miércoles, 4 de febrero de 2015

Reunión informativa sobre la causa de beatificación del arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, 04/02/2015.



Sala de prensa del Vaticano.

A las 12:30 de hoy, en el Aula Juan Pablo II de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, tiene lugar una sesión informativa celebrada por Mons. Vincenzo Paglia, sobre la causa de beatificación del Arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, del cual es el postulador. Presentes en la reunión informativa también el postulador diocesano de la causa, Mons. Jesús Delgado y el Prof. Roberto Morozzo della Rocca, de la Universidad de "Roma Tre", historiador. 
Publicamos a continuación las intervenciones del Arzobispo Mons. Vincenzo Paglia y del Prof. Roberto Morozzo della Rocca:

Agradecemos al Papa Francisco por el decreto de beatificación del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, firmado en el día de la memoria de San Óscar, según el calendario Latino. Es un don extraordinario para toda la Iglesia en el comienzo de este milenio ver subir al altar un pastor que dio su vida por su pueblo; lo es también para todos los cristianos, como se muestra en la atención de la Iglesia anglicana que ha colocado la estatua de Romero en la fachada de la catedral de Westminster junto a la de Martin Luther King y Dietrich Bonhoeffer, y también a la misma sociedad humana que ve en él un defensor de los pobres y de la paz. La gratitud va también a Benedicto XVI, quien ha seguido el caso desde el principio y que el 20 de diciembre de 2012 —poco más de un mes de su dimisión— decidió desbloquearla para que pudiera continuar su proceso regular. Pienso con gratitud también en San Juan Pablo II, que quiso recordar a Mons. Romero en la celebración de los Nuevos Mártires durante el Jubileo del año 2000, introduciendo el nombre, ausente en el texto, en el  oremus final. Y también debemos recordar el bienaventurado Pablo VI que Romero vio como su inspirador y que fue para él un defensor.
El compromiso de la Congregación para las Causas de los Santos —con el cardenal Angelo Amato— es atento y solícito. La unanimidad de los criterios tanto de la comisión de cardenales como de la comisión de teólogos ha confirmado el martirio en odium fidei. El sensus fidelium, en verdad, nunca ha fallado tanto en El Salvador como en cualquier parte del mundo. El martirio de Romero dio sentido y fuerza a muchas familias salvadoreñas que habían perdido a familiares y amigos durante la guerra civil. Su memoria se convirtió de inmediato en el recuerdo de las otras víctimas, tal vez menos ilustres, de la violencia.
Después de un largo proceso que ha visto muchas dificultades tanto por las oposiciones respecto al pensamiento y a la acción pastoral del arzobispo, ya sea por la situación de conflicto que se había creado a su alrededor, el proceso del caso se concluye. Romero se convierte como el primero de la larga lista de los Nuevos Mártires contemporáneos. El 24 de marzo —el día de su muerte— se ha convertido por decisión de la Conferencia Episcopal Italiana «Jornada de oración por los misioneros mártires». Y las Naciones Unidas ha proclamado ese día «Día Internacional por el derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas».
El mundo ha cambiado mucho desde aquel lejano 1980, pero el pastor de un pequeño país de América Central, habla más fuerte. No deja de ser significativo que su beatificación tenga lugar mientras sobre la silla de Pedro está, por primera vez en la historia, un Papa latinoamericano que quiere una «Iglesia pobre para los pobres». Hay una coincidencia providencial.

