III. ONTODOLOGÍA
DE LA VOCACIÓN Y DE LA MISIÓN
El término «ontodología»
lo encontramos en el ámbito del pensamiento contemporáneo, fue acuñado por el
filósofo francés Claude Bruaire[1],
para indicar la íntima unidad del ser y del
don[2].
Aquí retomamos el término para indicar
el hecho de la inseparabilidad entre lo gratuito y la gratuidad tanto en la
vocación y en la misión. Este punto ha sido ya tratado por A. Cencini respecto
a la vocación[3];
también de algún modo se encuentra presente en los documentos magisteriales
entorno a la misión en cuanto que se habla de compartir la fe, como fruto del
encuentro con Cristo. Sin embargo, consideramos que hace falta remarcarlo desde
la perspectiva de la íntima relación entre vocación y misión. Con el término no se busca apuntar algo nuevo
en la díada vocación-misión, sino más bien, hacer énfasis de algo que consideramos
a veces un tanto olvidado y que tiene directas implicaciones prácticas que
afectan el hacer propio del cristiano y de la Iglesia.
Hasta el momento
hemos podido apreciar cómo la vocación y la misión parten de una iniciativa
divina a la cual debe obedecerse por medio de la respuesta humana. Si bien la
vocación y la misión tienen su fundamento primero en la Trinidad, también
conviene decir que pueden darse en el ser humano en cuanto que éste tiene una
esencialidad de don.
En lo más íntimo
de su ser, la persona humana no sólo es
alma y cuerpo, racionalidad y voluntad, sino ante todo es ser-donado, ser que ha recibido el don de su existencia no de sí
mismo, sino del Eternamente Otro. Es «yo» a partir del «Tú» por antonomasia. Ahora
bien, en el caso del ser, entendido como don, no nos podemos imaginar el don
como el conceder a un determinado sujeto algo de lo que carece y sin lo cual se
encuentra sustancialmente incompleto, «el don no sólo significa el hecho de
conferir sino también lo que se confiere»[4].
No es que Dios dé algo que se llama ser a lo ya existente, más bien el ser
lleva en su misma esencia el ser donado, pues nada existe sin ser y todo ser es
esencialmente don, esto es decir que el ser es puesto en la existencia en un
determinado momento por iniciativa divina y no tanto por la iniciativa del ente
creado. Por eso San Pablo dirá: ¿Qué
tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te alabas a ti
mismo como si no lo hubieras recibido? (1 Cor 4,7). Todo es don, no hay
nada, en cuanto a seres creados, que podamos decir que nos lo hemos dado a
nosotros mismos.
En esta realidad ontológica, o como hemos preferido llamar, ontodológica, se
asienta la vocación como algo dado por Dios en la misma existencia humana, lo
mismo ocurre con la misión, ya que es un
don en cuanto que es un encargo que viene de Dios.
Ahora bien, si
el ser es donado esto hace que también se convierta en donante; el regalo no
deja de ser regalo cuando es aceptado, pues sigue teniendo la categoría de
regalo; es más, busca plenitud y ésta la encuentra cuando siendo un regalo
recibido se convierte en un regalo entregado. Este entregarse se da porque el
ser dice alteridad: «dado que el ser-del espíritu es don, lleva dentro de sí la
dinámica del donarse; puesto que es don, se da; se da él mismo en aquello que
dona»[5].
