cristo y cualquiera otra liberación que no sea el Cristo, ni la liberación predicados por la Iglesia, serán siempre Cristo y liberaciones imaginados, por más «históricos» que se les quiera llamar. En nombre de la Iglesia, pudo decir S. Pablo a los Gálatas: «si alguien os predica un Evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema» (Gál 1,6).

Signo visible de nuestro encuentro con El

Y, al mismo tiempo que la Iglesia es portadora de la verdadera luz de Cristo, es también meta de la Evangelización de los pueblos. Porque la Evangelización, predica «la búsqueda de Dios, a través de la oración y también a través de la comunión, con ese signo visible del encuentro con Dios, que es la Iglesia de Jesucristo; comunión que a su vez se expresa mediante la participación en esos otros signos de Cristo viviente y operante en la Iglesia, que son los Sacramentos». Así destruye pablo VI, en su magistral exhortación «Evangelizando», esa dicotomía de inspiración protestante que quisieron erigir ciertas pastorales, al oponer «evangelización» y «sacramentalización».

Nuestro retorno a las fuentes nos ha llevado también a este feliz encuentro con nuestra Iglesia. La que nos trajo, como regalo de la Providencia, esta teofanía tan cargada de mensaje, la que nos ofrece un lugar seguro, de nuestro encuentro con Cristo vivo y salvador. Esto es un reclamo a los que somos representantes de esa Iglesia, Obispos, sacerdotes y religiosas, a hacernos cada día más aptos para una vocación que tiene la trascendental misión de hacer brillar el rostro de la Iglesia, sobre nuestra patria; y la mayor desgracia sería ocultar ese resplandor, camuflando o presentando víctimas de una crisis, nuestra gloriosa identidad sacerdotal y religiosa. También inspira este momento de franqueza, la confianza de acercarnos al Gobierno y al pueblo, para repetir un reclamo de la Iglesia, formulado así, por el Concilio Vaticano II: «La Iglesia no os pide más que la libertad; la libertad de creer y predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirle; la libertad de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida. No la temáis, es la imagen de su Maestro, cuya acción misteriosa no usurpa vuestras prerrogativas, sino que salva todo lo humano de su fatal caducidad, lo transfigura, lo llena de esperanza, de verdad, de belleza» (Mensaje a los gobernantes).

Como un solo corazón

En verdad, más que la piedad de Pedro de Alvarado fue la Providencia de Dios, la que tan altamente nos bautizó con el nombre de El Salvador. Y más que un nombre, nos entregó un mensaje, que es el resumen de su divino proyecto de salvar al mundo, en su hijo amado. Por eso, hoy que las fiestas agostinas nos aparecen un plácido retorno a la casa solariega, como quien se inclina, para estampar un beso de fe, de gratitud y de compromiso, sobre la cuna de su infancia y sobre la pila de su bautismo… los pastores de la Iglesia, las Supremas Autoridades del Estado, que mucho se enaltecen, presidiendo a su pueblo en este homenaje, al Celestial Patrono y el Pueblo entero en El Salvador, como formando un solo corazón y una sola voz que ora y adora, es decir el corazón de la Patria, cae de rodillas ante el altar de esta eucaristía nacional, preparado ya para que ofrezca un nuevo sacrificio por su pueblo y ratifique su misericordiosa alianza con nosotros EL DIVINO SALVADOR DEL MUNDO.

lunes, 25 de mayo de 2020

El Salvador, ¿Estado laico? La jurisprudencia actual acerca del tema



Por: Juan Vicente Chopin


El texto de la Constitución Política de la República de El Salvador no afirma explícitamente que el Estado salvadoreño sea un estado laico.

La falta de esa expresión explícita ha generado injerencias ya sea de la instancia secular en el ámbito religioso, como de éste último en el ámbito secular. La tendencia a apoyarse uno en el otro con fines particulares es constante.

El marco legal para comprender la relación o distinción entre lo secular y lo religioso lo da el texto mismo de la Constitución, además dos sentencias de la Sala de lo Constitución, la 3-2008 y la 117-2018.

Veamos, entonces cómo es tratado el tema.


1.      El concepto «Dios» en la Constitución

La palabra «Dios» no aparece en el articulado de la Constitución. La única referencia que encontramos está en la introducción, cuando se cita el Decreto n. 38 que da paso a la Asamblea Constituyente y cuyo resultado es la Constitución de 1983. El Decreto 38 dice: «Nosotros, representantes del pueblo salvadoreño reunidos en Asamblea Constituyente, puesta nuestra confianza en Dios, nuestra voluntad en los altos destinos de la patria…», etc.



