Sala de prensa del Vaticano.
A las 12:30 de hoy, en el Aula Juan Pablo II de la Oficina de
Prensa de la Santa Sede, tiene lugar una sesión informativa celebrada por
Mons. Vincenzo Paglia, sobre la causa de beatificación del Arzobispo de San
Salvador, Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, del cual es el
postulador. Presentes en la reunión informativa también el
postulador diocesano de la causa, Mons. Jesús Delgado y el Prof. Roberto
Morozzo della Rocca, de la Universidad de "Roma Tre", historiador.
Publicamos a continuación las
intervenciones del Arzobispo Mons. Vincenzo Paglia y del Prof. Roberto Morozzo
della Rocca:
Agradecemos al Papa Francisco por el
decreto de beatificación del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, firmado en el día
de la memoria de San Óscar, según el calendario Latino. Es un don extraordinario
para toda la Iglesia en el comienzo de este milenio ver subir al altar un
pastor que dio su vida por su pueblo; lo es también para todos los
cristianos, como se muestra en la atención de la Iglesia anglicana que ha
colocado la estatua de Romero en la fachada de la catedral de Westminster junto
a la de Martin Luther King y Dietrich Bonhoeffer, y también a la misma sociedad
humana que ve en él un defensor de los pobres y de la paz. La gratitud va
también a Benedicto XVI, quien ha seguido el caso desde el principio y que el
20 de diciembre de 2012 —poco más de un mes de su dimisión— decidió desbloquearla
para que pudiera continuar su proceso regular. Pienso con gratitud también
en San Juan Pablo II, que quiso recordar a Mons. Romero en la celebración
de los Nuevos Mártires durante el Jubileo del año 2000, introduciendo el nombre,
ausente en el texto, en el oremus final. Y también debemos
recordar el bienaventurado Pablo VI que Romero vio como su inspirador y que fue
para él un defensor.
El compromiso de la Congregación para
las Causas de los Santos —con el cardenal Angelo Amato— es atento y solícito. La
unanimidad de los criterios tanto de la comisión de cardenales como de la
comisión de teólogos ha confirmado el martirio en odium fidei. El sensus
fidelium, en verdad, nunca ha fallado tanto en El Salvador como en
cualquier parte del mundo. El martirio de Romero dio sentido y fuerza a
muchas familias salvadoreñas que habían perdido a familiares y amigos durante
la guerra civil. Su memoria se convirtió de inmediato en el recuerdo de las
otras víctimas, tal vez menos ilustres, de la violencia.
Después de un largo proceso que ha visto
muchas dificultades tanto por las oposiciones respecto al pensamiento y a la
acción pastoral del arzobispo, ya sea por la situación de conflicto que se había
creado a su alrededor, el proceso del caso se concluye. Romero se
convierte como el primero de la larga lista de los Nuevos Mártires
contemporáneos. El 24 de marzo —el día de su muerte— se ha convertido por decisión
de la Conferencia Episcopal Italiana «Jornada de oración por los misioneros
mártires». Y las Naciones Unidas ha proclamado ese día «Día Internacional
por el derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de Derechos
Humanos y de la Dignidad de las Víctimas».
El mundo ha cambiado mucho desde aquel
lejano 1980, pero el pastor de un pequeño país de América Central, habla más
fuerte. No deja de ser significativo que su beatificación tenga lugar
mientras sobre la silla de Pedro está, por primera vez en la historia, un Papa
latinoamericano que quiere una «Iglesia pobre para los pobres». Hay una
coincidencia providencial.
