lunes, 14 de enero de 2013

LA RELACIÓN ENTRE VOCACIÓN Y MISIÓN CONSIDERACIONES BÍBLICO-MAGISTERIALES (III Y ÚLTIMA ENTREGA)




III. ONTODOLOGÍA DE LA VOCACIÓN Y DE LA MISIÓN

El término «ontodología» lo encontramos en el ámbito del pensamiento contemporáneo, fue acuñado por el filósofo francés Claude Bruaire[1], para indicar  la íntima unidad del ser y del don[2]. Aquí retomamos el  término para indicar el hecho de la inseparabilidad entre lo gratuito y la gratuidad tanto en la vocación y en la misión. Este punto ha sido ya tratado por A. Cencini respecto a la vocación[3]; también de algún modo se encuentra presente en los documentos magisteriales entorno a la misión en cuanto que se habla de compartir la fe, como fruto del encuentro con Cristo. Sin embargo, consideramos que hace falta remarcarlo desde la perspectiva de la íntima relación entre vocación y misión.  Con el término no se busca apuntar algo nuevo en la díada vocación-misión, sino más bien, hacer énfasis de algo que consideramos a veces un tanto olvidado y que tiene directas implicaciones prácticas que afectan el hacer propio del cristiano y de la Iglesia.
Hasta el momento hemos podido apreciar cómo la vocación y la misión parten de una iniciativa divina a la cual debe obedecerse por medio de la respuesta humana. Si bien la vocación y la misión tienen su fundamento primero en la Trinidad, también conviene decir que pueden darse en el ser humano en cuanto que éste tiene una esencialidad de don.
En lo más íntimo de su ser, la persona humana  no sólo es alma y cuerpo, racionalidad y voluntad, sino ante todo es ser-donado, ser que ha recibido el don de su existencia no de sí mismo, sino del Eternamente Otro. Es «yo» a partir del «Tú» por antonomasia. Ahora bien, en el caso del ser, entendido como don, no nos podemos imaginar el don como el conceder a un determinado sujeto algo de lo que carece y sin lo cual se encuentra sustancialmente incompleto, «el don no sólo significa el hecho de conferir sino también lo que se confiere»[4]. No es que Dios dé algo que se llama ser a lo ya existente, más bien el ser lleva en su misma esencia el ser donado, pues nada existe sin ser y todo ser es esencialmente don, esto es decir que el ser es puesto en la existencia en un determinado momento por iniciativa divina y no tanto por la iniciativa del ente creado. Por eso San Pablo dirá: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te alabas a ti mismo como si no lo hubieras recibido? (1 Cor 4,7). Todo es don, no hay nada, en cuanto a seres creados, que podamos decir que nos lo hemos dado a nosotros mismos. En esta realidad ontológica, o como hemos preferido llamar, ontodológica, se asienta la vocación como algo dado por Dios en la misma existencia humana, lo mismo ocurre con la misión,  ya que es un don en cuanto que es un encargo que viene de Dios.
