lunes, 11 de noviembre de 2013

LA CREACIÓN, FUENTE DE VIDA. REFLEXIONES SOBRE PASTORAL CAMPESINA Y DE LA TIERRA.



1.    Creación y acción de Dios
Si nosotros aceptamos la afirmación fundamental de la teología joánica, según la cual «Dios es amor» (1Jn 4,16), ello nos facilitará comprender que el primer acto de amor que Dios realiza es la creación; de hecho la Biblia inicia con esas palabras: «En el principio, Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1,1).
El acto creador es la condición posibilitante de la redención, de suerte que con la creación inicia la historia humana, lugar privilegiado de la salvación que trae consigo Jesucristo. Se comprende que Jesucristo forma parte al mismo tiempo del acto creador y del acto redentor, por eso se dice que él es Dios y hombre verdadero. Dios-creador, hombre-parte de la creación.
Debe ser claro que cuando Jesús resucita y luego asciende al cielo, no deja tirada su condición humana aquí en la tierra en el conjunto de la creación, como si solo la hubiera tomada prestada el tiempo que duró su vida entre nosotros. Todo lo contrario, Jesús lleva consigo algo de la creación, es decir, incorpora en el misterio la creación, ese proceso forma parte de lo que normalmente llamamos acto redentor.  Así, lo textos bíblicos hablan de que toda la creación está implicada en el acto redentor:

Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.
En efecto, toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios.
Ella quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una esperanza.
Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto.
Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo.
(Rm 8,18-23).

Por supuesto que Jesucristo es la primicia de la recapitulación de todas las criaturas: «Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra» (Col 1,15-16).
Ahora bien, entre el acto creador y el acto redentor verificado en Cristo y que espera su definitiva restauración al final de los tiempos, tenemos el acto santificador que ejerce el Espíritu Santo. Lo que dure el tiempo histórico, es misión suya animar a los discípulos a dar un testimonio del amor que ha tomado cuerpo en la persona histórica de Jesús, hasta la consumación de los tiempos.
Resumiendo decimos que el acto creador es propio de Dios-Padre, el acto redentor es propio de Dios-Hijo y el acto santificador es obra de Dios-Espíritu Santo.

2.    Creación y Propiedad
Planteemos algunas preguntas: ¿Con qué propósito Dios realizó el acto de la creación? ¿Forma parte la propiedad privada del acto creador de Dios?
La respuesta a la primea pregunta tiene que ver con «los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana», con las preguntas fundamentales de ser humano, «"¿De dónde venimos?" "¿A dónde vamos?" "¿Cuál es nuestro origen?" "¿Cuál es nuestro fin?" "¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe?"» (Catecismo de  la Iglesia Católica, n. 282).
En cambio, la respuesta a la segunda pregunta está orientada a determinar el hecho de que «si el mundo procede de la sabiduría y de la bondad de Dios, ¿por qué existe el mal? ¿De dónde viene? ¿Quién es responsable de él? ¿Dónde está la posibilidad de liberarse del mal?» (Catecismo de  la Iglesia Católica, n. 284).
Tomando las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica afirmamos que «el fin último de la creación es que Dios, “Creador de todos los seres, sea por fin ‘todo en todas las cosas’ (1 Co15,28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad”» (AG 2).
Por supuesto, que todo aquello que forma parte de la creación y no favorece este fin fundamental es contrario al amor de Dios.
Aunque Dios es el señor absoluto de su creación, sin embargo ha querido que las criaturas participen de la administración de lo creado; así lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica, en  el n. 306:
«Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio».

