XXXIV
ANIVERSARIO DEL MARTIRIO DE MONSEÑOR ROMERO
Cripta
de Catedral. Lunes, 24 de marzo de 2014
El
34 aniversario del martirio y la pascua consiguiente de Monseñor Romero tiene
sabor a victoria.
En
primer lugar, porque cada vez se van aproximando más el sentir popular, que ya
considera como santo a Mons. Romero y las instancias vaticanas, que bajo la
motivación del Papa Francisco, le van restituyendo dignidad a una de las
víctimas más representativas del capitalismo salvaje imperante.
La
cercanía del 35 aniversario de su martirio, el próximo año; así como la feliz
concurrencia del centenario de su nacimiento, el año 2017, nos ponen en estado
de preparación festiva. Ambos acontecimientos nos reclaman una adecuada
preparación, tanto interior como exterior. La profundización sistemática de su
magisterio pastoral. Los precedentes sentados en su defensa de los derechos
humanos. La construcción de un modelo de Iglesia donde los pobres tengan el
centro de la atención, no el mafioso o el corrupto de turno. En fin, son
aspectos que, sin duda, el sentido de la fe del pueblo irá sugiriendo a nuestra
creatividad organizativa.
Pero
también es victoria en el plano político y social, en cuanto asistimos al
inicio del eclipse de los dioses del Olimpo salvadoreño que orquestaron su
asesinado.
A
ellos queremos decirles que Romero, como el cordero del Apocalipsis, está
degollado, pero sigue en pié (5,6), resucitando en las luchas del pueblo.
Mons.
Romero, como el Cordero del Apocalipsis, se acercó al libro de la historia y
abrió sus sellos, porque fue degollado y con su sangre ha adquirido para Dios
hombres —y mujeres— de toda raza, lengua, pueblo y nación; y ha hecho de ellos
para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes, que quieren hacer reinar la justicia sobre
la tierra.
Quiero
detenerme en dos puntos en esta reflexión: la centralidad de la dignidad humana
en la construcción del Reino de Dios y la urgencia de construir una iglesia
samaritana como la encarnó nuestro mártir.
1.
Dignidad humana y construcción del Reino de Dios
El
escritor Publio Terencio Africano, mejor conocido como Terencio, tiene una
frase famosa: homo sum, humani nihil a me
alienum puto, es decir, “hombre soy y nada de lo humano me resulta extraño”.
Miguel
de Unamuno, inicia su obra Del
sentimiento trágico de la vida, haciendo una pequeña modificación a la
máxima de Terencio. No sólo lo humano, como concepto abstracto —dice Unamuno—
me interesa, sino el hombre concreto, en tanto “ningún hombre me resulta
extraño”.
Esta
sensibilidad moderna, que le otorga una particular importancia a la dignidad de
la persona, como presupuesto para evitar la comprensión de una Iglesia apartada
de los sufrimientos de la gente, la encontramos en el n. 1 de la Gaudium et Spes: Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a
la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.
Y
la frase casi literal de Terencio la encontramos en el n. 380 de Aparecida, pero aplicada a la Iglesia,
es decir, a ella, «nada de lo humano le puede resultar extraño». O dicho de
otro modo en mismo numeral: «todo signo auténtico de verdad, bien y belleza en
la aventura humana viene de Dios y clama por Dios».
Lo
importante aquí es comprender que, tanto nuestra vida, como nuestro testimonio
y la mediación sacramental de la Iglesia no son realidades auto-referenciales,
sino que orientamos «toda nuestra vida desde la realidad transformadora del
Reino de Dios que se hace presente en Jesús» (DAp, 382). En otras palabras, «Jesucristo
es el Reino de Dios que procura desplegar toda su fuerza transformadora en
nuestra Iglesia y en nuestras sociedades» (DAp, 382).
En
términos prácticos, la conjugación de esos dos elementos, dignidad humana y
Reino de Dios, hacen que los discípulos de Jesucristo amplíen el horizonte de
su fe para que no se encierren en sí mismos; se trata, pues de «asumir
evangélicamente y desde la perspectiva del Reino las tareas prioritarias que
contribuyen a la dignificación de todo ser humano, y a trabajar junto con los
demás ciudadanos e instituciones en bien del ser humano» (DAp, 384).