Romero
pastor
Se puede decir que el martirio de Romero
está estrechamente ligado al del padre Rutilio Grande, un jesuita que había
dejado la cátedra universitaria para estar con los campesinos en un pequeño
pueblo, Aguilares, viviendo en una pequeña habitación con una cama, una mesita,
una pequeña lámpara, una Biblia. Romero era muy amigo de él. En la
noche del 12 de marzo 1977 Romero estuvo en vela toda la noche ante el cuerpo
de su amigo y de los dos campesinos asesinados junto a él en una
emboscada. Era arzobispo de San Salvador desde hacía pocos días, aún no se
había familiarizado con sus funciones. En esas horas sintió una gran conmoción
al ver a su amigo asesinado y a tantos campesinos que se agolpaban en la
iglesia. Romero —dijo a un amigo— vio que se quedaron huérfanos de su
«padre» y que ahora le correspondía a el arzobispo tomar su lugar incluso a
costa de su vida. En aquella noche oyó —escribir varias veces— una
inspiración divina a ser fuerte, a asumir una actitud de fortaleza,
mientras que en el país, marcado por la injusticia social, aumentaba la
violencia: la violencia de la oligarquía contra los campesinos, la violencia de
los militares contra la Iglesia que defendía a los pobres, la violencia de la
guerrilla revolucionaria.
Romero corrige los clichés difundidos
acerca de su conversión: «Yo no hablaría de conversión —dijo— como muchos dicen
porque siempre tuve afecto por el pueblo, por los pobres ... Antes de ser
obispo he sido por veintidós años sacerdote en San Miguel ... Cuando visitaba
los cantones sentía un verdadero placer en estar con los pobres y ayudarlos ...
Pero llegando a San Salvador, la misma fidelidad que quería inspirar mi sacerdocio
me hizo comprender que mi amor por los pobres, mi fidelidad a los principios
cristianos y la adhesión a la Santa Sede tenía que tomar una dirección un poco diferente.
El 22 de febrero de 1977 tomé posesión de la arquidiócesis y por entonces había
una oleada de expulsiones de sacerdotes... El 12 de marzo de 1977 sucedió el
asesinato del p. Rutilio Grande ... tuvo un gran impacto en la diócesis y me
ayudó a sentir fortaleza ».
Romero creía en su función como obispo y
primado del país y se sentía responsable de la población especialmente más
pobre: por ello se hizo cargo de la sangre, del dolor, de la violencia,
denunciando las causas en su carismática predicación dominical seguida por la
radio por toda la nación. Podríamos decir que se trataba de una «conversión
pastoral», con la asunción por parte de Romero una fortaleza indispensable en la crisis que vivía el
país. Se convirtió en defensor
civitatis según la tradición de los antiguos Padres de la Iglesia, defendió
el clero perseguido, protegió a los pobres, afirmó los derechos humanos.
El clima de persecución era
palpable. Pero Romero se convierte claramente en el defensor de los pobres
frente a una cruel represión. Después de dos años de arzobispado de San
Salvador, Romero ha perdido 30 sacerdotes, incluyendo asesinados, expulsados
o perdidos por escapar de la muerte. Los escuadrones de la muerte
mataron a decenas de catequistas de las comunidades de base, y muchos fieles de
estas comunidades desaparecen. La Iglesia era la principal acusada y por
lo tanto la más afectada. Romero se resistió y él accedió a dar su vida para
defender a su pueblo.
Muerto
en el altar durante la misa
Fue asesinado en el altar. En él se
quería dañar a la Iglesia que surgía del Concilio Vaticano II. Su muerte
—como muestra claramente el acucioso examen documental— fue causada por motivos
no sólo políticos, sino por odio a una fe colmada de la caridad que no se
silenciaba de frente a la injusticia que implacable y cruelmente se cernía sobre
los pobres y sobre sus defensores. El asesinato en el altar —una muerte,
sin duda, incierta dado que había que disparar desde treinta metros en
comparación con una provocada desde corta distancia— tenía un simbolismo que
sonaba como una terrible advertencia a cualquiera que quisiera ir en ese
camino. El mismo San Juan Pablo II —que conocía a los otros dos santos
asesinados sobre el altar, San Estanislao de Cracovia y Thomas Becket de
Canterbury— lo nota con eficacia, «lo mataron justo en el momento más sagrado,
durante el acto más alto y más divino... ha sido asesinado un obispo de la
Iglesia de Dios en el ejercicio de su misión santificadora ofreciendo la
Eucaristía». Y varias veces repitió con fuerza: «Romero es nuestro, Romero
es de la Iglesia».