Muchas personas han interpretado mal la bondad de Dios, pues han pensado que la misión de administrar lo creado los convierte en señores absolutos de la creación, como queriendo usurpar a Dios su función creadora. Así ha surgido la propiedad privada, al punto que en muchos países, unas cuantas personas son dueñas de amplias extensiones de tierra, con las cuales aumentan sus riquezas y no se conmueven de las personas que no poseen nada. Ese comportamiento es contrario al amor de Dios y a la fe cristiana.
De hecho, «Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: "No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber? [...] Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Mt 6, 31-33; cf Mt 10, 29-31)» (Catecismo de  la Iglesia Católica, n. 305). Cuando le preguntan dónde vive, suele responder que «las zorras tienen madriguera, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20).
Por tanto, si bien la propiedad privada no es un pecado, cuando metaliza el corazón de los propietarios y se vuelve insensible al sufrimiento de los más desposeídos se torna un escándalo, que no tiene nada que ver con la praxis del amor cristiano.
Por ello, en la historia han existido hombres y movimientos eclesiales que han combatido con fuerza ese apego desordenado por la propiedad. Una figura muy importante es San Francisco de Asís, también Santa Teresa de Calcuta, Bartolomé de las Casas, etc.
El origen de la propiedad privada en América inicia, en su forma moderna, con la llegada de los colonizadores. En tiempos de los reinos indígenas los terrenos y las vegas sembradas eran para sustento de las tribus de los pueblos originarios. De hecho, minerales como el oro eran puramente ornamentales, no era objeto de una explotación industrial. Cuando llegan los colonizadores, con su sed del oro, despojan a los indios de sus tierras y los obligan a cultivar para generar alimentos para los trabajadores de la minas, por supuesto también las tierras donde encuentran los yacimientos de oro les son quitadas, a su vez, los indios son esclavizados y obligados a cultivar para los españoles y a trabajar duramente en las minas para la extracción del oro. Bartolomé de las Casas narra muchas veces en sus escritos la tremenda sed de oro que embarga a los colonizadores; véase por ejemplo el siguiente fragmento: «Diose buena priesa [sic] Cortés, poniendo diligencia en que los indios que le había repartido Diego Velázquez, le sacasen muncha [sic] cantidad de oro, que era el hipo de todos; y así le sacaron dos o tres mil pesos de oro que, para en aquellos tiempos, era gran riqueza. Los que por sacarle el oro murieron, Dios habrá tenido mejor cuenta que yo»[1].
Ya en la época de los procesos de independencia, a los indios se les somete a un sistema ejidal de propiedad, es decir, unos terrenos de uso público encomendado a una persona o a un grupo de personas. Cuando viene el cultivo del café y la caña de azúcar, se terminó ese sistema y se pasó a la propiedad privada, así como la conocemos hoy. Hay que tener en cuenta que todos los intentos de reforma agraria van orientados a lograr una mejor distribución de la tierra. Por la tenencia de la tierra se han dado sangrientas luchas, las cuales no han cesado en la actualidad.

3.    Creación y acción a favor de la vida
Si como hemos dicho, la creación tiene que ver con el plan salvífico de Dios y ese plan queda plasmado en las palabras de Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10); entonces, la creación es el acto que da origen a la vida.
Ahora bien, si nosotros somos verdaderamente cristianos, ello implica por lo menos dos acciones fundamentales. Por una parte, empeñarnos en la defensa de la vida en todas sus manifestaciones (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2270). Y, en segundo lugar, oponernos con determinación, en modo organizado y haciendo uso de los recursos legales, contra aquellos que ponen en riesgo la vida.
Quiero concluir, citando dos textos. El primero es de Pablo VI, en el que afirma que los que amamos la tierra y la creación podemos estar seguros que realizando una labor de pastoral campesina y de la tierra, estamos participando del proceso evangelizador:
Entre evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre? Nos mismos lo indicamos, al recordar que no es posible aceptar "que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad" (Evangelii Nuntiandi, n. 31).


El otro texto es del documento de Santo Domingo (CELAM), en el n. 172:
En nuestro continente hay que considerar dos mentalidades opuestas con relación a la tierra, ambas distintas de la visión cristiana:
a) La tierra, dentro del conjunto de elementos que forman la comunidad indígena, es vida, lugar sagrado, centro integrador de la vida de la comunidad. En ella viven y con ella conviven, a través de ella se sienten en comunión con sus antepasados y en armonía con Dios; por eso mismo la tierra, su tierra, forma parte sustancial de su experiencia religiosa y de su propio proyecto histórico. En los indígenas existe un sentido natural de respeto por la tierra; ella es la madre tierra, que alimenta a sus hijos, por eso hay que cuidarla, pedir permiso para sembrar y no maltratarla.
b) La visión mercantilista: considera la tierra en relación exclusiva con la explotación y lucro, llegando hasta el desalojo y expulsión de sus legítimos dueños.

CONCLUSIÓN
Lo mejor que podemos hacer para que nuestro discurso no resulte vacío es poner en práctica las líneas pastorales que nos ha sugerido el episcopado latinoamericano en el documento de Santo Domingo, nn. 176-177:

Líneas pastorales
N. 176:
·         Promover un cambio de mentalidad sobre el valor de la tierra desde la cosmovisión cristiana, que enlaza con las tradiciones culturales de los sectores pobres y campesinos.
·         Recordar a los fieles laicos que han de influir en las políticas agrarias de los gobiernos (sobre todo en las de modernización) y en las organizaciones de campesinos e indígenas, para lograr formas justas, más comunitarias y participativas en el uso de la tierra.