Ahora bien, si el ser es donado esto hace que también se convierta en donante; el regalo no deja de ser regalo cuando es aceptado, pues sigue teniendo la categoría de regalo; es más, busca plenitud y ésta la encuentra cuando siendo un regalo recibido se convierte en un regalo entregado. Este entregarse se da porque el ser dice alteridad: «dado que el ser-del espíritu es don, lleva dentro de sí la dinámica del donarse; puesto que es don, se da; se da él mismo en aquello que dona»[5]. Esto es así por la dinámica interna de la gratitud y de la gratuidad del ser-donado. Desde una perspectiva antropológica, que se asienta en una concepción metafísica del ser como don (ontodología), podemos decir que una vez el ser humano se descubre como donado brota en él la conciencia de agradecimiento o de gratitud, este «dar gracias», lleva en lo más hondo del ser-donado el hecho de dar, dar-gracias, dar gratis; en otras palabras, agradecer significa  compartir lo que se ha recibido. Entonces pasamos de la gratitud a la gratuidad; quien toma real conciencia de su ser como donación y una donación que es fruto de amor, se decide también a amar, a darse. Recordemos cómo expresa la primera carta de san Juan esto, cuando apunta: En esto está el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados (1 Jn 4,10). La dinámica que nos presenta la carta joánica tiene una clara clave de donación. El ser humano ha recibido amor antes de que él pudiera amar a otro, he aquí el hecho ya del don, en el haber recibido el amor de Dios, y la plenitud de éste amor en la entrega del Hijo. La puesta en existencia no es consecuencia de un poder frío, sino que es efecto del Poder henchido de amor, amor creativo, que ha puesto en existencia todo cuanto existe. Y es que el amor esta en clave de donación, esto queda expresado también en otro texto paradigmático como el de Juan 3,16: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo. Por eso se dirá que «por más que me dedique a los demás y a la vida, no igualaré nunca la cuenta de lo que he recibido de los demás y de la vida (y continúo recibiendo)»[6]. Esto último queda plenamente plasmado cuando se trata de hablar de lo que se ha recibido de Dios mismo, que es quien ha colocado delante de mí a los demás y me ha dado la vida.
La ontodología, pues, permite fundar «la fuerza ontogénica del Amor absoluto»[7]. Si Dios es amor (Cfr. 1 Jn 4,16), entonces, su ser ha de pensarse en términos de donación[8].  Ahora bien, El ser humano, por el hecho de ser imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gen 1,26), es don no sólo por haber recibido su ser sino porque puede compartirlo, puede ser don para los otros. Por lo tanto, podemos hablar de donación en cuanto que el ente es ser-donado en su misma esencia de ser creado y también en cuanto que se vuelve don cada vez que busca el encuentro con el otro, se vuelve donación cuando busca dar lo que ha recibido, esto implica por lo general no sólo dar algo, sino darse a sí mismo.
Es esta naturaleza ontodológica del ser humano en donde no sólo la vocación y misión humana tiene su fundamento sino que la vocación y misión cristiana se presentan en la vida de la persona como plenitud del recibir y del dar. Porque la vocación es algo que es dado, esto significa también que es algo gratuito, recibido de parte de Dios. Este recibir engendra agradecimiento y bajo esta actitud brota la voluntad de entrega. Quien toma conciencia de que su vida es don, que su vocación es don, toma conciencia también del compartir ese don. Así pues, el don engendra gratitud y la gratitud a su vez gratuidad, o sea, capacidad de compartir y compartirse.
La misión sigue también esta línea, es más, lo expresa de un modo mayor. La vocación es tomar conciencia de la importancia de mi ser para Dios en cuanto que por amor me ha elegido y llamado. La Misión, a su vez, revela la confianza de Dios en el ser que elige y llama. Hay una confianza en el sentido que el llamado está invitado a realizar el cometido de Dios en la historia y lugar que le toca vivir. Decimos que Dios confía, en el sentido que da la misión y espera que ésta se realice a través de la fragilidad humana[9]. He aquí una profunda razón antropológica de la vocación y de la misión. El ser humano tiene la capacidad de recibir y de dar, en esta naturaleza ontodológica se asienta el ser del cristiano que recibe una vocación desde la Eternidad y una misión que implica una dimensión trascendental. Si la misión de la Iglesia es evangelizar, ésta se constituye también en tarea esencial de cada cristiano, esto está en lo más íntimo de la persona del creyente. Se entiende pues la expresión paulina, ¡ay de mí si no evangelizo! (1 Cor 9,16). No sólo la Iglesia y la historia se ven afectadas, en primer lugar está la misma persona.