Esto es así por la dinámica interna de la gratitud y de la gratuidad del
ser-donado. Desde una perspectiva antropológica, que se asienta en una
concepción metafísica del ser como don (ontodología), podemos decir que una vez
el ser humano se descubre como donado brota en él la conciencia de agradecimiento
o de gratitud, este «dar gracias», lleva en lo más hondo del ser-donado el
hecho de dar, dar-gracias, dar gratis; en otras palabras, agradecer
significa compartir lo que se ha
recibido. Entonces pasamos de la gratitud a la gratuidad; quien toma real
conciencia de su ser como donación y una donación que es fruto de amor, se
decide también a amar, a darse. Recordemos cómo expresa la primera carta de san
Juan esto, cuando apunta: En esto está el
amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y
envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados (1 Jn 4,10). La dinámica
que nos presenta la carta joánica tiene una clara clave de donación. El ser
humano ha recibido amor antes de que él pudiera amar a otro, he aquí el hecho ya
del don, en el haber recibido el amor
de Dios, y la plenitud de éste amor en la entrega
del Hijo. La puesta en existencia no es consecuencia de un poder frío, sino que
es efecto del Poder henchido de amor, amor creativo, que ha puesto en
existencia todo cuanto existe. Y es que el amor esta en clave de donación, esto
queda expresado también en otro texto paradigmático como el de Juan 3,16: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo. Por eso se
dirá que «por más que me dedique a los demás y a la vida, no igualaré nunca la
cuenta de lo que he recibido de los demás y de la vida (y continúo recibiendo)»[6].
Esto último queda plenamente plasmado cuando se trata de hablar de lo que se ha
recibido de Dios mismo, que es quien ha colocado delante de mí a los demás y me
ha dado la vida.
La ontodología,
pues, permite fundar «la fuerza ontogénica del Amor absoluto»[7].
Si Dios es amor (Cfr. 1 Jn 4,16), entonces, su ser ha de pensarse en términos
de donación[8].
Ahora bien, El ser humano, por el hecho
de ser imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gen 1,26), es don no sólo por haber
recibido su ser sino porque puede compartirlo, puede ser don para los otros. Por
lo tanto, podemos hablar de donación en cuanto que el ente es ser-donado en su misma esencia de ser
creado y también en cuanto que se vuelve don cada vez que busca el encuentro
con el otro, se vuelve donación cuando busca dar lo que ha recibido, esto
implica por lo general no sólo dar algo, sino darse a sí mismo.
Es esta
naturaleza ontodológica del ser humano en donde no sólo la vocación y misión
humana tiene su fundamento sino que la vocación y misión cristiana se presentan
en la vida de la persona como plenitud del recibir y del dar. Porque la
vocación es algo que es dado, esto significa también que es algo gratuito,
recibido de parte de Dios. Este recibir engendra agradecimiento y bajo esta
actitud brota la voluntad de entrega. Quien toma conciencia de que su vida es
don, que su vocación es don, toma conciencia también del compartir ese don. Así
pues, el don engendra gratitud y la gratitud a su vez gratuidad, o sea,
capacidad de compartir y compartirse.
La misión sigue
también esta línea, es más, lo expresa de un modo mayor. La vocación es tomar
conciencia de la importancia de mi ser para Dios en cuanto que por amor me ha
elegido y llamado. La Misión, a su vez, revela la confianza de Dios en el ser
que elige y llama. Hay una confianza en el sentido que el llamado está invitado
a realizar el cometido de Dios en la historia y lugar que le toca vivir. Decimos
que Dios confía, en el sentido que da la misión y espera que ésta se realice a
través de la fragilidad humana[9].
He aquí una profunda razón antropológica de la vocación y de la misión. El ser
humano tiene la capacidad de recibir y de dar, en esta naturaleza ontodológica
se asienta el ser del cristiano que recibe una vocación desde la Eternidad y
una misión que implica una dimensión trascendental. Si la misión de la Iglesia
es evangelizar, ésta se constituye también en tarea esencial de cada cristiano,
esto está en lo más íntimo de la persona del creyente. Se entiende pues la
expresión paulina, ¡ay de mí si no
evangelizo! (1 Cor 9,16). No sólo la Iglesia y la historia se ven
afectadas, en primer lugar está la misma persona.
El no
evangelizar conlleva el no comprometerse con el otro, con la historia, el no
buscar darse. Y quien en esto cae no sólo traiciona su fe sino también destruye
a su propia persona, pues ya decíamos que ese recibir para dar es dinámica
esencial para forjar plenitud de persona humana y creyente. Por eso, es
importante remarcar que el ser de la persona humana no sólo es ser, es ser-donado, capaz de recibir porque está
llamado a ser enviado a dar y darse. Sin esta dinámica interna del ser, éste no
se constituye verdaderamente en cuanto tal.