Romero pastor
Se puede decir que el martirio de Romero está estrechamente ligado al del padre Rutilio Grande, un jesuita que había dejado la cátedra universitaria para estar con los campesinos en un pequeño pueblo, Aguilares, viviendo en una pequeña habitación con una cama, una mesita, una pequeña lámpara, una Biblia. Romero era muy amigo de él. En la noche del 12 de marzo 1977 Romero estuvo en vela toda la noche ante el cuerpo de su amigo y de los dos campesinos asesinados junto a él en una emboscada. Era arzobispo de San Salvador desde hacía pocos días, aún no se había familiarizado con sus funciones. En esas horas sintió una gran conmoción al ver a su amigo asesinado y a tantos campesinos que se agolpaban en la iglesia. Romero —dijo a un amigo— vio que se quedaron huérfanos de su «padre» y que ahora le correspondía a el arzobispo tomar su lugar incluso a costa de su vida. En aquella noche oyó —escribir varias veces— una inspiración divina a ser fuerte, a asumir una actitud de fortaleza, mientras que en el país, marcado por la injusticia social, aumentaba la violencia: la violencia de la oligarquía contra los campesinos, la violencia de los militares contra la Iglesia que defendía a los pobres, la violencia de la guerrilla revolucionaria.
Romero corrige los clichés difundidos acerca de su conversión: «Yo no hablaría de conversión —dijo— como muchos dicen porque siempre tuve afecto por el pueblo, por los pobres ... Antes de ser obispo he sido por veintidós años sacerdote en San Miguel ... Cuando visitaba los cantones sentía un verdadero placer en estar con los pobres y ayudarlos ... Pero llegando a San Salvador, la misma fidelidad que quería inspirar mi sacerdocio me hizo comprender que mi amor por los pobres, mi fidelidad a los principios cristianos y la adhesión a la Santa Sede tenía que tomar una dirección un poco diferente. El 22 de febrero de 1977 tomé posesión de la arquidiócesis y por entonces había una oleada de expulsiones de sacerdotes... El 12 de marzo de 1977 sucedió el asesinato del p. Rutilio Grande ... tuvo un gran impacto en la diócesis y me ayudó a sentir fortaleza ».
Romero creía en su función como obispo y primado del país y se sentía responsable de la población especialmente más pobre: por ello se hizo cargo de la sangre, del dolor, de la violencia, denunciando las causas en su carismática predicación dominical seguida por la radio por toda la nación. Podríamos decir que se trataba de una «conversión pastoral», con la asunción por parte de Romero una fortaleza indispensable en la crisis que vivía el país. Se convirtió en defensor civitatis según la tradición de los antiguos Padres de la Iglesia, defendió el clero perseguido, protegió a los pobres, afirmó los derechos humanos.
El clima de persecución era palpable. Pero Romero se convierte claramente en el defensor de los pobres frente a una cruel represión. Después de dos años de arzobispado de San Salvador, Romero ha perdido 30 sacerdotes, incluyendo asesinados, expulsados ​​o perdidos por escapar de la muerte. Los escuadrones de la muerte mataron a decenas de catequistas de las comunidades de base, y muchos fieles de estas comunidades desaparecen. La Iglesia era la principal acusada y por lo tanto la más afectada. Romero se resistió y él accedió a dar su vida para defender a su pueblo.

Muerto en el altar durante la misa
Fue asesinado en el altar. En él se quería dañar a la Iglesia que surgía del Concilio Vaticano II. Su muerte —como muestra claramente el acucioso examen documental— fue causada por motivos no sólo políticos, sino por odio a una fe colmada de la caridad que no se silenciaba de frente a la injusticia que implacable y cruelmente se cernía sobre los pobres y sobre sus defensores. El asesinato en el altar —una muerte, sin duda, incierta dado que había que disparar desde treinta metros en comparación con una provocada desde corta distancia— tenía un simbolismo que sonaba como una terrible advertencia a cualquiera que quisiera ir en ese camino. El mismo San Juan Pablo II —que conocía a los otros dos santos asesinados sobre el altar, San Estanislao de Cracovia y Thomas Becket de Canterbury— lo nota con eficacia, «lo mataron justo en el momento más sagrado, durante el acto más alto y más divino... ha sido asesinado un obispo de la Iglesia de Dios en el ejercicio de su misión santificadora ofreciendo la Eucaristía». Y varias veces repitió con fuerza: «Romero es nuestro, Romero es de la Iglesia».

Romero y la elección de los pobres
Romero siempre amó a los pobres. Como joven sacerdote en San Miguel fue acusado de comunismo porque pedía a los ricos dar el salario justo a los campesinos productores de café. Les decía que, al actuar de esa manera, no sólo iban en contra de la justicia, sino que eran ellos mismos que abrían las puertas al comunismo. Todos los que lo conocieron siendo un simple sacerdote recuerdan su emoción y su ternura hacia los pobres que encontraba. Particular impresión hizo su preocupación por los niños limpiabotas de San Miguel que le llevó a organizar un banquete para ellos. Era notoria la generosidad. Un pequeño episodio muestra su «exageración», como dijo alguien. Una vez que recibió una gallina para comer, en el camino una mujer pedía ayuda y de inmediato se la dio a ella, sin importarle las quejas del conductor que le decía que en la casa episcopal no había nada para comer. Claro que visitaba también a los ricos, pero les pedía que ayudaran a los pobres y a la Iglesia, como un camino para salvar sus almas.
Romero comprendió cada vez con más claridad que para ser el pastor de todos tenía que empezar desde los pobres. Poner a los pobres en el centro de las preocupaciones pastorales de la Iglesia y, por tanto, también de todos los cristianos, incluyendo a los ricos, era el nuevo camino de la pastoral. El amor preferencial por los pobres no sólo no disminuía  el amor de Romero por su país, por el contrario lo sostenía. En este sentido, Romero no era un hombre parcial, a pesar de que a algunos podría parecerles tal, sino un pastor que quería el bien común de todos, pero a partir justamente de los pobres. Él nunca dejó de buscar la manera de lograr la paz en el país.