N. 177
·         Apoyar a todas las personas e instituciones que están buscando de parte de los gobiernos, y de quienes poseen los medios de producción, la creación de una justa y humana reforma y política agraria, que legisle, programe y acompañe una distribución más justa de la tierra y su utilización eficaz.
·         Dar un apoyo solidario a aquellas organizaciones de campesinos e indígenas que luchan, por cauces justos y legítimos, por conservar o readquirir sus tierras.
·         Promover progresos técnicos indispensables para que la tierra produzca, teniendo en cuenta también las condiciones del mercado, y la necesidad para eso de fomentar la conciencia de la importancia de la tecnología.
·         Favorecer una reflexión teológica en torno a la problemática de la tierra, haciendo énfasis en la inculturación y en una presencia efectiva de los agentes de pastoral en las comunidades de campesinos.
Apoyar la organización de grupos intermedios, por ejemplo cooperativas, que sean instancia de defensa de derechos humanos, de participación democrática y de educación comunitaria.


[1] Bartolomé de las Casas, Obras completas, vol. 5: Historia de las Indias III, Alianza Editorial, Madrid 1995, pág. 1871.

martes, 8 de octubre de 2013

“AUCTORITAS” Y “POTESTAS” EN EL IMAGINARIO DE LAS JERARQUÍAS



Lo mínimo que se le pide a una persona que ostenta un cargo directivo es que sepa distinguir entre “auctoritas” y “potestas”. Y si no sabe qué significan esas palabras, ni la relación que se da entre ambas, inteligente sería dedicar tiempo para saberlo.
Ahora bien, hay que decir que el desconocimiento, a propósito de la correlación entre “auctoritas” y “potestas”, se da en todo tipo de jefatura, sea esta militar, civil, ministerial, religiosa, política, magisterial, etc.
En lo que respecta el ámbito eclesiástico, la primera vez que el magisterio pontificio se pronuncia al respecto y de lo cual tenemos dato, es en la pluma del Papa Gelasio I; en una carta del año 494, dirigida al emperador Anastasio I, el pontífice le hace ver la distinción de dos poderes: «Son dos, en realidad, o augusto emperador, [los poderes] por los cuales este mundo está principalmente dirigido; la autoridad (“auctoritas”) en virtud de la consagración de los obispos y la potestad (“potestas”) real; de esos dos [poderes] es tanto más grave el peso de los sacerdotes, en tanto que éstos darán cuenta en el juicio divino de los mismos reyes de los hombres» (Carta “Famuli vestrae pietatis”, en DZ, n. 347).
La teorización que luego hizo el derecho romano de esa distinción es que la “auctoritas” es un tipo de derecho fundado en la credibilidad moral de quien ostenta un cargo, cuyo comportamiento es avalado por el consenso de una comunidad o conglomerado social. En cambio la “potestas” es el ejercicio del derecho fundado en un mandato legal, vinculado al cargo u oficio que se desempeña. Podemos decir que una persona puede tener poder (“potestas”), pero no autoridad; también, una persona puede tener autoridad (“auctoritas”) aunque no tenga poder (“potestas”). Las disposiciones emanadas de la autoridad se acatan en modo natural, las que proceden de la potestad se acatan por miedo a la represión y por temor a su poder coactivo.
En sentido estricto, el “auctor”, o sea, el que ejerce autoridad no es un creador, sino alguien que propicia responsablemente el crecimiento, el aumento y la prosperidad de algo.
Así, el ministro de obras públicas de un país tiene la potestad que emana del nombramiento oficial que el presidente del gobierno le otorga, pero esa potestad puede adquirir la forma de una autoridad sólo en la medida en que técnicamente ejerza con competencia su cargo y cuyo desempeño sea reconocido por la sociedad civil a partir de las obras y la honestidad con que realiza las mismas.
Lo mismo se dice de un artista cuya obra de arte es premiada con el Premio Nacional de Cultura de su país. En este caso, el premio lo autoriza una comisión, que a su vez ha sido autorizada por otra instancia. El premio es expresión del ejercicio de la potestad de una institución, pero el artista puede considerarse una autoridad en su ramo, solamente si el consenso social así lo juzga pertinente al evaluar sus obras.