El ser humano
puede traicionar su vocación y misión, lo mismo el creyente, pero no debe
hacerlo, pues si lo hace camina hacia la propia destrucción y obstaculiza la
presencia de Dios en la historia, convirtiéndose así en agente activo del anti-reino.
Para utilizar lenguaje bíblico diríamos que en lugar de ser luz, se hace
tiniebla (Cfr. Prov. 4,19; Jn. 1, 5; 12,35; Ef. 5,11;), en lugar de ser sal, se
convierte en lo desabrido (Cfr. Mt 5,13), en lugar de ser trigo, se convierte
en cizaña (Cfr. Mt 13, 24-30). En lugar de ser liberador se convierte en
opresor. Por eso, si el ser humano no toma conciencia de su ser-para-otro en cuanto que es ser-por-Otro no sólo traiciona su
dignidad humana sino también su condición de hijo del Dios que se ha revelado
como Padre en el Hijo, así como también su estado de hermano para con los
demás. Si esto no se vive, la persona humano-creyente no es ni totalmente
humana ni totalmente creyente, no se da en él ni la plenitud de lo humano ni la
plenitud de lo cristiano.
Por eso es muy
importante entender la naturaleza del ser humano y la del cristiano, desde una
perspectiva ontodológica, la cual se respira en la Sagrada Escritura. Dios
aparece en ella como Aquél que llama siempre para algo, da para que se comparta
lo recibido. Tanto vocación y misión en el lenguaje bíblico son realidades
puestas para el servicio de los otros[10],
es decir, lo donado no es solamente para ser aceptado, sino ante todo, es para
ser compartido. «El don y la conciencia del don son los que crean sentido de
responsabilidad»[11].
Por otra parte,
si bien tanto en la vocación como en la misión, se da la dinámica ontodológica
del recibir-dar, creemos que esto
queda también plasmado en la cuestión de su íntima relación. En la vocación se
recibe no sólo el llamado sino también el para qué Dios llama y el modo en cómo
quiere Dios que se viva ese llamado; pero
es en la misión cuando se realiza ese para qué y el modo del
llamado. Podríamos decir que la misión se recibe
en la vocación pero la vocación se da
en la misión. Y en esto se cumple aquello de Nuestro Señor: lo que han recibido gratis, denlo gratis
(Mt 10,8). El recibir es para dar, el carácter gratuito de lo recibido indica
que es algo regalado por la iniciativa amorosa de Dios, sólo el amor explica y
da sentido a la generosidad. Esto aplica también en la vocación que debe
comprometerse con la misión en la dinámica del amor y de la generosidad.
Por eso no puede
haber separación entre vocación y misión. No sólo nos referimos al hecho de que
la vocación está en función de la misión, pues Dios siempre llama para algo; sino
también el hecho de la dinámica del recibir-para-dar, el cual hace que el ser del cristiano se desarrolle y
alcance plenitud. No se puede hablar de vocación sin misión como tampoco se
puede hablar de misión sin antes hacerlo respecto a la vocación. Por eso se
puede decir que «el cristianismo no es una ley, aunque conlleva una; no es una
moral, aunque conlleva una. Es, por don del Espíritu de Cristo, una ontología
de gracia que entraña, como su producto o fruto, determinados comportamientos,
e incluso los exige por lo que somos»[12].
Esta «ontología de gracia» es la que hemos llamado en el presente artículo
ontodología. El cristiano ante todo es un don para el resto de la creación en función de lo
recibido, pues lo que ha recibido gratis es para que lo de gratis (Cfr. Mt
10,8).
