Autor: Augusto Roa Bastos.
Fuente: "Yo el Supremo" (Novela). Cátedra, Madrid 1987.
«YO es ÉL, definitivamente. YO-ÉL-SUPREMO. Inmemorial. Imperecedero. A mí no me queda sino tragarme mi vieja piel. Muda. Mudo. Sólo el silencio me escucha ahora paciente, callado, sentado junto a mí, sobre mí. Únicamente la mano continúa escribiendo sin cesar. Animal con vida propia agitándose, retorciéndose sin cesar. Escribe, escribe, impelida, estremecida por el ansia convulsa de los convulsionarios. Última ratio, última rata escapada del naufragio. Entronizada en la tramoya del Poder Absoluto, la Suprema Persona construye su propio patíbulo. Es ahorcada con la cuerda que sus manos hilaron. Deus ex machina. Farsa. Parodia. Pipirijaina del Supremo-Payaso... La mano-rata-náufraga escribe: Me siento caer entre los pájaros ciegos que caen a la caída del sol en la tarde de la caída. Sus ojos reventados me empapan de sangre. Guardan la imagen de mi caída en medio de la tormenta. ¡Esos pájaros están locos! ¡Esos pájaros soy YO! ¡Atención! ¡Me esperan! Si no voy con la maleta de la Justicia no los reconoceré nunca... nunca... nunca... nunca... nunca... nunca... NUNCA MÁS!!!» (pp. 589-590).
«Dices que no quieres asistir al desastre de tu Patria, que tú mismo lo has preparado. Morirás antes. Morirá esa parte de ti que ve lo mortal. No podrás escapar de ver lo que no muere. Porque lo peor de todo, grotesco Arquí-loco, es que el muerto siempre y en todas partes sufre, por muy muerto que esté con mucha tierra y el olvido encima. Creíste que la Patria que ayudaste a nacer, que la Revolución que salió armada de su cráneo, empezaban-acababan en ti... Te alucinaste y alucinaste a los demás fabulando que tu poder era absoluto... Dejaste de creer en Dios pero tampoco creíste en el pueblo con la verdadera mística de la Revolución... Con grandes palabras, con grandes dogmas aparentemente justos, cuando ya la llama de la Revolución se había apagado en ti, seguiste engañando a tus conciudadanos con las mayores bajezas, con la astucia más ruin y perversa, la de la enfermedad y la senectud. Enfermo de ambición y de orgullo, de cobardía y de miedo, te encerraste en ti mismo y convertiste el necesario aislamiento de tu país en el bastión-escondite de tu propia persona. Te rodeaste de rufianes que medraban en tu nombre; mantuviste a distancia al pueblo de quien recibiste la soberanía y el mando, bien comido, protegido, educado en el temor y la veneración, porque tú también en el fondo lo temías pero no lo venerabas. Te convertiste para la gente-muchedumbre en una Gran Obscuridad; en el gran Don-Amo que exige la docilidad a cambio del estómago lleno y la cabeza vacía... tú sabías que mientras la ciudad y sus privilegios dominan sobre la totalidad del Común, la Revolución no es tal sino su caricatura... Te quedaste a mitad de camino y no formaste verdaderos dirigentes revolucionarios sino una plaga de secuaces atraillados a tu sombra. Leíste mal la voluntad del Común... No, pequeña momia; la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamente a sus bastardos; a los que no son capaces de llevarla hasta sus últimas consecuencias. Hasta más allá de sus límites si es necesario... Tú vacilaste. Estás igualmente condenado. Tu pena es mayor que la de los otros. Para ti no hay rescate posible. A los otros se los comerá el olvido. Tú, ex Supremo, eres quien debe dar cuenta de todo y pagar el último cuadrante...» (pp. 593-595).
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