Romero
y la elección de los pobres
Romero siempre amó a los pobres. Como
joven sacerdote en San Miguel fue acusado de comunismo porque pedía a los ricos
dar el salario justo a los campesinos productores de café. Les decía que,
al actuar de esa manera, no sólo iban en contra de la justicia, sino que eran ellos
mismos que abrían las puertas al comunismo. Todos los que lo conocieron
siendo un simple sacerdote recuerdan su emoción y su ternura hacia los pobres
que encontraba. Particular impresión hizo su preocupación por los niños
limpiabotas de San Miguel que le llevó a organizar un banquete para
ellos. Era notoria la generosidad. Un pequeño episodio muestra su
«exageración», como dijo alguien. Una vez que recibió una gallina para
comer, en el camino una mujer pedía ayuda y de inmediato se la dio a ella, sin
importarle las quejas del conductor que le decía que en la casa episcopal no
había nada para comer. Claro que visitaba también a los ricos, pero les
pedía que ayudaran a los pobres y a la Iglesia, como un camino para salvar sus
almas.
Romero comprendió cada vez con más claridad
que para ser el pastor de todos tenía que empezar desde los pobres. Poner
a los pobres en el centro de las preocupaciones pastorales de la Iglesia y, por
tanto, también de todos los cristianos, incluyendo a los ricos, era el nuevo
camino de la pastoral. El amor preferencial por los pobres no sólo no
disminuía el amor de Romero por su país,
por el contrario lo sostenía. En este sentido, Romero no era un hombre
parcial, a pesar de que a algunos podría parecerles tal, sino un pastor que
quería el bien común de todos, pero a partir justamente de los pobres. Él
nunca dejó de buscar la manera de lograr la paz en el país.
Romero,
un hombre de Dios y de la Iglesia
Romero era un hombre de Dios, un hombre
de oración, de obediencia y de amor por la gente. Rezaba mucho: se enojaba
si en las primeras horas de la mañana, mientras rezaba, lo interrumpían. Y
era severo consigo mismo, vinculado a una antigua espiritualidad de sacrificio,
de cilicio, la penitencia, de las privaciones. Tuvo una vida espiritual
«lineal», si bien con un carácter no fácil, estricto consigo mismo,
intransigente, atormentado. Pero en la oración encontraba descanso, paz y fuerza. Cuando
debía tomar decisiones complicadas, difíciles, se retiraba en oración.
Era un obispo muy fiel al
magisterio. En sus papeles emerge con claridad la familiaridad con los
documentos del Concilio Vaticano II, de Medellín, de Puebla, de la doctrina
social de la Iglesia y en general los otros textos pontificios. He podido
hacer una lista de las obras de su biblioteca: gran parte de ella está ocupada
por los textos del Magisterio. En los papeles del archivo se conservan los
discursos que Romero escribió para dos nuncios cuando ellos debían explicar los
textos conciliares. El cardenal Cassidy cuenta que en el año 1966 con
Romero y algún otro sacerdote hacían a menudo jornadas de estudio sobre los
textos del Concilio Vaticano II. Romero se había construido un amplio
fichero de citas (alrededor de 5.000 fichas) para predicar, extraídas especialmente
del Magisterio. Veinte días antes de morir, el 2 de marzo de 1980, en una
homilía dominical afirma: «Hermanos, la mayor gloria de un pastor es vivir en
comunión con el Papa. Para mí el secreto de la verdad y la eficacia de mi
predicación es estar en comunión con el Papa. Y cuando veo en su magisterio
pensamientos y gestos similares a los que necesita nuestra Iglesia, me lleno de
alegría».