Ontológicamente
hay una precedencia de la vocación respecto a la misión, pues porque somos
llamados somos enviados a testificar, a evangelizar a partir desde nuestra
condición de llamados[13],
pero el que haya una precedencia en nada dice que exista una separabilidad, es
más la precedencia indica que existen momentos de un sólo proceso. Por eso es
erróneo hablar mucho de misión sin antes hablar de la condición de vacacionados,
como es absurdo ensalzar el carácter vocacional del cristiano si no es en
vistas a la misión.
En este sentido,
consideramos que el Documento de Aparecida, a partir de la concepción dada por
el Concilio Vaticano II, se ubica en el punto embrionario de la cuestión, todos
somos discípulos en cuanto hemos sido llamados por Dios en el Hijo a participar
de una vida plena en Dios, esa participación nos lleva a ser misioneros del
Amor en medio de nuestra sociedad, de nuestros ambientes y lugares. La vocación
y la misión están presentes en todo bautizado, como un recibir y un dar a
partir de lo recibido. Por eso creemos que no es tan feliz hablar de vocación
específica a la misión, sino hablar más bien de carácter misionero de la
vocación, pues toda vocación es misionera en cuanto que en la misión comparte
lo recibido, si esto no ocurre, no sería verdadera vocación. Ahora bien, dentro
de estas vocaciones misioneras surgen laicos, sacerdotes, religiosos que
concretan su compartir en un «ir más
allá de sus fronteras». La misión ad
extra nace como fruto de una madura
misión ad intra y como expresión de
la maduración del creyente, el cual busca dar y darse de modo más pleno.
Este cambio en
la presentación de la vocación cristiana nos llevaría a una cuestión práctica
importante, el hecho de ayudar al cristiano a tomar conciencia de que todos
somos misioneros. Es más fácil y provechoso plantear la misión ad gentes en medio de cristianos
que han tomado la conciencia de que
todos son misioneros, a realizarlo en medio de
cristianos que piensan que hay unos pocos que son llamados por Dios para
realizar la misión ad gentes. Desde
la perspectiva que estamos proponiendo, la misión ad gentes sería entonces planteada como profundización en la toma
de conciencia del don recibido, lo cual llevaría a una donación más profunda.
Como vemos, la íntima y esencial unión entre vocación y misión implica también hablar
de que toda vocación, es decir, todo llamado existe para la misión, y si esto
no es así, la vocación cristiana carecería de sentido
CONCLUSIÓN
Hemos llegado al
momento de sacar conclusiones. En primer lugar, recordemos que la Iglesia por
naturaleza es vocacional y misionera. Conviene decir que sobre lo segundo ha
habido un despertar en los diversos ámbitos eclesiales en los últimos años, eso
es importante, porque si la Iglesia descuida su ser misionero, traiciona a su
Fundador y también su ser como institución divino-humana. Donde se nota, sin
embargo, todavía menos despertar es en el ámbito de la naturaleza vocacional de
la Iglesia, que está íntimamente relacionada, como se ha visto, con su
naturaleza misionera, ya que no hay vocación sin misión y misión sin vocación.
La vocación fundamenta y da origen a la misión y la misión expresa
concretamente y da sentido a la vocación. Con todo, creemos que el descuido respecto
al tema vocacional en algunos ámbitos pastorales de la Iglesia, se deba al
hecho que ha habido una concepción de la vocación un tanto reducida, limitada
sólo al ámbito de los consagrados (religiosos y vida sacerdotal). Sin embargo,
esto se está viendo superado por el
desarrollo de una teología de la
vocación que ya se hace presente en documentos magisteriales importantes. Esto
incluso ha llegado a tocar las conciencias de aquellos que dirigen la misión de
la Iglesia, al considerar un punto clave el hecho de la animación vocacional
como fermento de cristianos comprometidos con la misión.
Consideramos que
el magisterio reciente da muchas ideas valiosas en torno a la vocación y a la
misión; sin embargo, se sigue hablando muchas veces con gran avidez y
preponderancia sobre la misión, y que todos somos misioneros, sin antes tratar
el por qué los somos, esto se debe a la laguna que nos deja el hecho de
plantear la misión sin tener en cuenta la vocación o dándola por supuesta,
cuando quizá, se deba partir primero por aclarar el tema vocacional para hablar
posteriormente de la misión.
