Por: Juan
Chopin.
El nacimiento y la muerte de Roque
Dalton se dan en el mes de mayo, a cuatro días de diferencia. Esto
inevitablemente induce a pensar en el sentido peculiar del tiempo en la poesía,
situado entre la fantasía y la realidad. Sin embargo, a sus cuarenta años Roque
ya era el poeta que nosotros sabemos que es, mientras sus asesinos se niegan a
asumirse responsablemente ante el juicio implacable del tiempo histórico.
Roque nació el 14 de mayo de 1935 y a 79
años de su nacimiento, su legado sigue vivo. Lo era ya, en la memoria de Julio
Cortázar, cuando entre octubre y noviembre de 1980 en calidad de profesor
invitado en la University of California, Berkeley, en una de sus
clases hizo una interesante descripción del poeta salvadoreño. Aquí hacemos eco
de una reciente publicación de esas clases.
Pepe Durand, el amigo de Julio Cortázar,
había logrado convencer al poeta argentino de visitar dicha universidad. Para
entonces, Cortázar ya parecía haber superado su punto de vista de evitar caer
en la «fuga de cerebros» y su negativa a visitar los Estados Unidos de
Norteamérica, mientras aplicara su
política imperialista hacia América Latina y el mundo.
En su cuarta clase, en la que trataba
acerca del cuento realista –en las tres anteriores había tratado del oficio de
escritor y del cuento fantástico- hizo alusiones a Roque Dalton. Las clases
suponían una metodología simple. Cortázar explicaba en modo magistral algún
aspecto y luego daba oportunidad a los estudiantes para que preguntaran. En
esta dinámica de trabajo, el autor de Rayuela,
para ejemplificar el cuento realista, leyó su cuento Apocalipsis de Solentiname, dedicado a la comunidad que el poeta
Ernesto Cardenal había organizado en una de las islas del Gran Lago de
Nicaragua. Antes de leer el cuento, adelantó que la lectura finalizaría con una
alusión al poeta Roque Dalton, de quien da su primera descripción: «Hacia el
final hay una referencia a un gran poeta y un gran luchador en América Latina
que se llamó Roque Dalton, poeta salvadoreño que combatió durante muchos años
por lo que en este momento está combatiendo gran parte del pueblo de El
Salvador y que murió en circunstancias oscuras y penosas que alguna vez se
aclararán pero sobre las cuales no se tiene todavía una información suficiente.
Hay una mención de Roque Dalton, que yo amé mucho como escritor y como
compañero de muchas cosas».
El cuento en cuestión, según Cortázar,
es el más realista que haya podido imaginar o escribir porque está basado en
gran medida en algo que él vivió, su visita a San José de Costa Rica y a
Nicaragua. Hay que decir, que Cortázar no acepta el tipo de fantasía de ficción
o de imaginación que gire en torno a sí misma y nada más y que experimenta el
escritor que únicamente hace un trabajo de fantasía y de imaginación, escapando
deliberadamente de una realidad que lo rodea, lo enfrenta y le está pidiendo un
diálogo en los libros que va escribiendo. Se aclara, pues, que si bien el
cuento Apocalipsis de Solentiname
termina con un elemento totalmente fantástico —en el que está encuadrada la
muerte de Roque—, sin embargo, eso no lo hace para escapar de la realidad, sino
para llevar las cosas a sus últimas
consecuencias para que lo que quería decir, llegara con más fuerza al lector,
para que le estalle delante de la cara y lo obligue a sentirse implicado y
presente en el relato.
Así, Roque aparece citado en las dos
partes del relato, en la realista y en la fantástica. En la realista, dice
Cortázar, «…un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del poeta José
Coronel Urtecho, a quien más gente haría bien en leer y en cuya casa
descansamos hablando de tantos otros amigos poetas, de Roque Dalton y de
Gertrude Stein y de Carlos Martínez Rivas hasta que llegó Luis Coronel y nos fuimos
para Nicaragua».
En la parte fantástica, Cortázar, ya de
vuelta en París, cuenta que llegado a su habitación quiso revivir sus recuerdos
de la visita a Solentiname: «armé la pantalla y un ron con mucho hielo, el
proyector con su cargador listo y su botón de telecomando». En una de las imágenes que Cortázar está
viendo y que va pasando con el botón del telecomando, donde se confunde
fantasía y realidad, aparece la de la muerte de Roque: «Nunca supe si seguía
apretando o no el botón, vi un claro de selva, una cabaña con techo de paja y
árboles en primer plano, contra el tronco del más próximo un muchacho flaco
mirando hacia la izquierda donde un grupo confuso, cinco o seis muy juntos le
apuntaban con fusiles y pistolas; el muchacho de cara larga y un mechón
cayéndole en la frente morena los miraba, una mano alzada a medias, la otra a
lo mejor en el bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo
sin apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo sentí y supe
y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí apreté el botón como si
con eso pudiera salvarlo de la infamia de esa muerte».
Hasta aquí el texto del cuento de
Cortázar. De inmediato, uno de los estudiantes de la clase hace esta propuesta
al escritor argentino: «¿Por qué no habla un poquito de Roque Dalton? Pienso
que hay mucha gente que no sabe quién era».