Muchas veces se dice que Romero fue
sobornado por la teología de la liberación. Un reportero le preguntó: « ¿Usted
está de acuerdo con la teología de la liberación?». Romero respondió: «Sí,
por supuesto, pero hay dos teologías de la liberación. Una de ellas es la que
ve la liberación sólo como liberación de material. La otra es la de Pablo VI.
Yo estoy con Pablo VI…».
La muerte es el momento crucial de los
tres años del arzobispo Romero. Fue martirio en odium fidei, ejemplificado en el asesinato en el altar, así como en
el hacer callar la voz pública que podía con autoridad conversión del mal y rechazo
del pecado. Para ello remito a la documentación del proceso canónico, que
estará disponible con la beatificación. Aquí me gustaría señalar que
Romero sabía que iba a ser asesinado y por eso tuvo una larga lucha interior.
Primero tuvo que dar sentido a la muerte que le
anunciaban todos los días por medio de amenazas que le referían fieles y
amigos, cartas llenas de insultos, amenazas telefónicas, alertas incluso en la
televisión, comunicaciones alarmadas por las autoridades civiles y religiosas,
atentados de los que escapaba por un pelo. Un primer sentido de la muerte que se
acercaba estaba en la fidelidad a su mandato apostólico: era un pastor, y el buen
pastor no abandona a sus ovejas, sobre todo cuando están en
peligro. Romero no tenía dudas: no abandonaría El Salvador, permanecería
en su lugar. Él dijo: «Un pastor no desaparece, debe permanecer hasta el
final con los suyos». También rechazó una oferta de hospitalidad de la
Santa Sede.
Un segundo sentido de su muerte es
ofrecer la vida. Romero meditó mucho sobre el martirio, a partir del
martirio de sus sacerdotes y catequistas ya asesinados en gran número. Había
predicado en el funeral de su sacerdote asesinado:
«No todos, dice el Concilio Vaticano II,
tendrán el honor de dar físicamente su sangre, para ser asesinados por su fe;
pero Dios nos pide a todos los que creemos en él un espíritu de martirio, es
decir todos tenemos que estar dispuestos a morir por nuestra fe, incluso si el
Señor no nos da este honor. Nosotros, sí, estamos a su disposición, para que
cuando llegue la hora de dar cuenta, podamos decir: “Señor, yo estaba dispuesto
a dar mi vida por ti. Y la he dado”. Porque dar la vida no significa solo ser
asesinados; dar vida, tener el espíritu de martirio es dar en el deber, en el silencio,
en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; es dar vida poco a poco,
en el silencio de la vida diaria, como la da la madre que sin miedo, con la
sencillez del martirio materno, da a luz, amamanta, hace crecer y se hace cargo
de su hijo con cariño».
Romero ha querido dar
un sentido a su muerte, según la voluntad de Dios. Tres
semanas antes de morir le dijo a su confesor: «Me cuesta aceptar una muerte
violenta... tengo que estar en la disposición de dar mi vida a Dios cualquiera
que sea el final de mi vida. Las circunstancias desconocidas se vivirán con la
gracia de Dios. Él ha ayudado a los mártires y si es necesario lo sentiré muy
cercano al ofrecerle mi último aliento. Pero más que el momento de morir importa
el darle toda mi vida y vivir por él». Parecía pacificado, y es probable
que interiormente lo estuviera.