2.      ¿Qué dice la Constitución de conceptos como «Religión» o «Religiones»?

El concepto «Religión», en singular aparece una sola vez, en el Art. 3, cuando trata de los derechos individuales, es decir: «Todas las personas son iguales ante la ley. Para el goce de los derechos civiles no podrán establecerse restricciones que se basen en diferencias de nacionalidad, raza, sexo o religión».

En cambio la palabra «religiones», en plural, aparece también una sola vez, siempre en la materia que trata de los derechos individuales. El Art. 25 dice: «Se garantiza el libre ejercicio de todas las religiones, sin más límite que el trazado por la moral y el orden público. Ningún acto religioso servirá para establecer el estado civil de las personas».

3.      ¿Qué dice la Constitución de conceptos como «Iglesia» o «Iglesias»

Manteniéndose en el apartado que trata de los derechos individuales, el Art. 26, hace una indicación en singular a la palabra «Iglesia» y es para referirse a la Iglesia Católica, mientras utiliza la palabra en plural, para referirse a las «otras Iglesias». Esto es: «Se reconoce la personalidad jurídica de la Iglesia Católica. Las demás iglesias podrán obtener, conforme a la ley, el reconocimiento de su personalidad.

Así, la Constitución distingue entre Iglesia y Religión, puesto que no son lo mismo. Las Iglesias normalmente están adscritas a un universo religioso más amplio. En el caso salvadoreño, todas las Iglesias cristianas (católicas o de matriz protestante) forman parte del Cristianismo o de la religión cristiana[1].

4.      ¿Qué dice la Constitución de los ministros del culto?

De ellos hace una alusión en el Art. 82, cuando trata de materia electoral: «Los ministros de cualquier culto religioso, los miembros en servicio activo de la Fuerza Armada y los miembros de la Policía Nacional Civil no podrán pertenecer a partidos políticos ni optar a cargos de elección popular. Tampoco podrán realizar propaganda política en ninguna forma»[2].

Así, por contraposición al estado eclesiástico o religioso, el candidato a la presidencia, dice explícitamente el Art. 151, debe ser «del estado seglar».


5.      Laicidad o Estado laico. Pronunciamientos de la Sala de lo Constitucional

Además de lo que explícitamente dice el texto de la Constitución, la Sala de lo Constitucional ha tenido dos intervenciones para explicar el tipo de relación que se establece entre el Estado y la religión.

Las dos intervenciones de la Sala son los procesos de inconstitucionalidad 3-2008 y 117-2018.


5.1. Proceso de inconstitucionalidad 3-2008

Esta sentencia de la Sala es la que más ampliamente describe el tema que nos ocupa. Procedemos a presentar el motivo que dio origen a la sentencia y la resolución de la Sala, sin explicar el procedimiento completo, ya que solamente necesitamos saber cómo interpreta la laicidad el legislador.


a)      Razón que motivó la sentencia

Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, San Salvador, a las ocho horas y cuarenta minutos del veintidós de mayo de dos mil trece.

El presente proceso constitucional ha sido promovido por el ciudadano José Roberto Campos Morales, a fin de que esta Sala declare la inconstitucionalidad del art. 296 del Código Penal (C.Pn.), emitido mediante el D.L. n° 1030 de 26-IV-1997, publicado en el D.O. n° 105, tomo 335, del 10-VI-1997, y reformado por medio del D.L. n° 296 de 26-IV-07, publicado en el D.O. n° 91, tomo 375, del 22-IV-2004; por la supuesta vulneración a los arts. 6, 22 y 25 de la Constitución (Cn.).

La disposición impugnada prescribe:

“Art. 296.- El que de cualquier manera […] ofendiere públicamente los sentimientos o creencias de la misma, escarneciendo de hecho alguno de los dogmas de cualquier religión que tenga prosélitos en la República, haciendo apología contraria a las tradiciones y costumbres religiosas, o que destruyere o causare daño en objetos destinados a un culto, será sancionado con prisión de seis meses a dos años.
Si lo anterior fuere realizado con publicidad, será sancionado con prisión de uno a tres años.

La reiteración de la conducta, será sancionada con prisión de tres a cinco años.

La conducta realizada en forma reiterada y con publicidad, será sancionada con prisión de cuatro a ocho años.”


b)      Descripción de la laicidad del Estado

«La forma en que los Estados resuelven su relación con los diferentes credos religiosos responde a una categorización, que oscila entre la asunción de uno como propio de la Nación, hasta el carácter laico y secular de la organización política estatal.