Romero, un hombre de Dios y de la Iglesia
Romero era un hombre de Dios, un hombre de oración, de obediencia y de amor por la gente. Rezaba mucho: se enojaba si en las primeras horas de la mañana, mientras rezaba, lo interrumpían. Y era severo consigo mismo, vinculado a una antigua espiritualidad de sacrificio, de cilicio, la penitencia, de las privaciones. Tuvo una vida espiritual «lineal», si bien con un carácter no fácil, estricto consigo mismo, intransigente, atormentado. Pero en la oración encontraba descanso, paz y fuerza. Cuando debía tomar decisiones complicadas, difíciles, se retiraba en oración.
Era un obispo muy fiel al magisterio. En sus papeles emerge con claridad la familiaridad con los documentos del Concilio Vaticano II, de Medellín, de Puebla, de la doctrina social de la Iglesia y en general los otros textos pontificios. He podido hacer una lista de las obras de su biblioteca: gran parte de ella está ocupada por los textos del Magisterio. En los papeles del archivo se conservan los discursos que Romero escribió para dos nuncios cuando ellos debían explicar los textos conciliares. El cardenal Cassidy cuenta que en el año 1966 con Romero y algún otro sacerdote hacían a menudo jornadas de estudio sobre los textos del Concilio Vaticano II. Romero se había construido un amplio fichero de citas (alrededor de 5.000 fichas) para predicar, extraídas especialmente del Magisterio. Veinte días antes de morir, el 2 de marzo de 1980, en una homilía dominical afirma: «Hermanos, la mayor gloria de un pastor es vivir en comunión con el Papa. Para mí el secreto de la verdad y la eficacia de mi predicación es estar en comunión con el Papa. Y cuando veo en su magisterio pensamientos y gestos similares a los que necesita nuestra Iglesia, me lleno de alegría».
Muchas veces se dice que Romero fue sobornado por la teología de la liberación. Un reportero le preguntó: « ¿Usted está de acuerdo con la teología de la liberación?». Romero respondió: «Sí, por supuesto, pero hay dos teologías de la liberación. Una de ellas es la que ve la liberación sólo como liberación de material. La otra es la de Pablo VI. Yo estoy con Pablo VI…».