Un obispo puede, en su diócesis, a partir de la potestad canónica, tomar decisiones arbitrarias e inconsultas, pero ello no significa que esté autorizado para hacerlo. Su autorización depende de la tradición religiosa a la que pertenece y de la valoración que sus fieles hagan de su desempeño. Si no respeta la tradición de sus obispos antecesores, es muy probable que alguno de sus sucesores lo desautorice. Traigo a colación el caso del Papa Honorio I, que ejerció el papado del 27 de octubre del 625 al 12 de octubre del 638; el cual fue anatemizado por el Papa Agatón por haber favorecido las herejías anti-cristianas, al cual, junto con los demás herejes se pide que «sus nombres debían ser borrados de la santa Iglesia» (DZ, n. 551) y de él específicamente dice el Concilio III de Constantinopla (680-681 d. C.): «Pero con ellos concordamos en disociar de la santa Iglesia de Dios y a castigar con anatema también a Honorio, que fue papa de la antigua Roma» (DZ, n. 552).
En sus formas radicales la “potestas” degenera en despotismo, cuando el potentado se mira como señor de todas las magistraturas posibles, como Augusto, y cuando emula el poder militar, que los romanos llamaban “imperium”, para pasar a ser un “imperator”, un emperador, es decir, el que manda o impera con poderes absolutos.
Hay una falsa percepción de la realidad en las jefaturas, cuando llegan a pensar que el hecho mismo de ostentar un cargo es razón suficiente para ser respetados y obedecidos.
Es común que encontremos jefes no competentes en su cargo, que al ser requeridos para resolver problemas específicos se limiten a decir: “pregúntele a fulano”, es decir, un trabajador de menor rango pero autorizado por su experiencia, con lo cual acepta que él tiene la potestad, pero una persona más sencilla tiene la autoridad para resolverlo.
Cuántas veces hemos visto en oficinas públicas y privadas, que el jefe llega con una agenda improvisada treinta minutos antes, que se expresa con un lenguaje impropio, con explicaciones confusas, pero, eso sí, siendo implacable a la hora de poner plazos perentorios para la entrega del trabajo.
Me parece obvia la falta de autoridad que campea en nuestros medios y el exceso de potestad que le corresponde negativamente. De la falta de autoridad se deduce falta de credibilidad y el abuso de poder.
Un líder desautorizado es un niño que da grandes gritos en un campo desolado; es el habitante neutro “de un planeta extraño”; es el predicador mudo de la comunidad de los sordos voluntarios; es, en definitiva, el lobo vestido de oveja (cfr. Mateo 7,15).
Concluyo con las palabras del Papa Gelasio I, en la carta ya citada: «Las realidades que han sido constituidas por juicio divino pueden ser agredidas por la humana temeridad, pero no pueden ser vencidas por nadie» (DZ, n. 347).

jueves, 26 de septiembre de 2013

LUMEN FIDEI. Un esquema para su estudio



LUMEN FIDEI
REFLEXIONES ACERCA DE LA CARTA ENCÍCLICA
DEL PAPA FRANCISCO


I.             INTRODUCCIÓN

El Papa, al presentar la fe como luz recurre a una teología simbólica, es decir, se apoya en un recurso alegórico que tiene profundas raíces bíblicas y patrísticas. En el sentido bíblico la luz es el don de Dios revelado en Jesucristo: «Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas» (Jn 12,46). En el sentido simbólico Jesucristo es el Sol Naciente, que otorga su luz a la Luna (la Iglesia), toda ella bañada en rocío, que en el plenilunio, derrama el agua del bautismo sobre todos aquellos que quieran dejarse iluminar por la luz de Jesucristo[1]. Si en tiempos antiguos —en la cultura helénica— los hombres adoraban al Sol invicto y la Iglesia de entonces, supo aplicar la mitología griega a la teología cristiana, también hoy no podemos dejarnos ofuscar por la razón ilustrada que instrumentaliza al ser humano; al contrario, debemos con prudencia y creatividad, saber proponer la luz de Cristo al mundo contemporáneo. Esto es aquello que los padres de la Iglesia llamaban el Mysterium Lunae: «quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso» (LF, 1).