Una
de esas tareas es determinar cuáles estilos de vida, de los que propone la
cultura moderna, son contrarios a la naturaleza y dignidad del ser humano.
Por
ejemplo, ante una concepción idolátrica del poder, la riqueza y el placer, Aparecida propone «el valor supremo de
cada hombre y de cada mujer» (DAp, 387). A esto le corresponde una opción
preferencial por los pobres, «uno de los rasgos que marca la fisonomía de la
Iglesia latinoamericana y caribeña» (DAp, 391, 550) y que no nace de un afán
meramente sociológico, sino que «nace de nuestra fe en Jesucristo» (DAp, 392, 501), en el sentido
que lo presenta Lumen Gentium 8: «Cristo efectuó la redención en la
pobreza y en la persecución». Y esto imprime
carácter a nuestro modo de creer. Quien pretender vivir su cristianismo de
espaldas a la pobreza y a la persecución, injustamente provocadas, es un falso
cristiano.
Pensemos
en esa imposición que el imperio del Norte nos quiere hacer, es decir, dice que
nos aprueba el FOMILENIO II, a condición que aceptemos que el agua de nuestro
país pase a formar parte de las mercancías comercializables del capital
extranjero y nacional. El agua es un elemento vital y no está en venta. ¿Qué
tipo de negocio es ese que nos quita el agua y nos deja a cambio un pedazo de
carretera construido? ¿Qué haremos cuando los niños tengan sed? ¿Les haremos
morder el pavimento?
Esto
me recuerda la respuesta de Jesús al tentador: “No sólo de pan vive el hombre”,
entiéndase, “no sólo de dólares viven los salvadoreños”.
También
viene a mi mente el evangelio que leímos ayer, cuando los discípulos le dicen a
Jesús: “Maestro, come”. Pero Él les
dijo: “Yo tengo un alimento, que ustedes no conocen”. Los discípulos,
totalmente desubicados, se decían entre ellos: “¿Alguien le habrá traído de
comer?”. Pero Jesús les explica de qué se trata: “Mi alimento es hacer la
voluntad de Aquel que me envió y dar cumplimiento a su obra”. Por tanto, no
estamos en esta historia solamente para engordar barrigas, sino para construir
el Reino de Justicia que nos encomienda nuestro Señor Jesucristo.
No
puedo dejar de pensar también en el fiscal que tenemos los salvadoreños, el
cual, si los señores que han comprado su vida le ordenan que debe investigar si
salieron reos a votar en la segunda vuelta electoral, obedece presto y sin
demora. Pero si el pueblo le ordena investigar los millones de dólares que se
ha robado Francisco Flores, entonces, se hace el mareado y da largas al asunto.
Este
hecho me recuerda la segunda tentación en la versión lucana, cuando el diablo
lleva a Jesús a una altura y le muestra los poderes y riquezas del mundo y le
dice: Te daré todo el poder y la gloria
de estos reinos, porque a mí me ha sido entregada, y se la doy a quien quiero. A
una condición, que Jesús le adore. Pero, Jesús le advierte: está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y
sólo a él darás culto.
Nuestro
Dios no es el mercado divinizado, como dice el papa Francisco, sino el Dios de
Jesús y de Mons. Romero, a quien debemos respeto y del cual nos constituimos en
sus discípulos, siguiendo los pasos de Jesús pobre y sufriente.
Pero,
se impone también la tarea de descubrir el rostro de Cristo en los rostros
sufrientes de los sectores marginados de la sociedad. Los pobres se constituyen
en la medida que determina la autenticidad del actuar de todo el aparato
eclesial; ellos constituyen una forma sacramental en la historia, que expresa
la presencia de Cristo entre nosotros: «Todo lo que tenga que ver con Cristo,
tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a
Jesucristo: “Cuanto lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños,
conmigo lo hicieron” (Mt 25,40)» (DAp, 393). En este marco de
comprensión, «la Iglesia está convocada a ser abogada de la justicia y
defensora de los pobres ante intolerables desigualdades sociales y económicas,
que claman al cielo» (DAp,
395).