También se ha
logrado ver cómo la vocación y la misión
cristiana tienen su fundamento metafísico-antropológico, la vocación-misión
humana no está en contra de la vocación-misión cristiana, más bien una es
desarrollada y llevada a la plenitud por la otra; tal es el caso de la relación
entre vocación humana y vocación cristiana, así como de misión humana y misión
cristiana. Es más, la vocación-humana sirve como base o estatuto antropológico
en donde se asienta la vocación y la misión de los hijos de Dios.
Por último, se
ha dejado entrever, con una base bíblico-magisterial, que existe una relación
muy íntima entre la vocación y la misión, ni una ni otra puede entenderse
plenamente de modo aislado, pues son parte de una misma dinámica ontológica.
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[1] Claude
Bruaire (1932-986) fue profesor de filosofía en la universidad de la Sorbona. “Ser y Espíritu” (L’être et l’esprit-1983) es la primera obra traducida al
castellano. Otros títulos importantes de su producción son: L’affirmation de Dieu (1964), Philosophie du corps (1968), La raison politique (1974, Pour la métaphysique (1980).
[2] CL. BRUAIRE, Ser y Espíritu, Caparrós, Madrid 1999,
73.
[3] Cfr. A. CENCINI, «Teología de la
Vocaciones», Medellín 146 (2011),
157-182.
[4] A. LÓPEZ, «El Ser y Espíritu»,
en Revista Española de Teología 61
(2001), 161.
[5] A. LÓPEZ, «El Ser y Espíritu»,
en Revista Española de Teología 61 (2001),
163.
[6] A. CENCINI, Llamados para ser enviados, Paulinas, Bogotá 2009, 89-90.
[7] C. BRUAIRE, El ser y el Espíritu, 197.
[8] Dios no es ente, es el ser
Absoluto, aunque Absoluto no en el sentido hegeliano de la palabra, sino en
cuanto dador de ser y sustentador del mismo. El ser de Dios es don no en cuanto
es ser creado, es decir no en cuanto ha recibido su existencia de otro, sino en
cuanto es el Ser Increado que se da al ser creado. “Dios, el absoluto, se dice
en la historia y revela en Jesucristo que es puro don: don de sí mismo y don de
sí fuera de sí mismo” A. LÓPEZ, «El Ser y Espíritu», en Revista Española de Teología 61 (2001), 149.
[9] «Aceptar que Dios se revela en
la precariedad de la vida humana […] Más bien, precisamente ésta es la
peculiaridad de la revelación cristiana o lo bello de la “buena noticia”: lo sumamente perfecto resiste revelarse a
través de lo imperfecto», A. CENCINI, Dios
de mi vida. Discernir la acción
divina en la historia personal, 47.
[10] Toda
vocación es verdadera y santifica cuando ayuda a los otros a vivir en Dios y
para Dios. Por ejemplo: en la vocación de Moisés vemos que cuando Moisés
responde a la llamada de Dios, el pueblo de Israel se ve beneficiado, porque es
liberado (Cfr. Ex, 14; 7-15). En las vocaciones de Isaías y Jeremías vemos cómo
se buscaba la conversión del pueblo para que el pueblo no cayera en desgracias
(Cfr. Is 6, 5-10; Jer 1, 4-10). En la vocación de María vemos cómo con su sí,
se abre la posibilidad de salvación a todos los seres humanos (Cfr. Lc 1,
26-38).
[11] A. CENCINI, Dios de mi vida. Discernir la
acción divina en la historia personal, 99.
[12] I. APARISI,
«Elección, vocación y misión del “hombre cristiano” en el marco del Reino de
Dios, según el cardenal Yves Congar», en Anuario
de Historia de la Iglesia, XIX, Pamplona 2010, 515.
[13] Cfr. C.M. De CÉSPEDES, «Vocación
y misión del intelectual católico», en Espacio
Laical, 31 (2008), 21.
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