II.           ARTICULACIÓN DE LA ENCÍCLICA

CONTENIDO
TÍTULO
NUMERALES
RESUMEN DEL CONTENIDO
Introducción
1-7
Se introduce el sentido en que es presentada la fe en la Encíclica.
Primer Capítulo
Hemos creído
en el amor
8-22
Fundamentación bíblica.
Segundo Capítulo
Si no creéis
no comprenderéis
23-36
La fe y sus correlatos: verdad, amor, escucha, visión, razón, búsqueda, teología.
Tercer Capítulo
Transmito
lo que he recibido
37-49
Sentido eclesial de la fe.
Cuarto Capítulo
Dios prepara
una ciudad para ellos
50-60
La fe y sus mediaciones: el bien común, la familia, relaciones sociales, sufrimiento y esperanza.




III.         CLAVES DE LECTURA

El Papa hace uso de cuatro categorías fundamentales que atraviesas en modo transversal el texto: luz, camino, memoria y amor. Un resumen lo encontramos en el n. 4:

La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más amplia comunión.


a)   En cuanto LUZ la fe dice claridad. La encíclica trata de salir al paso a la mentalidad moderna que considera a la fe como tendiente al oscurantismo: «la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad» (LF, 3). Pero, dado que la luz ilustrada del mundo tecnócrata no logra satisfacer suficientemente el deseo de luz de las personas, de lo que se trata es de «recuperar el carácter luminoso propio de la fe» (LF, 4), que tiene la capacidad de «iluminar toda la existencia del hombre» (Ibídem). En términos concretos se busca tener clara la diferencia entre el acto de fe y los contenidos de la fe,  algo que ya fue pedido por el papa Benedicto XVI: «quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios» (PF, 10). Como dice el Papa Francisco: «la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino» (LF, 6).

b)   En cuanto CAMINO la fe dice tránsito, movimiento, dinamismo. La fe, en cuanto camino, supone un recorrido, de modo que para comprenderla adecuadamente es necesario narrar la historia de los que creyeron antes que nosotros, es decir, debemos conocer «el camino de los hombres creyentes» (LF, 8). En el testimonio de Abrahán «la fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre» (Ibídem). Abrahán emprende un camino porque fue llamado y al caminar era fortalecido por la esperanza en una promesa, así la fe implica «una llamada y una promesa» (LF, 9). Ahora bien, la forma plena de la fe la encontramos en Jesucristo, habida cuenta que, «la fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver» (LF, 18) y esto en un despliegue inspirado en la teología joánica que distingue entre creer a Jesús y creer en Jesús: «Creemos a Jesús cuando aceptamos su Palabra... Creemos en Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida» (Ibídem).


c)   En cuanto MEMORIA la fe dice promesa y esperanza. La promesa que Dios hace a Abrahán obliga a este a mantener en su memoria lo prometido. La fe, entonces, no se refiere a un mero recuerdo, sino al deseo de que se cumpla la promesa, está íntimamente vinculada a la esperanza: «la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. […] memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la esperanza» (LF, 9). Por supuesto, también el Pueblo de Israel se pone en camino, animado por las promesas de Dios y no desiste aunque haya caído en el pecado de la idolatría (cf. LF, 13). Por definición, «la idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto» (LF, 13); de modo que «la fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal» (Ibídem).

d)  En cuanto AMOR la fe dice comunión. Por amor no hay que entender en primer lugar la acción caritativa, sino el principio teológico que pone en relación a la misión salvífica de Jesucristo con la acción del Espíritu Santo. De modo que si la fe implica creer en Cristo y creer a Cristo, esto es posible por la acción del Espíritu Santo: «en la fe, el “yo” del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo» (LF, 21). El acto de fe integra la libertad del creyente, el encuentro con Cristo y la acción del Espíritu Santo que posibilita el encuentro: «Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12,3)» (Ibídem). Ahora bien, dado que «la fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio» (LF, 22, cf. LF, 39), entonces reclama como necesaria una forma eclesial y comunitaria: «la fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del cuerpo de Cristo, como comunión real de los creyentes» (LF, 22).