El no evangelizar conlleva el no comprometerse con el otro, con la historia, el no buscar darse. Y quien en esto cae no sólo traiciona su fe sino también destruye a su propia persona, pues ya decíamos que ese recibir para dar es dinámica esencial para forjar plenitud de persona humana y creyente. Por eso, es importante remarcar que el ser de la persona humana no sólo es ser, es ser-donado, capaz de recibir porque está llamado a ser enviado a dar y darse. Sin esta dinámica interna del ser, éste no se constituye verdaderamente en cuanto tal.
El ser humano puede traicionar su vocación y misión, lo mismo el creyente, pero no debe hacerlo, pues si lo hace camina hacia la propia destrucción y obstaculiza la presencia de Dios en la historia, convirtiéndose así en agente activo del anti-reino. Para utilizar lenguaje bíblico diríamos que en lugar de ser luz, se hace tiniebla (Cfr. Prov. 4,19; Jn. 1, 5; 12,35; Ef. 5,11;), en lugar de ser sal, se convierte en lo desabrido (Cfr. Mt 5,13), en lugar de ser trigo, se convierte en cizaña (Cfr. Mt 13, 24-30). En lugar de ser liberador se convierte en opresor. Por eso, si el ser humano no toma conciencia de su ser-para-otro en cuanto que es ser-por-Otro no sólo traiciona su dignidad humana sino también su condición de hijo del Dios que se ha revelado como Padre en el Hijo, así como también su estado de hermano para con los demás. Si esto no se vive, la persona humano-creyente no es ni totalmente humana ni totalmente creyente, no se da en él ni la plenitud de lo humano ni la plenitud de lo cristiano.
Por eso es muy importante entender la naturaleza del ser humano y la del cristiano, desde una perspectiva ontodológica, la cual se respira en la Sagrada Escritura. Dios aparece en ella como Aquél que llama siempre para algo, da para que se comparta lo recibido. Tanto vocación y misión en el lenguaje bíblico son realidades puestas para el servicio de los otros[10], es decir, lo donado no es solamente para ser aceptado, sino ante todo, es para ser compartido. «El don y la conciencia del don son los que crean sentido de responsabilidad»[11].
Por otra parte, si bien tanto en la vocación como en la misión, se da la dinámica ontodológica del recibir-dar, creemos que esto queda también plasmado en la cuestión de su íntima relación. En la vocación se recibe no sólo el llamado sino también el para qué Dios llama y el modo en cómo quiere Dios que se viva ese llamado; pero  es en la misión cuando se realiza ese para qué  y el modo del llamado. Podríamos decir que la misión se recibe en la vocación pero la vocación se da en la misión. Y en esto se cumple aquello de Nuestro Señor: lo que han recibido gratis, denlo gratis (Mt 10,8). El recibir es para dar, el carácter gratuito de lo recibido indica que es algo regalado por la iniciativa amorosa de Dios, sólo el amor explica y da sentido a la generosidad. Esto aplica también en la vocación que debe comprometerse con la misión en la dinámica del amor y de la generosidad.
Por eso no puede haber separación entre vocación y misión. No sólo nos referimos al hecho de que la vocación está en función de la misión, pues Dios siempre llama para algo; sino también  el hecho de la dinámica del recibir-para-dar, el cual  hace que el ser del cristiano se desarrolle y alcance plenitud. No se puede hablar de vocación sin misión como tampoco se puede hablar de misión sin antes hacerlo respecto a la vocación. Por eso se puede decir que «el cristianismo no es una ley, aunque conlleva una; no es una moral, aunque conlleva una. Es, por don del Espíritu de Cristo, una ontología de gracia que entraña, como su producto o fruto, determinados comportamientos, e incluso los exige por lo que somos»[12]. Esta «ontología de gracia» es la que hemos llamado en el presente artículo ontodología. El cristiano ante todo es un don para  el resto de la creación en función de lo recibido, pues lo que ha recibido gratis es para que lo de gratis (Cfr. Mt 10,8).