Así, es posible distinguir dos tipos de sociedades democráticas: (i) las sociedades religiosas tolerantes, las cuales consideran que la práctica religiosa, en sí misma considerada, debe ser objeto de reconocimiento y protección estatal, pero que admiten que la misma se exprese a través de diversos credos o, inclusive, que tolera que los ciudadanos no profesen ninguno; y (ii) las sociedades seculares, que aceptan la práctica religiosa de los ciudadanos, o la negativa a ella, pero no por el hecho que consideren que las religiones son un ámbito constitucionalmente protegido por sí mismo, sino en tanto tales prácticas hacen parte de la autonomía del individuo, quien puede optar por cualquier tipo de parámetro ético o moral para guiar su conducta, incluso uno de carácter transcendente o religioso.


En la evolución histórica de la sociedad salvadoreña, contenida en sus diversas Constituciones, se manifiesta la voluntad clara y constante de afirmar, sobre el plano ideal y formal, la separación progresiva de las esferas estatal y eclesiástica.

En ese sentido, El Salvador ha transitado de una sociedad religiosa, tanto intolerante (Constitución de 1824, en la que se excluyó el ejercicio público de cualquiera otra religión distinta a la católica) como tolerante (Constituciones de 1841, 1864, 1871, 1872 y 1880, en las que se consideró que la religión católica debía ser objeto de protección estatal, pero también se admitió la práctica de diversos credos o religiones), pasando a una sociedad secular (Constituciones de 1883, 1886, 1939, 1945, 1950, 1962 y 1983), en la cual se aceptó la práctica religiosa de los ciudadanos, en la medida en que la creencia hace parte del ámbito de libertad individual.

En suma, según la Constitución de 1983 –actualmente vigente–, en el Estado salvadoreño se garantiza el derecho de toda persona a profesar libremente su religión o sus creencias, ya sea en forma individual o colectiva, y se reconoce la pluralidad o diversidad de las confesiones o cultos religiosos y de las iglesias. Asimismo, se garantiza que la educación será democrática y se exige que importantes funcionarios públicos sean del estado seglar.

Tales regulaciones constitucionales impiden la imposición de un credo particular o el reconocimiento de una religión estatal, pues mediante una interpretación sistemática con el art. 85 Cn. que establece que el Estado es republicano, democrático y representativo, se advierte la obligación constitucional de asumir y promover que en la sociedad concurran diversos modos de comprender y practicar la religión, la ética, la moral y, en general, los distintos valores culturales sin más límite que la vigencia y respeto de los derechos fundamentales.


Ahora bien, a pesar de la evolución histórica constante en nuestras Constituciones respecto a la separación estatal y religiosa, se advierte que en ninguna parte de la vigente Constitución de 1983 se prescribe expresamente que el Estado salvadoreño es laico, es decir, ninguna disposición prescribe, v. gr., “queda separada la Iglesia del Estado” o “el Estado salvadoreño no tiene religión oficial”.

Y es que el laicismo es un concepto político o doctrinal, no estrictamente normativo, con el que pretende calificarse una cierta actitud de los poderes públicos ante el fenómeno religioso.


Ante la ausencia de una disposición que determine expresamente que El Salvador protege a una determinada religión como estatal –que lo caracterizaría como un Estado confesional–, es viable concluir que el Constituyente dispuso en la ley suprema una especie de “laicidad por silencio”.

Sin embargo, con fundamento en el principio de unidad de la Constitución y, en consecuencia, mediante una interpretación sistemática del contenido constitucional, a pesar de la falta de una disposición constitucional que prescriba expresamente que el Estado no tiene religión oficial –no es confesional–, se advierte la consagración del principio de laicismo o laicidad, entendido como principio de no confesionalidad del Estado o de neutralidad religiosa.

Ello debido a que, según la Constitución: i) la organización estatal se encuentra separada de cualquier estructura institucional religiosa; ii) la comunidad política no hace suyos los valores o finalidades de ninguna religión, ideología o cosmovisión, de manera que la validez de las normas o decisiones no depende de su adecuación a los mismos; iii) se reconoce la libertad religiosa, sin más límite que el trazado por la moral y el orden público; iv) se garantiza la igualdad de todos los ciudadanos o grupos, con independencia de cuales sean sus creencias, religiosas o no, lo que a su vez implica que no caben privilegios o discriminaciones fundadas en dichas creencias; y v) como consecuencia de lo anterior, el Estado se muestra neutral ante las diferentes concepciones religiosas o éticas.

Por tanto, el deber de neutralidad conlleva la prohibición estatal de alentar u otorgar un trato más beneficioso o desfavorable a un credo en específico, fundado en esa misma condición. Este deber no es incompatible con el reconocimiento jurídico y la garantía de la práctica religiosa, en tanto expresión de la libertad individual, sino que solo exige que la pertenencia de una persona o situación a un credo particular no sirva de fundamento para conferir un tratamiento más favorable –o perjudicial– que el que resultaría aplicable en caso que no concurriera la práctica de ese culto religioso específico. Del mismo modo, es contrario al deber de neutralidad que una actividad estatal se explique o fundamente en razón exclusiva de un credo particular o, en general, en la promoción de la práctica religiosa.

