Por: Juan V. Chopin
San Salvador, 03 de febrero de 2023
Maurizio y Bruno habían dispuesto la mesa en modo
especial. Ellos también vestían levitas elegantes, de un blanco inmaculado y
botones dorados grandes. Bruno, con sus gruesas gafas, inspeccionaba que todo
estuviera en su lugar. Maurizio daba la bienvenida a los que íbamos entrando a
la «sala da pranzo», al comedor. Ese día era obligatorio el traje formal:
clerical, corbata o a la usanza germana o austríaca.
La mañana era fresca. Esta vez, visto de traje clerical
romano color negro. Desde pequeño me gustó el color negro. Saludo con un gesto
de cabeza a Maurizio, al estilo japonés. Él me corresponde con malicia, buongiorno
dottore. Era una broma, pues yo apenas terminaba mi licenciatura. Me dirijo
donde Bruno ―con él tenía más confianza―, lo abordo y le pregunto: «¿cosa
c’è?», es decir «¿qué sucede?». «Viene un pezzo grosso» ―se limitó a
decir. Viene alguien importante. Ese día almorzaría con nosotros Josef
Ratzinger, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe del
Vaticano.
Vivíamos
en el Collegio dell’Anima, en el corazón de Roma, la residencia de
estudiantes vinculados al antiguo imperio austrohúngaro. Lo administraban
los alemanes. Pero los teutones, en un gesto de benevolencia, admitían al menos
dos africanos y dos latinoamericanos entre ellos. Así se explica que me
encontrara ahí con el padre Juan González, de Bolivia, quien fue un verdadero
ángel de la guarda para mí, cuando llegué a Roma. Durante ese almuerzo se habló
de teología a alto nivel.
En cambio, el almuerzo del domingo, 3 de abril del 2005,
sería elegante como todos los domingos, pero dentro de la norma; a no ser por
el hecho de que ya había trascendido la noticia de la muerte de Juan Pablo II,
acaecida el sábado, 2 de abril, a las 21:37 horas. Monseñor Leonardo Sandri
había dado la noticia. Los 27 colegiales entramos en un intenso debate.
El debate se dividió, básicamente, en dos frentes. Los
que sosteníamos que el papado debía salir de Europa; en ello concordamos
latinoamericanos, africanos e italianos de Trento, a su modo. Por la otra
parte, los que sostenían que debía ser J. Ratzinger el papa sucesor. Esa
posición la defendieron preponderantemente alemanes y austríacos. El resto de
los colegiales se entretenían con nuestro debate. Alguno propuso que el papa
fuera africano o norteamericano. Esa tesis no prosperó. Nosotros sosteníamos la
tesis de que, de no salir el papado de Europa, la Iglesia entraría en un
proceso de cisma, pues argumentábamos que las bases populares de la Iglesia
Católica están en el tercer mundo ―África, Asia y América Latina―, pero su
centro hegemónico sigue en Roma (Europa). Ellos defendían la tesis de que J.
Ratzinger había sido la mano derecha de Juan Pablo II. Con acento en «derecha»
―los bromeamos. Ambos bandos sonreímos. Insistieron en que él era el sucesor
natural, amén del sostenimiento económico de Alemania con respecto al Vaticano.
Ellos ganaron el debate. Pero todos conocemos el desenlace: un híbrido. Un
papado en dos partes: una parte alemana y la otra argentina. ¡Quién iba a
decirlo!
En fin, el 19 de abril del 2005 no fue un día normal en
Roma. Después de varios intentos, a las 17:50, había salido humo blanco de la
icónica chimenea que anuncia la elección de un nuevo Papa. Sin demora,
atravesamos la Via della Pace, acortamos camino por la Via del
Coronari, donde venden objetos antiguos refinados. Esa tarde, las sanpietrini,
las negras piedras de las estrechas calles del centro de Roma tenían un leve
barniz, a causa de la lluvia. Íbamos rápido. Junto a nosotros otras personas. Lugareños
y extranjeros. Los únicos que no se inmutaban eran los romanos, acostumbrados a
este tipo de efeméride, fumaban serenos a la salida de los bares, dialogando en
el intenso dialecto romano. Nos orientamos hacia el Castel Sant’Angelo.
Queríamos tomar la Via della Conciliazione en toda la perspectiva. Los
periodistas de todo el mundo, desde la muerte de Juan Pablo II, se habían
tomado la Piazza Pia, en la ribera del Tevere, en línea
perpendicular con la Plaza de San Pedro. Ahí habían colocado los furgones con
sus plantas eléctricas, centros de redacción y antenas satelitales.