La muerte es el momento crucial de los tres años del arzobispo Romero. Fue martirio en odium fidei, ejemplificado en el asesinato en el altar, así como en el hacer callar la voz pública que podía con autoridad conversión del mal y rechazo del pecado. Para ello remito a la documentación del proceso canónico, que estará disponible con la beatificación. Aquí me gustaría señalar que Romero sabía que iba a ser asesinado y por eso tuvo una larga lucha interior.
Primero tuvo que dar  sentido  a la muerte que le anunciaban todos los días por medio de amenazas que le referían fieles y amigos, cartas llenas de insultos, amenazas telefónicas, alertas incluso en la televisión, comunicaciones alarmadas por las autoridades civiles y religiosas, atentados de los que escapaba por un pelo. Un primer  sentido  de la muerte que se acercaba estaba en la fidelidad a su mandato apostólico: era un pastor, y el buen pastor no abandona a sus ovejas, sobre todo cuando están en peligro. Romero no tenía dudas: no abandonaría El Salvador, permanecería en su lugar. Él dijo: «Un pastor no desaparece, debe permanecer hasta el final con los suyos».  También rechazó una oferta de hospitalidad de la Santa Sede.
Un segundo  sentido  de su muerte es ofrecer la vida. Romero meditó mucho sobre el martirio, a partir del martirio de sus sacerdotes y catequistas ya asesinados en gran número. Había predicado en el funeral de su sacerdote asesinado:
«No todos, dice el Concilio Vaticano II, tendrán el honor de dar físicamente su sangre, para ser asesinados por su fe; pero Dios nos pide a todos los que creemos en él un espíritu de martirio, es decir todos tenemos que estar dispuestos a morir por nuestra fe, incluso si el Señor no nos da este honor. Nosotros, sí, estamos a su disposición, para que cuando llegue la hora de dar cuenta, podamos decir: “Señor, yo estaba dispuesto a dar mi vida por ti. Y la he dado”. Porque dar la vida no significa solo ser asesinados; dar vida, tener el espíritu de martirio es dar en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; es dar vida poco a poco, en el silencio de la vida diaria, como la da la madre que sin miedo, con la sencillez del martirio materno, da a luz, amamanta, hace crecer y se hace cargo de su hijo con cariño».
Romero ha querido dar un  sentido  a su muerte, según la voluntad de Dios. Tres semanas antes de morir le dijo a su confesor: «Me cuesta aceptar una muerte violenta... tengo que estar en la disposición de dar mi vida a Dios cualquiera que sea el final de mi vida. Las circunstancias desconocidas se vivirán con la gracia de Dios. Él ha ayudado a los mártires y si es necesario lo sentiré muy cercano al ofrecerle mi último aliento. Pero más que el momento de morir importa el darle toda mi vida y vivir por él». Parecía pacificado, y es probable que interiormente lo estuviera.
En realidad, Romero estaba aterrorizado por la muerte que sentía inminente. En las últimas semanas, cada ruido lo sobresaltaba. Un fruto de aguacate que cayera sobre el techo de su modesta casa lo ponía en pánico. Cualquier ruido nocturno lo llevaba a esconderse. Decía que ni siquiera sabía si lo iba a matar la extrema derecha o la extrema izquierda, que lo desafió en los últimos tiempos por su oposición a la revolución. Fue entonces cuando el escuadrón de la muerte organizado por el ex Mayor D'Aubuisson quien lo mató, pero Romero no podía saber esto de antemano. En las últimas semanas había tenido momentos continuas de desaliento. El día antes de ser asesinado predicó dos horas, y pronunció el famoso llamamiento a los soldados a que no mataran en violación de la ley de Dios:
«Yo quisiera hacer un llamamiento muy especial a los hombres del Ejército… Ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!».
Después de este desafío a los comandos militares estaba aparentemente sereno como cuando se cumple el propio deber, y se fue a comer en aquella que era su familia adoptiva, la de su amigo Barraza, un comerciante. Jugó primero con los niños, pero en la mesa parecía perdido:
«Se quitó las gafas, cosa que nunca hacía, y se quedó en un silencio que era para todos nosotros muy grave. Se podía ver abatido y triste. Tomó la sopa lentamente y con cuidado nos miró uno por uno. Eugenia, mi esposa, que estaba sentada a su lado en la mesa, se quedó sin habla por una mirada larga y profunda que le dirigió, como si quisiera decirle algo. De sus ojos brotaron lágrimas. Lupita le increpó: ‘¿por qué, por cuál motivo llora?’ Estábamos todos perplejos. De repente empezó a hablar de sus mejores amigos, sacerdotes y laicos. Los nombraba uno por uno, mostrando admiración por cada uno de ellos y alabando las virtudes que había descubierto y los dones que Dios les había dado. Un almuerzo como aquel, en nuestra casa, nunca había sucedido. Fue triste y desconcertante para todos nosotros».
Así Romero el día antes de su muerte. Una muerte interpretada por mucho tiempo con las palabras retóricas aparecidas póstumamente en la pluma de un periodista guatemalteco: «Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño, mi sangre sea semilla de la libertad, que mi muerte sea por la liberación de mi pueblo». Estas frases, repetidas incesantemente en carteles y manifestaciones, pero no por amigos cercanos del arzobispo asesinado, que dudaban, están en el centro de un mito ideológico de Romero profeta del pueblo y mesías de tipo político. Todo lleva a creer que son apócrifas, y en la Positio, se discutió lo suficiente. De hecho, el  sentido  de su muerte, Romero lo confió a sus notas íntimas en estos términos:
«Pongo bajo la providencia amorosa del Corazón de Jesús toda mi vida y acepto con fe en Él mi muerte, por difícil que sea. Ni quiero darle una intención como lo quisiera por la paz de mi país y por el florecimiento de nuestra Iglesia... porque el corazón de Cristo sabrá darle el destino que quiera. Me basta, para estar feliz y confiado, saber con seguridad que en Él está mi vida y mi muerte. Y a pesar de mis pecados, en Él he puesto mi confianza y no quedaré confundido y otros proseguirán con más sabiduría y santidad los trabajos de la Iglesia y de la Patria».
Podemos considerar estas palabras, escritas un mes antes de su asesinato, como el testamento espiritual de Monseñor Romero.
Romero no estaba pensando en una muerte heroica que hiciera la historia, no quería desafiar a los enemigos del pueblo para que lo mataran y luego mostrarse resucitado en la revolución, no concebía su martirio en el sentido ideológico como un símbolo de la lucha por venir. En cambio pensó en su muerte según la tradición de la Iglesia, para la cual el mártir no es una bandera en contra, no es una acusación al perseguidor, sino un testigo de la fe. La fe en la gracia divina que, como dice el Salmo 62, es mejor que la vida. Esta es precisamente la grandeza de Cristiana Romero: haber antepuesto la adhesión a la voluntad de Dios antes que salvaguardar su propia vida, como Cristo en el huerto de los olivos.

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