Sin embargo, debe aclararse que la neutralidad no significa que la acción de las instituciones públicas o gubernamentales sea, deba ser, o siquiera pueda ser ética o políticamente neutral, esto es, que no exprese, o no deba o no pueda expresar, en lo que se refiere a los resultados alcanzados o a las razones que inspiran, determinadas opciones o concepciones ético-políticas de interés público. Neutralidad significa tan solo que en el espacio público todas las cosmovisiones tienen cabida y que su carácter religioso o secular no opera como factor de privilegio o de discriminación.

Desde esta perspectiva la laicidad supone que las instituciones públicas no hacen suya ninguna concreta opción de las muchas que concurren al debate en una sociedad pluralista y, sobre todo, supone también que el Derecho y el Estado, irremediablemente coactivos, no son generadores de ninguna ética particular.

En ese sentido, el Estado tiene prohibido, por mandato de la Constitución, (i) establecer una religión o iglesia oficial, (ii) identificarse formal y explícitamente con una iglesia o religión o (iii) realizar actos oficiales de adhesión, así sean simbólicos, a una creencia, religión o iglesia; ya que estas acciones del Estado violarían el principio de separación entre las iglesias y el Estado, desconocerían el principio de igualdad en materia religiosa y vulnerarían el pluralismo religioso dentro de un Estado no confesional; asimismo, el Estado tampoco puede (iv) tomar decisiones o medidas que tengan una finalidad religiosa, mucho menos si ella constituye la expresión de una preferencia por alguna iglesia o confesión; ni (v) adoptar políticas o desarrollar acciones cuyo impacto primordial real sea promover, beneficiar o perjudicar a una religión o iglesia en particular frente a otras igualmente libres ante la ley. Esto desconocería el principio de neutralidad que ha de orientar al Estado, a sus órganos y a sus autoridades en materias religiosas.

Además, en una sociedad cultural, religiosa y moralmente plural, la laicidad del Estado y del Derecho constituye la garantía de respeto de las diferencias, un respeto que comprende la libertad práctica de comportarse de acuerdo con las prescripciones de la propia conciencia, como la exigencia de igualdad o no discriminación entre los individuos en función de los cuales sean sus ideas morales o religiosas.

La Constitución salvadoreña establece en su art. 25 parte primera que: “[s]e garantiza el libre ejercicio de todas las religiones, sin más límite que el trazado por la moral y el orden público”. Esta disposición constitucional prescribe expresamente el derecho fundamental a la libertad religiosa o de creencias.

Así, la libertad religiosa o de creencias garantiza la libre autodeterminación del individuo en la elección y ejercicio de su propia cosmovisión personal o concepto de la vida, con independencia del origen o fuente de creación o adhesión de tal concepto.

En ese sentido, la libertad religiosa o de creencias se concreta precisamente en el reconocimiento de un ámbito de libertad a favor del individuo, el cual presenta una doble vertiente: una interna, que designa la facultad de elegir libremente cualquier idea, concepción o creencia sobre el fenómeno religioso, así como de mantenerlas, cambiarlas o abandonarlas en el momento en que lo considere conveniente, es decir, garantiza la existencia de un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso, vinculado a la propia personalidad y dignidad individual; y otra externa, que faculta a las personas para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros, es decir, le posibilita manifestar esa decisión de manera individual y en privado o de manera colectiva, en público, mediante la celebración de ritos, la enseñanza y su difusión a otras personas.

Asimismo, la libertad religiosa o de creencias es un derecho ejercido por quienes han asumido una actitud positiva frente el fenómeno religioso, es decir, aquellos que han optado por profesar una religión en particular; y, además, por quienes han decidido no ejercer ninguna religión, es decir, aquellos que asumen una actitud negativa respecto a la religión y las creencias. Así, no es posible entender que el derecho a la libertad religiosa o de creencias solo comprende aquellas manifestaciones realizadas en el marco de una religión y no a aquellas que no comparten dicha posición, pues ello implicaría una interpretación restrictiva que vulneraría el contenido de este derecho.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, diversos instrumentos internacionales –a los cuales El Salvador se encuentra vinculado jurídicamente– reconocen y protegen el derecho a la libertad religiosa o de creencias, tanto la vertiente interna y externa como la actitud positiva o negativa de las personas frente al fenómeno religioso.