Ontológicamente hay una precedencia de la vocación respecto a la misión, pues porque somos llamados somos enviados a testificar, a evangelizar a partir desde nuestra condición de llamados[13], pero el que haya una precedencia en nada dice que exista una separabilidad, es más la precedencia indica que existen momentos de un sólo proceso. Por eso es erróneo hablar mucho de misión sin antes hablar de la condición de vacacionados, como es absurdo ensalzar el carácter vocacional del cristiano si no es en vistas a la misión.
En este sentido, consideramos que el Documento de Aparecida, a partir de la concepción dada por el Concilio Vaticano II, se ubica en el punto embrionario de la cuestión, todos somos discípulos en cuanto hemos sido llamados por Dios en el Hijo a participar de una vida plena en Dios, esa participación nos lleva a ser misioneros del Amor en medio de nuestra sociedad, de nuestros ambientes y lugares. La vocación y la misión están presentes en todo bautizado, como un recibir y un dar a partir de lo recibido. Por eso creemos que no es tan feliz hablar de vocación específica a la misión, sino hablar más bien de carácter misionero de la vocación, pues toda vocación es misionera en cuanto que en la misión comparte lo recibido, si esto no ocurre, no sería verdadera vocación. Ahora bien, dentro de estas vocaciones misioneras surgen laicos, sacerdotes, religiosos que concretan su  compartir en un «ir más allá de sus fronteras». La misión ad extra nace  como fruto de una madura misión ad intra y como expresión de la maduración del creyente, el cual busca dar y darse de modo más pleno.
Este cambio en la presentación de la vocación cristiana nos llevaría a una cuestión práctica importante, el hecho de ayudar al cristiano a tomar conciencia de que todos somos misioneros. Es más fácil y provechoso plantear la misión ad gentes en medio de cristianos que  han tomado la conciencia de que todos son misioneros, a realizarlo en medio de  cristianos que piensan que hay unos pocos que son llamados por Dios para realizar la misión ad gentes. Desde la perspectiva que estamos proponiendo, la misión ad gentes sería entonces planteada como profundización en la toma de conciencia del don recibido, lo cual llevaría a una donación más profunda. Como vemos, la íntima y esencial unión entre vocación y misión implica también hablar de que toda vocación, es decir, todo llamado existe para la misión, y si esto no es así, la vocación cristiana carecería de sentido

CONCLUSIÓN

               
Hemos llegado al momento de sacar conclusiones. En primer lugar, recordemos que la Iglesia por naturaleza es vocacional y misionera. Conviene decir que sobre lo segundo ha habido un despertar en los diversos ámbitos eclesiales en los últimos años, eso es importante, porque si la Iglesia descuida su ser misionero, traiciona a su Fundador y también su ser como institución divino-humana. Donde se nota, sin embargo, todavía menos despertar es en el ámbito de la naturaleza vocacional de la Iglesia, que está íntimamente relacionada, como se ha visto, con su naturaleza misionera, ya que no hay vocación sin misión y misión sin vocación. La vocación fundamenta y da origen a la misión y la misión expresa concretamente y da sentido a la vocación. Con todo, creemos que el descuido respecto al tema vocacional en algunos ámbitos pastorales de la Iglesia, se deba al hecho que ha habido una concepción de la vocación un tanto reducida, limitada sólo al ámbito de los consagrados (religiosos y vida sacerdotal). Sin embargo, esto se  está viendo superado por el desarrollo de una  teología de la vocación que ya se hace presente en documentos magisteriales importantes. Esto incluso ha llegado a tocar las conciencias de aquellos que dirigen la misión de la Iglesia, al considerar un punto clave el hecho de la animación vocacional como fermento de cristianos comprometidos con la misión.
Consideramos que el magisterio reciente da muchas ideas valiosas en torno a la vocación y a la misión; sin embargo, se sigue hablando muchas veces con gran avidez y preponderancia sobre la misión, y que todos somos misioneros, sin antes tratar el por qué los somos, esto se debe a la laguna que nos deja el hecho de plantear la misión sin tener en cuenta la vocación o dándola por supuesta, cuando quizá, se deba partir primero por aclarar el tema vocacional para hablar posteriormente de la misión.