En realidad, Romero estaba aterrorizado
por la muerte que sentía inminente. En las últimas semanas, cada ruido lo
sobresaltaba. Un fruto de aguacate que cayera sobre el techo de su modesta
casa lo ponía en pánico. Cualquier ruido nocturno lo llevaba a
esconderse. Decía que ni siquiera sabía si lo iba a matar la extrema derecha
o la extrema izquierda, que lo desafió en los últimos tiempos por su oposición
a la revolución. Fue entonces cuando el escuadrón de la muerte organizado por
el ex Mayor D'Aubuisson quien lo mató, pero Romero no podía saber esto de
antemano. En las últimas semanas había tenido momentos continuas de
desaliento. El día antes de ser asesinado predicó dos horas, y pronunció
el famoso llamamiento a los soldados a que no mataran en violación de la ley de
Dios:
«Yo quisiera hacer un llamamiento muy
especial a los hombres del Ejército… Ante una orden de matar que dé un hombre,
debe de prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está
obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… En nombre de Dios, pues, y
en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día
más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la
represión!».
Después de este desafío a los comandos
militares estaba aparentemente sereno como cuando se cumple el propio deber, y
se fue a comer en aquella que era su familia adoptiva, la de su amigo Barraza,
un comerciante. Jugó primero con los niños, pero en la mesa parecía
perdido:
«Se quitó las gafas, cosa que nunca hacía,
y se quedó en un silencio que era para todos nosotros muy grave. Se podía ver
abatido y triste. Tomó la sopa lentamente y con cuidado nos miró uno por uno.
Eugenia, mi esposa, que estaba sentada a su lado en la mesa, se quedó sin habla
por una mirada larga y profunda que le dirigió, como si quisiera decirle algo.
De sus ojos brotaron lágrimas. Lupita le increpó: ‘¿por qué, por cuál motivo
llora?’ Estábamos todos perplejos. De repente empezó a hablar de sus mejores
amigos, sacerdotes y laicos. Los nombraba uno por uno, mostrando admiración por
cada uno de ellos y alabando las virtudes que había descubierto y los dones que
Dios les había dado. Un almuerzo como aquel, en nuestra casa, nunca había
sucedido. Fue triste y desconcertante para todos nosotros».
Así Romero el día antes de su
muerte. Una muerte interpretada por mucho tiempo con las palabras
retóricas aparecidas póstumamente en la pluma de un periodista guatemalteco: «Si
me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño, mi sangre sea semilla de la libertad,
que mi muerte sea por la liberación de mi pueblo». Estas frases, repetidas
incesantemente en carteles y manifestaciones, pero no por amigos cercanos del arzobispo
asesinado, que dudaban, están en el centro de un mito ideológico de Romero
profeta del pueblo y mesías de tipo político. Todo lleva a creer que son
apócrifas, y en la Positio, se
discutió lo suficiente. De hecho, el sentido de su muerte, Romero lo confió a sus notas
íntimas en estos términos:
«Pongo bajo la providencia amorosa del
Corazón de Jesús toda mi vida y acepto con fe en Él mi muerte, por difícil que
sea. Ni quiero darle una intención como lo quisiera por la paz de mi país y por
el florecimiento de nuestra Iglesia... porque el corazón de Cristo sabrá darle
el destino que quiera. Me basta, para estar feliz y confiado, saber con
seguridad que en Él está mi vida y mi muerte. Y a pesar de mis pecados, en Él
he puesto mi confianza y no quedaré confundido y otros proseguirán con más
sabiduría y santidad los trabajos de la Iglesia y de la Patria».
Podemos considerar estas palabras,
escritas un mes antes de su asesinato, como el testamento espiritual de
Monseñor Romero.
Romero no estaba pensando en una muerte heroica
que hiciera la historia, no quería desafiar a los enemigos del pueblo para que
lo mataran y luego mostrarse resucitado en la revolución, no concebía su
martirio en el sentido ideológico
como un símbolo de la lucha por venir. En cambio pensó en su muerte según la
tradición de la Iglesia, para la cual el mártir no es una bandera en contra, no
es una acusación al perseguidor, sino un testigo de la fe. La fe en la
gracia divina que, como dice el Salmo 62, es mejor que la vida. Esta es
precisamente la grandeza de Cristiana Romero: haber antepuesto la adhesión a la
voluntad de Dios antes que salvaguardar su propia vida, como Cristo en el huerto
de los olivos.
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