Por otra parte, la plena efectividad del derecho fundamental a la libertad religiosa o de creencias exige reconocer que su titularidad no corresponde solo a los individuos aisladamente considerados, sino también a aquellos grupos y organizaciones en los cuales se encuentran insertos, cuya finalidad sea específicamente la de defender determinados ámbitos de libertad o realizar los intereses y los valores que forman el sustrato último del derecho fundamental.

De lo anterior se deduce que los individuos, como las agrupaciones organizadas jurídicamente o no, son titulares –sujetos activos– del derecho a la libertad religiosa o de creencias, tanto en su vertiente interna como externa.

Ahora bien, el derecho fundamental a la libertad religiosa o de creencias supone, en general, una actitud pasiva o negativa tanto del Estado como de los particulares –sujetos pasivos–, dirigida a respetar, a no impedir y a garantizar su goce de manera libre y no discriminada.

Por tanto, dado que este derecho fundamental protege la libertad de las personas para adoptar, conservar y/o cambiar la religión o las creencias de su elección y, además, la libertad de manifestar su religión o sus creencias, tanto en público como en privado, ya sea de manera individual o colectiva, el Estado y/o los particulares tienen la obligación de: i) garantizar el derecho a profesar las creencias religiosas que cada persona elija libremente, a no profesar ninguna y, además, la posibilidad de cambiar de religión o creencia; ii) no establecer lo que debe creer una persona, no adoptar medidas coercitivas para que manifieste sus creencias ni obligarle a actuar de modo que se entienda que profesa determinadas creencias; iii) no forzar el cambio de religión o de creencias; iv) no juzgar sobre la legitimidad de las creencias de los particulares; v) no investigar sobre las creencias de los particulares, ni adoctrinar a la persona sobre una determinada confesión; vi) no tomar en consideración la religión o creencias de las personas en el momento de individualizar a una persona en sus relaciones con el Estado; vii) no impedir la realización de actos de culto, así como la recepción de asistencia religiosa de su propia confesión, la conmemoración de sus festividades, la celebración de sus ritos matrimoniales, lo que implica no ser obligado a practicar actos contrarios a sus convicciones personales; viii) garantizar el derecho a recibir e impartir enseñanza e información religiosa de toda índole; y ix) no obstaculizar el derecho de las personas de reunirse o manifestarse públicamente con fines religiosos, así como de asociarse para desarrollar comunitariamente sus actividades religiosas.

Asimismo, el derecho a la libertad religiosa o de creencias también constituye un derecho a acciones positivas del Estado, en la medida en que, por ejemplo, el Estado debe expedir leyes para su mayor eficacia o protección (tales como las leyes relativas a la libertad religiosa, a las asociaciones religiosas, etc.) y llevar adelante una verdadera política de apertura al pluralismo de las diversas religiones o creencias.

Sin embargo, cabe mencionar que el goce y ejercicio de este derecho no es absoluto, de modo que puede ser objeto de distintas limitaciones legales por razones de orden público, moral o derechos de terceros.»


5.2.Proceso de inconstitucionalidad 117-2018

Esta resolución de la Sala recoge la mayor parte de la descripción hecha por la sentencia 3-2008 respecto al tema de la relación entre la instancia laica o secular y las instancias religiosas en el Estado salvadoreño.

Procedemos del mismo modo. Primero se presenta el hecho que motivo la sentencia y luego la descripción del tema que nos ocupa.

a)      Razón que motivó la sentencia

Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia: San Salvador, a las doce horas del diez de abril de dos mil diecinueve.

Agrégase al presente expediente el informe remitido por el Tribunal Supremo Electoral
(TSE), mediante el cual pretende justificar la constitucionalidad de la resolución objetada, por la cual se inscribió la candidatura presidencial del señor Josué Alvarado Flores por el partido político VAMOS, para las elecciones presidenciales que se realizaron el 3 de febrero de 2019; por la supuesta violación a los arts. 72 ord. 3° y 82 inc. 1° Cn. Asimismo, agrégase el escrito de opinión del Fiscal General de la República, mediante el cual sostiene que no existe la inconstitucionalidad alegada y que el acto impugnado ha dejado de surtir efectos jurídicos, por haber concluido el proceso electoral.


b)      Descripción de la laicidad del Estado

La forma en que los Estados resuelven su relación con los diferentes credos religiosos responde a una categorización que oscila entre la asunción de uno como propio de la Nación, hasta el carácter laico y secular de la organización política estatal. Así, es posible distinguir actualmente dos tipos de sociedades democráticas: (i) las sociedades religiosas tolerantes, las cuales consideran que la práctica religiosa, en sí misma considerada, debe ser objeto de reconocimiento y protección estatal, pero que admiten que la misma se exprese mediante diversos credos o, inclusive, que tolera que los ciudadanos no profesen ninguno; y (ii) las sociedades seculares, que aceptan la práctica religiosa de los ciudadanos, o la negativa a ella, pero no por el hecho que consideren que las religiones son un ámbito constitucionalmente protegido por sí mismo, sino en tanto tales prácticas son parte de la autonomía del individuo, quien puede optar por cualquier tipo de parámetro ético o moral para guiar su conducta, incluso uno de carácter transcendente o religioso (sentencia de 22 de mayo de 2013, inconstitucionalidad 3-2008).