También se ha logrado  ver cómo la vocación y la misión cristiana tienen su fundamento metafísico-antropológico, la vocación-misión humana no está en contra de la vocación-misión cristiana, más bien una es desarrollada y llevada a la plenitud por la otra; tal es el caso de la relación entre vocación humana y vocación cristiana, así como de misión humana y misión cristiana. Es más, la vocación-humana sirve como base o estatuto antropológico en donde se asienta la vocación y la misión de los  hijos de Dios.
Por último, se ha dejado entrever, con una base bíblico-magisterial, que existe una relación muy íntima entre la vocación y la misión, ni una ni otra puede entenderse plenamente de modo aislado, pues son parte de una misma dinámica ontológica.



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[1] Claude Bruaire (1932-986) fue profesor de filosofía en la universidad de la Sorbona. “Ser y Espíritu” (L’être et l’esprit-1983) es la primera obra traducida al castellano. Otros títulos importantes de su producción son: L’affirmation de Dieu (1964), Philosophie du corps (1968), La raison politique (1974, Pour la métaphysique (1980).
[2] CL. BRUAIRE, Ser y Espíritu, Caparrós, Madrid 1999, 73.
[3] Cfr. A. CENCINI, «Teología de la Vocaciones», Medellín 146 (2011), 157-182.
[4] A. LÓPEZ, «El Ser y Espíritu», en Revista Española de Teología 61 (2001), 161.
[5] A. LÓPEZ, «El Ser y Espíritu», en Revista Española de Teología 61 (2001), 163.
[6] A. CENCINI, Llamados para ser enviados, Paulinas, Bogotá 2009, 89-90.
[7] C. BRUAIRE, El ser y el Espíritu, 197.
[8] Dios no es ente, es el ser Absoluto, aunque Absoluto no en el sentido hegeliano de la palabra, sino en cuanto dador de ser y sustentador del mismo. El ser de Dios es don no en cuanto es ser creado, es decir no en cuanto ha recibido su existencia de otro, sino en cuanto es el Ser Increado que se da al ser creado. “Dios, el absoluto, se dice en la historia y revela en Jesucristo que es puro don: don de sí mismo y don de sí fuera de sí mismo” A. LÓPEZ, «El Ser y Espíritu», en Revista Española de Teología 61 (2001), 149.
[9] «Aceptar que Dios se revela en la precariedad de la vida humana […] Más bien, precisamente ésta es la peculiaridad de la revelación cristiana o lo bello de la “buena noticia”: lo sumamente perfecto resiste revelarse a través de lo imperfecto», A. CENCINI, Dios de mi vida. Discernir la acción divina en la historia personal, 47.
[10] Toda vocación es verdadera y santifica cuando ayuda a los otros a vivir en Dios y para Dios. Por ejemplo: en la vocación de Moisés vemos que cuando Moisés responde a la llamada de Dios, el pueblo de Israel se ve beneficiado, porque es liberado (Cfr. Ex, 14; 7-15). En las vocaciones de Isaías y Jeremías vemos cómo se buscaba la conversión del pueblo para que el pueblo no cayera en desgracias (Cfr. Is 6, 5-10; Jer 1, 4-10). En la vocación de María vemos cómo con su sí, se abre la posibilidad de salvación a todos los seres humanos (Cfr. Lc 1, 26-38).
[11] A. CENCINI, Dios de mi vida. Discernir la acción divina en la historia personal, 99.
[12] I. APARISI, «Elección, vocación y misión del “hombre cristiano” en el marco del Reino de Dios, según el cardenal Yves Congar», en Anuario de Historia de la Iglesia, XIX, Pamplona 2010, 515.
[13] Cfr. C.M. De CÉSPEDES, «Vocación y misión del intelectual católico», en Espacio Laical, 31 (2008), 21.

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