IV.         CRITERIOS SUGERIDOS POR EL PAPA PARA UNA ADECUADA COMPRENSIÓN DE LA FE

a)    Relación entre fe, verdad y amor. Hay que superar, nos dice el Papa, tres tipos de reducción en cuanto al modo de vivir la fe: la reducción sentimentalista, que la hace depender «de los cambios en nuestro estado de ánimo» (LF, 24); la reducción tecnócrata que «tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica» (LF, 25) y la reducción individualista según la cual las verdades son «válidas sólo para uno mismo» (Ibídem). Por otra parte, «amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona» (LF, 27). Además, «sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al “yo” más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y dar fruto» (Ibídem).
b)    La pedagogía de la fe. El acto de creer integra el escuchar y el ver. La fe es el resultado de una comunicación visual (oculata fides) y auditiva (fides ex auditu) entre Dios y los hombres en Jesucristo (LF, 29-31). A su vez, la escucha nos orienta hacia el diálogo, en primer lugar, al diálogo entre fe y razón: «La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas» (LF, 34).  En segundo lugar, al diálogo entre los diversos credos que se profesan en el concierto de las  religiones: «La luz de la fe en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios, y constituye la aportación propia del cristianismo al diálogo con los seguidores de las diversas religiones» (LF, 35).
c)    El sentido eclesial de la fe. El Papa nos dice una hermosa frase: «quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros» (LF, 39). Debido al hecho de que la fe es fruto de un proceso de comunicación —de la comunicación de Dios a los hombres—, para que ese proceso pueda continuar en la historia, se necesita un sujeto que comunique en el presente y en el futuro aquello que ha recibido; como afirma el Papa: «quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite también como palabra y luz» (LF, 37). Este proceso de transmisión justifica la existencia de la Iglesia en cuanto sujeto encargado de transmitir y testimoniar la fe. Dicho en modo gráfico, «la fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama» (Ibídem). Desde una perspectiva escatológica, el mecanismo que da sentido a la Iglesia y a su esencia (cf. AG, n. 2) es la categoría de memoria: la Iglesia es el sujeto de la memoria. Así lo expresa el Papa: «El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia» (LF, 38). Dicho en modo más contundente, «tenemos un contacto vivo con la memoria fundante» (LF, 40). Ahora bien, la Iglesia no es auto-referencial, sino que la posibilidad del recuerdo en ella la determina la acción del Espíritu Santo, según aquello que dice el texto bíblico, «os irá recordando todo» (Jn 14,26, cf. LF, 38). Otro aspecto importante es el ámbito en que se da la comunicación de la fe; desde sus orígenes, «la fe tiene una estructura sacramental» (LF, 40). Además de los sacramentos, también facilitan el proceso de transmisión de la fe el Credo (cf. LF, 45), la oración del Padrenuestro (cf. LF, 46) y el Decálogo (cf. LF, 46). Esos cuatro elementos constituyen «el tesoro de memoria que la Iglesia transmite» (LF, 46). El respeto y la práctica de estos elementos asegura la unidad de la fe (cf. LF, 47), que debe «ser confesada en toda su pureza e integridad», «puesto que la unidad de la fe es la unidad de la Iglesia» (LF, 48). Por último, la sucesión apostólica se encarga de asegurar la continuidad del proceso (LF, 49).
d)    Fe y mundo contemporáneo. Finalmente, «la fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación» (LF, 50). No puede entenderse como una fuga mundi, como un aislarse o una huida del mundo: «La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo» (LF, 51). Para un cristiano, la edificación de un lugar para la fe se traduce en el empeño por inspirar la arquitectura de las relaciones humanas: «las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios» (LF, 51). Entre las mediaciones privilegiadas para iluminar las relaciones humanas está  la familia basada en el matrimonio cristiano (cf. LF, 52). Se busca que la familia sea escuela de la fe con un aporte específico a la construcción del bien común. Esto es así porque «la luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo» (LF, 57). Si bien es cierto, «la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar» (LF, 57). Lo importante es saber que «en la debilidad y en el sufrimiento se hace manifiesto y palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro sufrimiento» (LF, 57). Se trata, pues de afincarse en la esperanza, «que mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad cimientos sólidos y duraderos» (LF, 57). Se da así la correlación entre fe, esperanza y caridad: «El espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a caminar con esperanza» (LF, 57).

«Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45) (LF, 58).



V.  ASPECTOS QUE AMERITAN PROFUNDIZACIÓN

·         La crisis de fe en los cristianos.
El sensus fidelium. El sentido de la fe en el pueblo de Dios.