No debe obviarse que la religión es uno de los tantos ámbitos de la vida humana que han de ser tomados en cuenta en la configuración de la convivencia estatal. En El Salvador, la decisión constituyente ha proclamado, por un lado, la libertad de los individuos de profesar cualquier religión de su preferencia, sin más límites que los trazados por la moral y el orden público (art. 25 Cn.) y, por otro, la laicidad estatal por silencio, entendida como principio de no confesionalidad del Estado o de neutralidad religiosa, de manera que en el país ninguna religión es protegida como la religión estatal (inconstitucionalidad 3-2008, ya citada). Esto implica una laicidad positiva que parte de una clara distinción entre la esfera político-estatal, de la religiosa, en el sentido que se protege el fenómeno religioso a título individual, pero a la vez se reconoce que las instituciones públicas no hacen suya ninguna concreta opción de las muchas que se manifiestan en el seno de una sociedad pluralista.

En ese sentido, en El Salvador el Estado tiene prohibido, por mandato de la Constitución: (i) establecer una religión o iglesia oficial, (ii) identificarse formal y explícitamente con una iglesia o religión; (iii) realizar actos oficiales de adhesión, así sean simbólicos, a una creencia, religión o iglesia, ya que estas acciones del Estado violarían el principio de separación entre las iglesias y el Estado, desconocerían el principio de igualdad en materia religiosa y vulnerarían el pluralismo religioso dentro de un Estado no confesional; (iv) tomar decisiones o medidas que tengan una finalidad estrictamente religiosa, mucho menos si ella constituye la expresión de una preferencia por alguna iglesia o confesión; (v) adoptar políticas o desarrollar acciones cuyo impacto primordial real sea promover, beneficiar o perjudicar a una religión o iglesia en particular frente a otras igualmente libres ante la ley. Esto desconocería el principio de neutralidad que ha de orientar al Estado, a sus órganos y a sus autoridades en materias religiosas (inconstitucionalidad 3-2008, ya citada).

Una lectura íntegra de la Constitución permite afirmar que el ámbito de lo religioso se regula constitucionalmente sobre la base de ciertas libertades y principios:

a. La libertad religiosa, que designa la facultad de elegir libremente cualquier idea, concepción o creencia sobre la relación entre la divinidad y el ser humano o la adopción de cualquier postura negativa con respecto a la misma, así como de mantenerlas, cambiarlas o abandonarlas en el momento en que el individuo lo considere conveniente; es decir, dicha libertad garantiza la existencia de un espacio de autodeterminación ante el fenómeno religioso, vinculado a la propia personalidad y dignidad individual. Amparado en ella, se faculta a las personas para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros, posibilitándole manifestar esa decisión de manera individual y en privado o de manera colectiva, en público, mediante la celebración de ritos, la enseñanza y su difusión a otras personas (inconstitucionalidad 3-2008, ya citada). De igual forma, al ser una manifestación de conciencia que a veces se traduce en la creación de asociaciones religiosas (art. 7 inc. 1° y 26 Cn.), también tiene una dimensión negativa que implica que nadie puede ser obligado a pertenecer a una asociación de tal naturaleza.

b. La igualdad religiosa (art. 3, 25 y 26 Cn.), que supone que ninguna religión está por debajo o encima del resto. Según el Informe Único de la Comisión de Estudio del Proyecto de Constitución, "[1]a Comisión tomó en cuenta y estuvo perfectamente [consciente] de que la religión a la que pertenecen la mayoría de los salvadoreños es la religión católica [...]. Se tuvo también en [consideración] que existen en El Salvador religiones minoritarias, cuyos miembros se han acrecentado en los últimos años y que son ciudadanos salvadoreños que merecen todo respeto y cuyos derechos se verían atropellados de imponerle a sus hijos la enseñanza de una religión que no es la de ellos". Esto significa que, aun cuando se reconoce por disposición constitucional la personalidad jurídica de la Iglesia Católica, ello no supone el desmedro del resto de religiones, pues todas pueden llegar a obtenerla también, siempre y cuando cumplan con la ley. Así, el art. 26 Cn. es una derivación del derecho de asociación (art. 7 Cn.), con relación a quienes, por compartir sus mismas creencias religiosas (libertad de religión, art. 25 Cn.), deciden organizarse, establecer sus derechos y deberes, así como los fines y directrices del grupo o asociación que comparte tales creencia (resolución de admisión de 1 de noviembre de 2013, amparo 828-2013).

