La vitalidad de la
Iglesia, y en modo particular de la parroquia, se mide a partir de la misión.
Aquí se puede parafrasear el dicho popular: «Dime cómo vives la misión y te
diré qué tipo de comunidad cristiana eres».
La misión es el
termómetro de la Iglesia. Esto es así porque la tradición cristiana afirma que
la esencia de la Iglesia es la misión (cfr. Ad
Gentes, 2; Evangelii Nuntiandi,
14). Renunciar a este principio es renunciar a ser Iglesia. Por eso es que
Pablo solía decir: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de
gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el
Evangelio!» (1Cor 9,16). Ese grado de convicción es el que debe caracterizar a
todo católico y a todas las parroquias.
Necesidad
de la conversión para ejercer la misión
Pero nadie puede llegar
al grado de entrega de San Pablo si primero no se cuestiona seriamente su
estado actual como cristiano. Habría que preguntarse con honestidad: ¿estoy
siendo generoso y fiel a aquello en lo que digo creer?
De modo que la misión
supone la conversión. Esto ha quedado bien claro en el documento de Aparecida, que pone como condición para
una auténtica renovación de nuestras parroquias la necesidad de una renovación eclesial, que implica reformas
espirituales, pastorales y también institucionales (n. 367). El
documento es incluso más explícito en este punto cuando afirma: la conversión pastoral de nuestras
comunidades exige que se pase de una pastoral de mera conservación a un
pastoral decididamente misionera (n. 370). De frente a estos textos no nos debería quedar duda de la
necesidad de ponernos en marcha, cuanto antes, hacia la renovación misionera de
nuestras comunidades.
Sentido de la misión
Ahora bien, una vez que uno acepta que la misión es la esencia de
la Iglesia y que su aplicación es principio de transformación de nuestras
parroquias, entonces hay que preguntarse si la misión se ejerce del mismo modo
en todas partes. A lo cual hay que responder que no. Es decir, aunque la misión
es una y única, en cuanto procede del seno de la Trinidad y en cuanto al modo
como la vivió Jesús de Nazaret, sin embargo la misión necesita ser
contextualizada. Por eso hay que preguntarse en primer lugar: ¿qué
características adquiere la misión en mi comunidad? Esta respuesta remite a un
doble conocimiento: primero, yo debo conocer los contenidos doctrinales de la
fe, que son los mismos que constituyen los contenidos de la misión en su
despliegue evangelizador; en segundo lugar, yo debo conocer el contexto
socio-cultural, político y económico en que se ejerce la misión. Tienen, pues,
razón los filósofos cuando afirman que no
se puede amar lo que no se conoce, y yo diría que tampoco se puede
testimoniar ni predicar lo que no se conoce.
Fe y Misión
De ahí la importancia de tomar en serio la distinción que hace el
Papa Benedicto XVI entre fe y contenidos de la fe. Las posibilidades
de éxito de la misión hoy dependen del adecuado equilibrio que se da en los
creyentes entre el acto de libertad
con que una persona afirma que cree en Cristo y el grado de conocimiento que
tenga esa persona de los elementos que supone tal afirmación, contenidos de la fe. Dicho en modo
sencillo: yo puedo decir que soy católico, pero si nunca leo la Biblia, ni
tampoco leo el Catecismo de la Iglesia Católica, entonces mi afirmación tiene
algo de mentira y seguramente mucho de superficialidad. Ya lo tenía claro Pablo
cuando decía: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cfr. Rm 10,10). El Papa lo dice así: En efecto, existe una unidad profunda entre
el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro
asentimiento; de tal manera, continúa diciendo el Papa, que el conocimiento de los contenidos de la fe
es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse
plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia (Porta Fidei, 10). Estos dos elementos
—fe y contenidos de la fe― deben ir siempre unidos.
María, mujer
responsable y creyente
No hay duda que María puede inspirar nuestra
vida de parroquia, sobre todo si se aplica aquello que en ella se cumple: el
paso de la escucha de la Palabra a su efectiva realización en la historia. En
esto nos puede ayudar mucho el pasaje evangélico en el que Jesús corrige a la
mujer que exalta la maternidad biológica de María, en vistas a una maternidad
educadora y responsable: «Bienaventurado
el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Pero él replicó:
«Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan». (Lc 11, 27-28).
1 comentario:
Leyendo esta pequeña reflexión se me ocurre pensar en un compromiso: profundizar junto con el clero sobre nuestra identidad misionera más profunda...
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