Ahora
bien, si la opción por los pobres está vinculada al dato de fe, nuestra
valoración de ellos debe ser más positiva. En primer lugar, no puede limitarse
a ser sólo teórica, emotiva, paternalista, sin una verdadera incidencia en
nuestro estilo de vida. En segundo lugar, el documento hace un llamado importante
a considerar a los pobres no como meros destinatarios de la misión, sino sus
protagonistas: «los pobres se hacen sujetos de la evangelización y de la
promoción humana integral» (DAp, 393).
Recordemos
las palabras de nuestro mártir: “¿Qué
otra cosa es la riqueza cuando no se piensa en Dios? Un ídolo de oro, un
becerro de oro, y lo están adorando, se postran ante él, le ofrecen
sacrificios. ¡Qué sacrificios enormes se hacen ante esta idolatría del dinero;
no sólo sacrificios, sino iniquidades! Se paga para matar, se paga el pecado y
se vende, todo se comercializa, todo es lícito ante el dinero”. (Día a Día con
Monseñor Romero, Homilía 11 de septiembre de 1977).
2.
La Iglesia Samaritana
Nuestro
modo de entender la Iglesia va en la línea del n. 8 de la Lumen Gentium, donde se lee: «Mas
como Cristo efectuó la redención en la pobreza y en la persecución, así la
Iglesia está destinada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres
los frutos de la salvación […]. La Iglesia va peregrinando entre las
persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte
del Señor, hasta que él venga (cfr. 1Co 11,26). Se vigoriza con la fuerza del
Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios
sufrimientos y dificultades internas y externas y para descubrir fielmente,
aunque entre sombras, el misterio de Cristo en el mundo, hasta que al fin de
los tiempos se descubra con todo esplendor».
El
Decreto Ad Gentes del Vaticano II,
dice algo parecido:
«[La Iglesia debe]
caminar, bajo el impulso del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo
siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio y
de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su
resurrección. Pues así caminaron en la esperanza todos los apóstoles, que con
muchas tribulaciones y sufrimientos completaron lo que falta a la misión de
Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. También fue muchas veces semilla la
sangre de los cristianos» (AG, 5).
Por
tanto, todas las comunidades cristinas, si realmente aman a Mons. Romero deben
incorporar en su praxis eclesial la memoria de los mártires, porque la fe
cristiana consiste justamente en creer en uno que murió asesinado no de muerte
natural. Jesús no murió de dengue, sino como consecuencia del odio que los
poderes de su tiempo infligieron sobre él, porque les hacía estorbo, como
también Mons. Romero era estorbo para los poderosos de su tiempo.
Lo
que pasa es que esa identificación con los más pobres y la defensa de los
mismos, la ha llevado a enfrentar los poderes establecidos. La Iglesia salvadoreña
se sabe también como Iglesia martirial: «queremos recordar el testimonio
valiente de nuestros santos y santas, y de quienes, aun sin haber sido
canonizados, han vivido con radicalidad el Evangelio y han ofrendado su vida
por Cristo, por la Iglesia y por su pueblo» (DAp, 98, 140, 178).
Según
Aparecida, el martirio es un signo
claro de la presencia del Reino de Dios
entre nosotros (cfr. DAp, 383). De ahí que se pueda notar una
evolución, coherente con la realidad eclesial y social del continente
latinoamericano, que va de una auto-comprensión como Iglesia de los pobres, a
una auto-comprensión como iglesia martirial.
La
Iglesia salvadoreña está llamada a
mirarse a sí misma como «compañera de camino de nuestros hermanos más
pobres, incluso hasta el martirio» (DAp. 396).
Cierro
con el n. 42 de la Lumen Gentium, que
dice: «Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor
entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su
vida por Él y por sus hermanos (cf. 1 Jn 3,16; Jn 15,13). Pues bien:
algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados, y seguirán
siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor ante todos,
especialmente ante los perseguidores. Por tanto, el martirio, en el que el
discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la
salvación del mundo, y se conforma a Él en la efusión de su sangre, es estimado
por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor, Y, si es don
concedido a pocos, sin embargo, todos deben estar prestos a confesar a Cristo
delante de los hombres y a seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las
persecuciones que nunca faltan a la Iglesia».
2 comentarios:
Excelente articulo!! Lo publico en mi blog http://buenanueva21.blogspot.com.ar/
citando la fuente.
Un saludo cordial!!
Raul olivares
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