c. La laicidad y neutralidad estatal. La figura de laicidad se expresa en la ausencia de una religión oficial, pero también en el mismo principio de libertad religiosa (art. 25 Cn.) y en la exigencia constitucional reiterada del "estado seglar" de los candidatos a los principales cargos públicos (arts. 82, 151, 160, 176, 177, 179, 180 y 201 Cn.). Se trata de una manifestación de la libertad intrínseca o autonomía moral de las personas, porque si estas deben poder elegir por sí mismas las acciones adecuadas para su propia realización, el Estado —y el Derecho como su instrumento de coordinación social— no debe imponer ninguna visión particular de la espiritualidad o de la moral religiosa, cuya influencia depende solo de la persuasión y de la trascendencia individual (sentencia de 15 de febrero de 2017, inconstitucionalidad 22-2011).

d. La cooperación del Estado con las confesiones religiosas. Esto supone un límite a la laicidad del Estado, en tanto que dicha cooperación resulta necesaria para promover el efectivo ejercicio de la libertad religiosa de los individuos. Dicho principio impide que la neutralidad pueda ser entendida en clave separatista, esto es, que aun cuando el Estado es laico, no debe impedir las relaciones entre el individuo y la religión, espiritualidad o la decisión de no adoptar una u otra. Así, puede interpretarse de una forma amplia, que el factor religioso se considera como un bien social jurídicamente protegible por parte de los poderes públicos. Se puede decir que este principio responde a la inspiración democrática de que los grupos sociales interesados participen de forma habitual en la gestión del bien común. Así, por ejemplo, el art. 26 Cn. permite que cualquier iglesia pueda obtener el reconocimiento de la personalidad jurídica, pero esto, a su vez, significa que el Estado debe otorgar dicho reconocimiento, siempre y cuando se cumplan las condiciones legalmente previstas para tal efecto.

En la base de la laicidad está a su vez el principio de tolerancia. Si nadie puede pretender poseer la verdad en grado mayor que cualquier otro –más allá de la propia conciencia– el derrumbamiento de las certezas indiscutibles, absolutas o definitivas –con carácter trascendente de la propia idea personal– da paso a la libertad de crítica y a la revisión permanente de las verdades aceptadas desde la razón, el diálogo, la libre discusión y el consenso entre iguales, pero ello habrá de ser diferenciado de la verdad en sentido estrictamente personal.

De ahí que la diversidad de opiniones, la pluralidad de valores, la criticidad del pensamiento y la competencia permanente de visiones alternativas, dejan de ser males o peligros para el desarrollo social y, por el contrario, se reconocen como bienes o valores positivos e indispensables para el progreso de la civilización humana, entendido respecto de la separación entre laicidad y religiosidad.

Desde el Estado, sólo la intolerancia no debe ser tolerada, de modo que una visión cerrada, intransigente o fundamentalista de la realidad no puede servir de base para decisiones públicas o institucionales. Por eso, la Constitución aspira a que mediante la educación se logre "combatir todo espíritu de intolerancia" (art. 55 inc. 1° Cn.), pues así, dentro del marco institucional democrático y los límites de los derechos de los demás, la libre confrontación de ideas y el disentimiento razonado previenen el paternalismo estatal, la manipulación de la conciencia o la anulación de las individualidades (sentencia de inconstitucionalidad 22-2011, ya citada).

En resumen, laicidad tampoco debe ser entendida -desde la Constitución como un antagonismo al fenómeno religioso del ser humano —cualquiera que este sea—, el cual está amparado por la libertad religiosa, y para hacer patente ello, basta citar el preámbulo de la Carta Magna que dice: "Nosotros representantes del pueblo salvadoreño reunidos en Asamblea Constituyente puesta nuestra confianza en Dios [sic]". La idea del ser humano en un ser superior, no es contraria en la Constitución a la exigencia de un Estado asentado sobre la laicidad de sus autoridades.

Aquí es oportuno señalar —para comprender bien la cuestión— que la figuración del estado seglar —exigido en la Constitución según se indicó— tiene una íntima relación con el concepto de laicidad, y la separación del estatus de clase religiosa, por ello, es que desde muy antiguo se había diferenciado entre un orden divino "ordo o clerus" y el laicado por otra; se trata de una distinción, para evidenciar que quien pertenece al pueblo "laos-laico", no pertenece al clero, erigiéndose dos estatus diferentes.