El obelisco hacía centro de confluencia. Como pequeños
riachuelos, apresurados, de todos los puntos de la Ciudad Eterna y de todo el
mundo nos dimos cita, dejándonos abrazar por las columnatas del Bernini. La
plaza aun no estaba llena. En cuestión de media hora estaba a reventar.
Expectación por todas partes. De repente el protocolo vaticano: «Nuntio
vobis gaudium magnum…, etc.». Aplausos.
Esa fue la primera y única vez que he presenciado la
elección de un pontífice católico. J. Ratzinger pasaba a ser Benedicto XVI.
No se puede dar un juicio sumario acerca de J. Ratzinger. En él es obligatorio distinguir tres momentos: como teólogo, como prefecto y como pontífice.
Como teólogo ―o si ustedes quieren, como joven teólogo― aparece como una mente
brillante, interesado por poner a la altura de los tiempos modernos el
cristianismo. Circunscribiendo la modernidad a la Europa más occidental.
Así, por una parte, reconoce que «el problema de saber
exactamente cuál es el contenido y el significado de la fe cristiana está hoy
envuelto en un nebuloso halo de incerteza, que es denso y espeso como tal vez
nunca antes lo ha sido en la historia» (Prefacio a la edición italiana de la Introducción
al cristianismo, Tubinga 1968). Por otra parte, argumenta que «ha sido en
Europa donde el cristianismo ha recibido su impronta cultural e intelectual más
eficaz, y por consiguiente está vinculado de manera especial a Europa» (El
cristianismo en la crisis de Europa, Cristiandad 2005, p. 27).
Sintéticamente el debate teológico europeo tiene dos
polos. Por una parte, el «cristianismo adulto» de Dietrich Bonhoeffer, que
retoma la frase del filósofo holandés Hugh Grotius, Etsi Deus non daretur
(1625). Entiéndase hay que actuar «como si Dios no existiera», es decir, no
actuar a partir de los supuestos de la fe, sino a partir de una ética, fundada
en la razón humana. Esto lo dijo el pastor luterano mientras estaba preso
esperando ser asesinado por los nazis. En cambio, J. Ratzinger, siguiendo a
Pascal, recorre el camino contrario: «tendremos que dar vuelta al axioma de los
iluministas y afirmar que aun el que no logra encontrar el camino de la libre
aceptación de Dios debería tratar de vivir y organizar su vida “veluti si
Deus daretur”, como si Dios existiera» (Ibídem, 47). D. Bonhoeffer asume la Europa postcristiana.
J. Ratzinger pretende restaurar a la Europa cristiana.
Interviene otro teólogo alemán en el debate y se
pregunta: «La “crisis de Dios” que está como trasfondo de la crisis de la
iglesia, de la cual actualmente se habla en tantas partes, ¿no será tal vez
causada por una praxis eclesial en la cual Dios ha sido y es anunciado dando la
espalda a la historia del sufrimiento humano?» (J. B. Metz, «Dio. Contro il
mito dell’eternità. Considerazioni iniziali», en T. R. Peters – Cl. Urban, La
provocazione del discorso su Dio, Queriniana, 2005, p. 59).
Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, J. Ratzinger fue obligado a trasladar
fuera de Europa el debate y volver la vista al tercer mundo. Un teólogo suizo
había activado las alarmas: «Una mirada a la carta geográfica y salta de
inmediato a la vista cómo Europa tenga la apariencia de un enano circundado por
gigantescos continentes al este, sur y oeste. Pero una mirada a la historia del
mundo dice que este enano, gracias a su inteligencia y a su energía, ha
desarrollado una función de guía de nuestro planeta. En fin, una mirada al
presente hace entender que ese acto de la hegemonía europea llega a su final y
que los reflectores comienzan a enfocar nuevos grupos que están por entrar en
escena: los países del Tercer Mundo» (W. Bühlmann, La terza chiesa alle
porte. Un’analisi del presente e del futuro ecclesiali, Paoline, Alba
(Cuneo) 1976, 19). La «tercera Iglesia»,
es decir, la del tercer mundo, hacía sentir su voz.
No es lo mismo actuar como teólogo que actuar como
prefecto de una institución del Vaticano. Lo primero otorga libertad para el
debate, lo segundo obliga a ser guardián de la fe institucional. En el primer
caso, los teólogos son colegas, en el segundo caso eres juez de ellos.
Se mencionan dos casos en los cuales J. Ratzinger, el
prefecto, se vio obligado a actuar: la teología latinoamericana de la
liberación y la teología del pluralismo religioso. Normalmente, el prefecto
publica documentos en los que expresa su posicionamiento.