[1] La relación entre la mitología helénica y la doctrina cristiana ha sido estudiada por Hugo Rahner, Simboli della Chiesa. L’ecclesiologia dei Padri, San Paolo, Cinisello Balsamo (Milano) 1995. En la primea parte de su libro el autor trata el tema de la Iglesia bajo el imagen del Mysterium lunae.

lunes, 2 de septiembre de 2013

CATEQUESIS N. 1: LA FE, DON DE DIOS Y FUENTE DE LA MISIÓN



1.   Enfoque
Entre la fe y la misión hay una íntima relación. Si entendemos la fe, en primer lugar, como un don de Dios, ello implica que aceptemos la preeminencia de la iniciativa de Dios, que en un acto de amor misericordioso viene a nuestro encuentro en la encarnación de Jesús para redimirnos. El don de Dios, entonces, no es algo que él da, sino que es el entregarse de Sí mismo; tampoco es algo estático, sino dinámico: Dios viene en busca de los hombres y mujeres.
Pero, la iniciativa de Dios requiere una respuesta adecuada, es decir, ante la entrada de Dios en la historia, los que vivimos la historia podemos y estamos llamados a dar una respuesta. Nuestra respuesta a Dios debe ser libre y consciente.
De modo que la fe es el fruto de un encuentro de libertades: de la libertad de Dios que nos visita en la persona de Jesús y de la libertad humana que lo acoge como un don precioso. La fe es la puerta (cfr. Hechos 14,27) donde se encuentra Dios con los hombres.
¿Qué es entonces la misión? En primer lugar, es la entrada de Dios en la historia por medio de Jesucristo. En segundo lugar, es el deseo que sienten las personas de comunicar a otros el encuentro que han tenido con Jesús y es, al mismo tiempo, la actividad sistemática que organiza ese deseo para que se haga efectivo en la historia. Este núcleo esencial que se forma entre fe y misión es lo que posteriormente dará inicio y sentido a la Iglesia. La Iglesia con humildad debe reconocer que ella no es una institución autorreferencial, sino que está al servicio de la gran Misión iniciada por el Misionero del Padre, Jesucristo.

2.   Escuchar al Papa
El Papa, en su mensaje, se expresa en estos términos:
La fe es un don precioso de Dios, que abre nuestra mente para que lo podamos conocer y amar, Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos partícipes de su misma vida y hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más buena, más bella. Dios nos ama (Mensaje, n. 1).

Todavía más claro es el sentido de la fe en su documento Lumen Fidei, cuando habla de la fe como un encuentro:
La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida (LF, n. 5).
Pero, no solo eso. La fe es presentada como la madre que nos da a luz para una nueva vida y para un testimonio valiente en el mundo; en este sentido, recordando las actas de los mártires, que narran los sufrimientos de los primeros cristianos, dice:
Para aquellos cristianos, la fe, en cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, era una “madre”, porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta el final (LF, n.5).
Un importante resumen de lo que estamos reflexionando nos lo da el Papa en el n. 7 de su encíclica Lumen Fidei:
En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios.

3.   La misión compartida
Con los hermanos que participan en la catequesis busquemos el texto bíblico de la Carta a los Hebreos 11,1-40. El texto es extenso, por lo cual se sugiere que se haga participar a los hermanos y hermanas en la lectura del mismo. Al final de la lectura se hará una reflexión compartida en la que se pueden resaltar los siguientes aspectos:
a)    ¿Cómo define el texto la fe?;
b)    Que la fe supone un acto de la libertad por medio del cual se acepta o niega la entrada de Dios en la historia. El texto es muy claro al presentar personas concretas que responden: Abel, Henoc, Noé, etc.
c)    Que la fe, profesada valientemente, puede llevarnos a un testimonio responsable ante la violencia de los poderes del mal.

TEXTO DEL CONCILIO VATICANO II:
Del Decreto Ad Gentes, n. 2:
La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre. Pero este designio dimana del "amor fontal" o de la caridad de Dios Padre, que, siendo Principio sin principio, engendra al Hijo, y a través del Hijo procede el Espíritu Santo, por su excesiva y misericordiosa benignidad, creándonos libremente y llamándonos además sin interés alguno a participar con El en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad la bondad divina y no cesa de difundirla, de forma que el que es Creador del universo, se haga por fin "todo en todas las cosas" (1 Cor, 15,28), procurando a un tiempo su gloria y nuestra felicidad. Pero plugo a Dios llamar a los hombres a la participación de su vida no sólo en particular, excluido cualquier género de conexión mutua, sino constituirlos en pueblo, en el que sus hijos que estaban dispersos se congreguen en unidad (Cf. Jn, 11,52).

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