El pensamiento ilustrado —Spinoza, Hume, Locke, Voltaire etc.— asentó el poder del
Estado, ya no en el orden clerical, propio de una "societas inaequalis" de "orden divino", si no en la soberanía popular; clara expresión de ello fue, por ejemplo, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano; de ahí la separación que fue reconociéndose de que la autoridad en la República se ejercía por funcionarios del estado seglar y no de condición clerical. Visto así, la limitación estaría vinculada a pertenecer a un estado de la jerarquía de orden religioso, pero no a profesar una religión, credo o creencia.


En concordancia con lo anterior, la Constitución prevé como requisito para optar a ciertos cargos públicos el ser del estado seglar (arts. 82, 151, 160, 176, 177, 179, 180 y 201 Cn.).
Sin embargo, no define en qué consiste dicho estado. Según la Real Academia de la Lengua
Española, seglar significa que no tiene órdenes clericales, es decir, en su visión más antigua y primigenia —según se explicó— que no pertenece a la clase sacerdotal en la Iglesia Católica. Esta definición ha sido retomada, por ejemplo, por la Sala Constitucional de Costa Rica (sentencia de 12 de septiembre de 2014, expediente 14-00937-9-00-07). Pero esta es una definición restringida que no se puede sostener, ya que, de hacerlo, se colocaría en situación de desventaja injustificada a la clase sacerdotal de dicha Iglesia en relación con los ministros de cualquier otro culto religioso, lo cual es contrario a la igualdad religiosa (art. 3 y 25 Cn.).

Y es que no debe olvidarse que uno de los mandatos que derivan de la igualdad es el de tratar de manera igual aquellas situaciones jurídicas en las cuales las similitudes son más relevantes que las diferencias (sentencia de 9 de octubre de 2017, inconstitucionalidad 44-2015).

En consecuencia, y dado que el término "estado" equivale a "estatus", por estado seglar debe entenderse la condición de no pertenencia a la clase sacerdotal de la Iglesia Católica o a la jerarquía estamental de cualquier otra iglesia o religión, o inclusive para las religiones o
"iglesias" que no reflejan formalmente una clase jerárquica bien delimitada, dicha exigencia del estado seglar se vincularía a sus dirigentes o autoridades, de tal manera que quien ejerciera ámbitos de esta naturaleza quedaría excluido del requisito de ser del estado seglar, y por ende, no podría ejercer un cargo público.

Ahora bien, como ya se dijo, la exigencia constitucional reiterada del "estado seglar" de los candidatos a los principales cargos públicos es una manifestación del principio de laicidad.
Esto significa que en ella no se agota todo el contenido del referido principio ni satura todas las manifestaciones que deriven de él. Esto significa que aun cuando una persona no encaje en la definición etimológica, declarativa o de cualquier otra clase sobre lo que debe entender por "estado seglar", siempre se incumplirá con la regla que exige este estatus si el principio que subyace a tal exigencia —el de laicidad— es violado. Esto es aun más claro en el caso de los candidatos a cargos de elección popular, pues ellos, además de cumplir con el requisito de ser del estado seglar, también poseen una exigencia adicional: no ser ministros de cualquier culto religioso (art. 82 inc. 1° Cn.); con lo cual, ambos aspectos resultan ser complementarios.

Lo antedicho indica que la Constitución garantiza el principio de laicidad —entre otras formas— mediante el requisito de pertenecer al estado seglar. Esto implica que una de las prohibiciones es que la persona que opte a un cargo de elección popular o algún otro cargo público de los que requieren ser del estado seglar ostente un cargo de jerarquía, de estamento, o dirección, de una religión, iglesia o secta. Así, por ejemplo, la posición dominante de la persona —de ejercicio de autoridad— en la institución religiosa es la condición que niega el estado seglar, no así el que la persona sea prosélito o feligrés, puesto que tal decisión personal está amparada por la libertad religiosa, y por ello, no puede impedir el ejercicio de un cargo público.



[1] La Constitución hace una alusión a instituciones eclesiásticas también en el Art. 108, que regula la materia económica: «Ninguna corporación o fundación civil o eclesiástica, cualquiera que sea su denominación u objeto, tendrá capacidad legal para conservar en propiedad o administrar bienes raíces, con excepción de los destinados inmediata y directamente al servicio u objeto de la institución».
[2] Véase: D.L. Nº 64, del 31 de octubre de 1991, publicado en el D.O. Nº 217, Tomo Nº 313, del 20 de noviembre de 1991.

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