En cuanto a la teología de la liberación, hay dos
documentos en que trata la cuestión. El primero se titula Libertatis nuntius
(Instrucción sobre algunos aspectos sobre la «teología de la liberación», 6 de
agosto de 1984). El segundo titulado Libertatis conscientia (Instrucción
sobre libertad cristiana y liberación, 22 de marzo de 1986). No es el caso de
revivir el debate. El propósito del primer documento fue: «atraer la atención
de los pastores, de los teólogos y de todos los fieles, sobre las desviaciones
y los riesgos de desviación, ruinosos para la fe y para la vida cristiana, que
implican ciertas formas de teología de la liberación que recurren, de modo insuficientemente
crítico, a conceptos tomados de diversas corrientes del pensamiento marxista»
(De la introducción). En la segunda instrucción J. Ratzinger intenta aliviar el
impacto que había tenido la primera, pero el efecto regresivo en la teología de
la liberación era evidente. Los temas propuestos por el prefecto ―libertad y
liberación del pecado― no dieron paso a la «teología de la libertad». El
asesinato de los jesuitas de la UCA (El Salvador), en noviembre de 1989, puso
en evidencia el nivel a que había llevado el debate teológico entre el primer y
el tercer mundo. Amén de la cantidad de teólogos suspendidos de sus funciones
académicas. J. Ratzinger no midió el efecto que podían tener ambas
instrucciones en manos de los escuadrones de la muerte y los grupos de
exterminio en El Salvador y América Latina.
En lo que respecta la teología del pluralismo religioso,
este fue tratado en el documento Dominus Iesus (Declaración sobre la
unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 6 de
agosto de 2000). Se trata de un tema
complejo y que a la fecha mantiene el debate abierto. En síntesis, la cuestión
que se plantea es si la pluralidad de religiones en el mundo que predican la
salvación es una cuestión solo de facto o es una cuestión de iure,
es decir, se plantea la pregunta si esa pluralidad está inscrita en la voluntad
salvífica de Dios. Si se responde que es una cuestión de principio, entonces se
atenta contra la unicidad y la universalidad de Jesucristo como único salvador
y se abre la puerta a considerar a los fundadores de otras religiones, como
caminos válidos para salvarse. J. Ratzinger tiene en mente a los teólogos de
Asia, que es de donde proceden las tesis pluralistas principales. Resulta
interesante constatar que J. Ratzinger desarrolla en el documento una de las
tesis más esgrimidas por Pablo VI y por Ignacio Ellacuría, esto es, que «el
Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es un fin en sí
misma» (Dominus Iesus, n. 18). Además, I. Ellacuría sostenía que la
Iglesia debía de estar al servicio del Reino de Dios.
El combate a estos dos filones teológicos proporcionó los
créditos para su candidatura a pontífice, habida cuenta de su producción
teológica.
Como papa. Colocar
como papa a un teólogo es una espada de doble filo. Si es intelectualmente honesto,
procederá siempre bajo el principio de racionalidad. No importa cuál sea su
orientación política. Su posterior renuncia no tiene explicación solamente
desde las presiones por el surgimiento de casos de abuso de menores en la
Iglesia Católica. También se explica desde la racionalidad. Benedicto XVI es un
acucioso conocedor del origen de la Iglesia, de hecho, su tesis doctoral tiene
que ver con el concepto de casa y pueblo de Dios en los escritos de San Agustín
de Hipona. Es su mérito volver a hacer las beatificaciones en las iglesias
locales, puesto que así fue en el origen de la Iglesia. Y renunciar al papado
cuando las circunstancias lo exijan, desmitificando así la falsa percepción de
que el ejercicio del ministerio petrino deba ser hasta la muerte. Juan Pablo II
nunca renunció. Se es papa hasta la muerte, pero un pontífice puede retirarse
del ejercicio del pontificado.
J. Ratzinger, por ejemplo, mientras fuera prefecto, escuchó
en todo momento, a los que se opusieron al proceso de canonización de Monseñor
Romero. El 26 de abril de 1997, la Congregación para el Clero, regida por Darío
Castrillón Hoyos desde el 15 de junio de 1996, advirtió a la Congregación para
la Causa de los Santos que Mons. Romero era instrumentalizado, además se afirma
que el padre jesuita Jon Sobrino y otras personas habían construido una
personalidad ficticia del Siervo de Dios, imagen que habría sustituido a la
persona real en los medios de comunicación. Y se hacía la petición explícita de
aplazar, al menos durante un largo período, la promoción de la causa.
Probablemente estas observaciones obligaron a la Congregación para la Causa de
los Santos a recomendar cautela en las investigaciones relativas al martirio
formal y material de Monseñor Romero.
Cuando ya se estaba elaborando la Positio
(expediente del martirio de Romero), el 3 de marzo de 1998, la Congregación
para la Doctrina de la Fe escribe, con firma del entonces cardenal J.