Y Cortázar gentilmente accede a la petición:
«Sí, cómo no. Roque Dalton se decía
nieto del pirata Dalton, un inglés o norteamericano que asoló las costas de
Centroamérica y conquistó tierras que luego perdió y conquistó también, por las
buenas o por las malas, algunas muchachas salvadoreñas de donde luego descendió
la familia de Roque que conservaba el apellido de Dalton. Nunca supe yo, ni los
amigos de Roque, si eso era cierto o uno de los muchos inventos de su
fertilísima imaginación. Roque es para mí el ejemplo muy poco frecuente de un
hombre en quien la capacidad literaria, la capacidad poética se dan desde muy
joven mezcladas o conjuntamente con un profundo sentimiento de connaturalidad
con su propio pueblo, con su historia y su destino. En él desde los dieciocho
años nunca se pudo separar al poeta del luchador, al novelista del combatiente,
y por eso su vida fue una serie continua de persecuciones, prisiones, exilios,
fugas en algunos casos espectaculares y un retorno final a su país después de
muchos años pasados en otros lugares de exilio para integrarse a la lucha donde
habría de perder la vida. Afortunadamente para nosotros, Roque Dalton ha dejado
una obra amplia, varios volúmenes de poemas y una novela que tiene un título
irónico y tierno a la vez; se llama Pobrecito
poeta que era yo porque es la historia de un hombre que en algún momento
siente la tentación de volcarse plenamente en la literatura y dejar de lado
otras cosas que su naturaleza también le reclamaba; finalmente no lo hace y
sigue manteniendo ese equilibrio que siempre me pareció admirable en él. Roque
Dalton era un hombre que a los cuarenta años daba la impresión de un chico de
diecinueve. Tenía algo de niño, conductas de niño, era travieso, juguetón. Era
difícil saber y darse cuenta de la fuerza, la seriedad y la eficacia que se
escondían detrás de ese muchacho.
Me acuerdo de una noche en que en La
Habana nos reunimos un grupo de extranjeros y de cubanos para hablar con Fidel
Castro. Era en el año 62, al comienzo de la Revolución. La reunión tenía que
durar una hora a partir de las diez de la noche y duró exactamente hasta las
seis de la mañana, como sucede casi siempre con esas entrevistas de Fidel
Castro que se prolongan interminablemente porque él no conoce el cansancio y
sus interlocutores tampoco en esos casos. Nunca me voy a olvidar de que hacia
el alba, cuando yo estaba realmente medio dormido porque no aguantaba más de
fatiga y de cansancio, recuerdo a Roque Dalton, flaco, muy flaco y no muy alto,
al lado de Fidel, nada flaco y muy alto, discutiendo empecinadamente la manera
de utilizar un cierto tipo de arma de la que no me enteré demasiado, un cierto
tipo de fusil; cada uno de los dos tratando de convencer al otro de que tenía
razón con toda clase de argumentos y además con demostraciones físicas:
tirándose al suelo, levantándose y haciendo toda clase de demostraciones
bélicas que nos dejaban bastante estupefactos.
Así era Roque: podía jugar hablando en
serio porque evidentemente el tema le interesaba por razones muy salvadoreñas y
a la vez era un gran juego en el que se divertía profundamente. La lectura de
sus libros, tanto de poemas como de prosa —tiene también muchos ensayos, muchos
trabajos de política—, es un momento importante en nuestra historia, sobre todo
en la década entre el 58 y el 68. Sus análisis son siempre apasionados pero al
mismo tiempo lúcidos, sus rechazos y sus discrepancias están siempre
históricamente bien fundados. No era hombre de panfletos, era hombre de
pensamiento y por detrás y por delante y por encima de todo eso había siempre
el gran poeta, el hombre que ha dejado algunos de los poemas más hermosos que
yo conozco en estos últimos veinte años. Esto es lo que puedo decir de Roque y
mi deseo de que ustedes lo lean y lo conozcan más».
Esa fue la larga y reveladora respuesta
que Julio Cortázar dio acerca del poeta Roque Dalton. Los cuarenta años de la
vida de Roque son casi perfectos, no sólo porque lo asesinan el diez de mayo de
1975, a cuatro días de diferencia de su nacimiento, el 14 de mayo de 1935, sino
por toda la descripción que ha hecho de él Cortázar, de su talante poético, de
su vida y de su obra. Todas características que lo sitúan en la cúspide de la
palabra comprometida con la revolución y el cambio social.
Pero como hay una hermenéutica de la
muerte que sin desdeño de las muertes anónimas, las muertes ejemplares de
Roque, de Ellacuría, de Romero, han de llevarnos, antes o después, al
conocimiento del origen del mal en El Salvador: «Cuando sepas que he muerto no
pronuncies mi nombre/porque se detendría la muerte y el reposo» (Alta hora de la noche).
(Fuente
consultada: Julio Cortázar, Clases de
literatura. Berkeley, 1980, Alfaguara, Madrid 2013, pp. 107-118).
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