Ratzinger, a la Congregación para la Causa de los Santos, manifestando que
había recibido documentación sobre Mons. Romero, que después de estudiarla, lo
llevaba a la decisión de hacer un detallado estudio de las homilías del
arzobispo Mons. Romero. De modo que no obstante el nihil obstat del 9 de
junio de 1993 en lo tocante a de vita et de moribus (vida y
costumbres), se invitaba al Dicasterio que lleva la causa a suspender el iter
de la causa de canonización hasta la conclusión de susodicho estudio.
J. Ratzinger, coherente con lo expresado en la primera
instrucción contra la teología de la liberación, el 15 de noviembre de 2004,
escribe al cardenal José Saraiva Martins, entonces prefecto para la
Congregación para las Causas de los Santos, diciendo que la Congregación para
la Doctrina de la Fe, después de estudiar detenidamente la documentación,
decide hacer entrar en un Dilata (dilatar, posponer) la causa de
beatificación de Mons. Romero. El motivo es que, no obstante se considera
ortodoxa la expresión de la fe del arzobispo, todavía la visión del marxismo en
sus acciones pastorales, producía perplejidad a la Congregación para la
Doctrina de la Fe.
Siete años más tarde de haber sido decretado el Dilata
de la causa de Mons. Romero, el 1 de abril de 2011, el cardenal William Levada,
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribe al cardenal Angelo
Amato, prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, tras finalizar
la Sesión ordinaria de esa Congregación, comunicándole lo siguiente: 1) Que en
los escritos de Mons. Romero no se aprecian errores doctrinales. Pero se
detectan ambigüedades, más allá de las intenciones del candidato, debidas a
influencias del pensamiento marxista, en lo que toca el método de análisis
social y a la terminología; 2) Que se mantienen los riesgos de
instrumentalización del pensamiento y la figura de Mons. Romero; 3) Se mantiene
el nihil obstat en lo referente a de vita et moribus, pero
se confirma también el Dilata de la causa. Finalmente, el escrito dice
también que el Papa Benedicto XVI aprobaba las decisiones mencionadas.
Llegó
un momento en que la racionalidad del pontífice teólogo se impuso. Así, a propósito de la carta del cardenal William Levada, el postulador
de la causa de Mons. Romero, informa al Papa Benedicto XVI que se está en el
proceso de estudio acerca de las observaciones ventiladas por W. Levada, en lo
que toca a la doctrina y a la prudencia del arzobispo salvadoreño. El Papa,
haciendo recurso a la verdad en este caso —pro veritate— revoca el Dilata
que tenía bloqueada la causa y considera que ha llegado el momento de reanudar
el iter de la causa de canonización del Siervo de Dios. En este sentido
y ya en las postrimerías de su pontificado, habla con Mons. Gerhard Ludwig
Müller, que había sido electo recientemente como Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe. Entonces, G. L. Müller era muy cercano al contexto
latinoamericano y en algún momento visitó los lugares del martirio de Mons. Romero.
Actualmente destituido de su cargo y crítico con algunos teólogos
latinoamericanos, de quienes considera que «nunca han dejado de sufrir un
complejo de inferioridad mal disimulado» (sus declaraciones han salido a la luz
el 21 de enero de 2023).
Así, el 24 de abril de 2013 la
Congregación para la Doctrina de la Fe revoca el anterior Dilata de la
causa.
Sucede así un acontecimiento decisivo y el 13 de marzo de 2013, un papa
latinoamericano llegaba a ocupar la sede de Pedro. Este hecho da el impulso
definitivo al proceso de canonización de Mons. Romero.
Finalmente, parece que Benedicto XVI aceptó ― ¿o tuvo que aceptar? ― que
la Iglesia debía abrirse a un pontificado proveniente del tercer mundo.
Asistimos así a un pontificado en dos tiempos, primero con Benedicto XVI y luego
con Francisco. El trauma que esa transición ha generado en el ala conservadora
y hegemónica de la curia vaticana es evidente. Para hacerse idea de las dimensiones
de esta fractura hay que tener en cuenta dos publicaciones. La del secretario
personal de Benedicto XVI, Georg Gänswein, «Nient’altro che la veritá. La mia
vita al fianco di Benedetto XVI (Nada más que la verdad. Mi vida junto a
Benedicto XVI)» (Piemme, 2023) y la publicación del que fuera prefecto de la
Congregación para la doctrina de la fe, actualmente destituido, Gerhard Müller,
«In buona fede. La religione nel XXI secolo (En buena fe. La religión en el
siglo XXI)» (Solferino, 2023). Ambos personajes manifiestan descontento con el
modo de proceder del Papa y se suman al grupo opositor al pontificado de
Francisco.
De momento, no se sabe cómo va a terminar esta historia. El ala
conservadora se arma para elegir a un pontífice a su medida. Esto está por
verse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario