Queridos hermanos:
Gracias Mons. José Luis Escobar Alas, Arzobispo de San
Salvador, por las palabras de bienvenida que me dirigió en nombre de todos. De
los cuales aquí presento encuentro amigos de travesuras juveniles. El buen
ladrón se ríe. Me alegra poder encontrarlos y compartir de manera más familiar
y directa sus anhelos, proyectos e ilusiones de pastores a quienes el Señor
confió el cuidado de su pueblo santo. Gracias por la fraterna acogida.
Poder encontrarme con ustedes es también “regalarme” la
oportunidad de poder abrazar y sentirme más cerca de vuestros pueblos, poder
hacer míos sus anhelos, también sus desánimos y, sobre todo, esa fe “corajuda”
que sabe alentar la esperanza y agilizar la caridad. Gracias por permitirme
acercarme a esa fe probada pero sencilla del rostro pobre de vuestra gente que
sabe que «Dios está presente, no duerme, está activo, observa y ayuda» (S.
Óscar Romero, Homilía, 16 diciembre 1979).
Este encuentro nos recuerda un evento eclesial de gran
relevancia. Los pastores de esta región fueron los primeros que crearon en
América un organismo de comunión y participación que ha dado —y sigue dando
todavía— abundantes frutos. Me refiero al Secretariado Episcopal de América
Central (SEDAC). Un espacio de comunión, de discernimiento y de compromiso que
nutre, revitaliza y enriquece vuestras Iglesias. Pastores que supieron
adelantarse y dar un signo que, lejos de ser un elemento solamente
programático, indicó cómo el futuro de América Central —y de cualquier región
en el mundo— pasa necesariamente por la lucidez y capacidad que se tenga para
ampliar la mirada, unir esfuerzos en un trabajo paciente y generoso de escucha,
comprensión, dedicación y entrega, y poder así discernir los horizontes nuevos
a los que el Espíritu nos está llevando [1] (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
235).
En estos 75 años desde su fundación, el SEDAC se ha
esforzado por compartir las alegrías y tristezas, las luchas y las esperanzas
de los pueblos de Centroamérica, cuya historia se entrelazó y forjó con la
historia de vuestra gente. Muchos hombres y mujeres, sacerdotes, consagrados,
consagradas y laicos, han ofrecido su vida hasta derramar su sangre por
mantener viva la voz profética de la Iglesia frente a la injusticia, el
empobrecimiento de tantas personas y el abuso de poder. Recuerdo que siendo
cura joven, el apellido de algunos de ustedes era mala palabra. La constancia
de ustedes mostró el camino, gracias.
Ellos nos recuerdan que «quien de verdad quiera dar gloria
a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su existencia
glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse
intentando vivir las obras de misericordia» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate,
107). Y esto, no como limosna sino como vocación.
Entre esos frutos proféticos de la Iglesia en Centroamérica
me alegra destacar la figura de san Óscar Romero, a quien tuve el privilegio de
canonizar recientemente en el contexto del Sínodo de los Obispos sobre los
jóvenes. Su vida y enseñanza son fuente de inspiración para nuestras Iglesias y,
de modo particular, para nosotros obispos. El también fue mala palabra.
Sospechado, excomulgado en los cuchicheos privados de tantos obispos.
El lema que escogió para su escudo episcopal y que preside
su lápida expresa de manera clara su principio inspirador y lo que fue su vida
de pastor: “Sentir con la Iglesia”. Brújula que marcó su vida en fidelidad,
incluso en los momentos más turbulentos.
Este es un legado que puede transformarse en testimonio
activo y vivificante para nosotros, también llamados a la entrega martirial en
el servicio cotidiano de nuestros pueblos, y en este legado me gustaría basarme
para esta reflexión, sentir con la Iglesia, reflexión que quiero compartir con
ustedes. Sé que entre nosotros hay personas que lo conocieron de primera mano
—como el cardenal Rosa Chávez, a quien el Cardenal Quarracino me dijo que era
candidato al premio Nóbel de fidelidad. Así que, Eminencia, si considera que me
equivoco con alguna apreciación me puede corregir, no hay problema. Apelar a la
figura de Romero es apelar a la santidad y al carácter profético que vive en el
ADN de vuestras Iglesias particulares.
Sentir con la Iglesia
1. Reconocimiento y gratitud Cuando san Ignacio propone las
reglas para sentir con la Iglesia, perdonen la publicidad, busca ayudar al
ejercitante a superar cualquier tipo de falsas dicotomías o antagonismos que
reduzcan la vida del Espíritu a la habitual tentación de acomodar la Palabra de
Dios al propio interés. Y así posibilita al ejercitante la gracia de sentirse y
saberse parte de un cuerpo apostólico más grande que él mismo y, a la vez, con
la consciencia real de sus fuerzas y posibilidades: ni débil ni selectivo o
temerario. Sentirse parte de un todo, que será siempre más que la suma de las
partes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 235) y que está hermanado por una
Presencia que siempre lo va a superar (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate,
8).
De ahí que me gustaría centrar este primer Sentir con la
Iglesia, de la mano de san Óscar, como acción de gracias, o sea gratitud por tanto
bien recibido, no merecido. Romero pudo sintonizar y aprender a vivir la
Iglesia porque amaba entrañablemente a quien lo había engendrado en la fe. Sin
este amor de entrañas será muy difícil comprender su historia y su conversión,
ya que fue este mismo amor el que lo guió hasta la entrega martirial; ese amor
que nace de acoger un don totalmente gratuito, que no nos pertenece y que nos
libera de toda pretensión y tentación de creernos sus propietarios o únicos
intérpretes. No hemos inventado la Iglesia, ella no nace con nosotros y seguirá
sin nosotros. Tal actitud, lejos de abandonarnos a la desidia, despierta una
insondable e inimaginable gratitud que lo nutre todo. El martirio no es
sinónimo de pusilanimidad o de la actitud de alguien que no ama la vida y no
sabe reconocer el valor que tiene. Al contrario, el mártir es aquel que es
capaz de darle carne y hacer vida esta acción de gracias.
Romero sintió con la Iglesia porque, en primer lugar, amó a
la Iglesia como madre que lo engendró en la fe y se sintió miembro y parte de
ella.
2. Un amor con sabor a pueblo
Este amor, adhesión y gratitud, lo llevó a abrazar con
pasión, pero también con dedicación y estudio, todo el aporte y renovación
magisterial que el Concilio Vaticano II proponía. Allí encontraba la mano
segura en el seguimiento de Cristo. No fue un ideólogo ni ideológico; su actuar
nació de una compenetración con los documentos conciliares. Iluminado desde
este horizonte eclesial, sentir con la Iglesia es para Romero contemplarla como
Pueblo de Dios. Porque el Señor no quiso salvarnos aisladamente sin conexión,
sino que quiso constituir un pueblo que lo confesara en la verdad y lo sirviera
santamente (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 9). Todo un Pueblo que posee,
custodia y celebra la «unción del Santo» (ibíd., 12) y ante el cual Romero se
ponía a la escucha para no rechazar Su inspiración (cf. S. Óscar Romero,
Homilía, 16 julio 1978). Así nos muestra que el pastor, para buscar y
encontrarse con el Señor, debe aprender y escuchar los latidos de su pueblo,
percibir “el olor” de los hombres y mujeres de hoy hasta quedar impregnado de
sus alegrías y esperanzas, de sus tristezas y angustias (cf. Const. past.
Gaudium et spes, 1) y así escudriñar la Palabra de Dios (cf. Const. dogm. Dei
Verbum, 13). Escucha del pueblo que le fue confiado, hasta respirar y descubrir
a través de él la voluntad de Dios que nos llama (cf. Discurso durante el
encuentro para la familia, 4 octubre 2014). Sin dicotomías o falsos
antagonismos, porque solo el amor de Dios es capaz de integrar todos nuestros
amores en un mismo sentir y mirar.
Para él, en definitiva, sentir con la Iglesia es tomar
parte en la gloria de la Iglesia, que es llevar en sus entrañas toda la kénosis
de Cristo. En la Iglesia Cristo vive entre nosotros y por eso tiene que ser
humilde y pobre, ya que una Iglesia altanera, una Iglesia llena de orgullo, una
Iglesia autosuficiente, no es la Iglesia de la kénosis (cf. S. Óscar Romero,
Homilía, 1 octubre 1978).
3. Llevar en las entrañas la kénosis de Cristo
Esta no es solo la gloria de la Iglesia, sino también una
vocación, una invitación para que sea nuestra gloria personal y camino de
santidad. La kénosis de Cristo no es cosa del pasado sino garantía presente
para sentir y descubrir su presencia actuante en la historia. Presencia que no
podemos ni queremos callar porque sabemos y hemos experimentado que solo Él es
“Camino, Verdad y Vida”. La kénosis de Cristo nos recuerda que Dios salva en la
historia, en la vida de cada hombre, que esta es también su propia historia y allí
nos sale al encuentro (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 7 diciembre 1978).
Es importante, hermanos, que no tengamos miedo de tocar y
de acercarnos a las heridas de nuestra gente, que también son nuestras heridas,
y esto hacerlo al estilo del Señor. El pastor no puede estar lejos del
sufrimiento de su pueblo; es más, podríamos decir que el corazón del pastor se
mide por su capacidad de dejarse conmover frente a tantas vidas dolidas y
amenazadas. Hacerlo al estilo del Señor significa dejar que ese sufrimiento
golpee y marque nuestras prioridades y nuestros gustos, golpee y marque el uso
del tiempo y del dinero e incluso la forma de rezar, para poder ungirlo todo y
a todos con el consuelo de la amistad de Jesucristo en una comunidad de fe que
contenga y abra un horizonte siempre nuevo que dé sentido y esperanza a la vida
(cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). La kénosis de Cristo implica abandonar
la virtualidad de la existencia y de los discursos para escuchar el ruido y la
cantinela de gente real que nos desafía a crear lazos. Y permítanme decirlo:
las redes sirven para crear vínculos pero no raíces, son incapaces de darnos
pertenencia, de hacernos sentir parte de un mismo pueblo. Sin este sentir,
todas nuestras palabras, reuniones, encuentros, escritos serán signo de una fe
que no ha sabido acompañar la kénosis del Señor, una fe que se quedó a mitad de
camino.
Recuerdo un pensador latinoamericano. Así se termina siendo
un Dios sin Cristo, un Cristo sin iglesia y una iglesia sin pueblo.
La kénosis de Cristo es joven
Esta Jornada Mundial de la Juventud es una oportunidad
única para salir al encuentro y acercarse aún más a la realidad de nuestros
jóvenes, llena de esperanzas y deseos, pero también hondamente marcada por
tantas heridas. Con ellos podremos leer de modo renovado nuestra época y
reconocer los signos de los tiempos porque, como afirmaron los padres
sinodales, los jóvenes son uno de los “lugares teológicos” en los que el Señor
nos da a conocer algunas de sus expectativas y desafíos para construir el mañana
(cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 64). Con ellos podremos visualizar
cómo hacer más visible y creíble el Evangelio en el mundo que nos toca vivir;
ellos son como termómetro para saber dónde estamos como comunidad y sociedad.
Ellos portan consigo una inquietud que debemos valorar,
respetar, acompañar, y que tanto bien nos hace a todos porque desinstala y nos
recuerda que el pastor nunca deja de ser discípulo y siempre está en camino.
Esa sana inquietud nos pone en movimiento y nos primerea. Así lo recordaron los
padres sinodales al decir: «los jóvenes, en ciertos aspectos, van por delante
de los pastores» (ibíd., 66). Un pastor en relación a su rebaño no siempre va
adelante, por momentos tiene que ir adelante para guiar, por momentos tienen que
ir en el medio para olfatear lo que pasa, por momentos atrás, para custodiar a
los últimos y no dejar que sea material descartable.
Nos tiene que llenar de alegría comprobar cómo la siembra
no ha caído en saco roto. Muchas de esas inquietudes e intuiciones de los
jóvenes han crecido en el seno familiar alimentadas por alguna abuela o
catequista.
Hablando de las abuelas. Esta la segunda vez que la veo. La
vi ayer y la vi hoy: una viejita así, flacucha. De mi edad o más todavía con
una mitra. Se había puesto una mitra con cartón y un cartel que decía
"Santidad, las abuelas también hacemos lío". Una maravilla de pueblo,
Y los jóvenes aprendieron en la parroquia, en la pastoral
educativa o juvenil. Inquietudes que crecieron en una escucha del Evangelio y
en comunidades con fe viva y ferviente que encuentra tierra donde germinar.
¡Cómo no agradecer tener jóvenes inquietos por el Evangelio! Por supuesto que
cansa, por supuesto que a veces molesta. Se me viene el pensamiento y la frase
que decía un filósofo griego de sí mismo, yo la digo de los jóvenes: "son
como un tábano sobre el lomo de un noble caballo". Para que no se duerman,
caballos somos nosotros.
Esta realidad nos estimula a un mayor compromiso para
ayudarlos a crecer ofreciéndoles más y mejores espacios que los engendren al
sueño de Dios. La Iglesia por naturaleza es Madre y como tal engendra e incuba
vida protegiéndola de todo aquello que amenace su desarrollo. Gestación en
libertad y para la libertad. Los exhorto pues, a promover programas y centros
educativos que sepan acompañar, sostener y potenciar a sus jóvenes; por favor
“róbenselos” a la calle antes de que sea la cultura de muerte la que,
“vendiéndoles humo” y mágicas soluciones se apodere y aproveche de su inquietud
y de su imaginación. Y háganlo no con paternalismo, que no lo toleran, no de
arriba a abajo, porque eso no es lo que el Señor nos pide, sino como padres,
como hermanos a hermanos. Ellos son rostro de Cristo para nosotros y a Cristo
no podemos llegar de arriba a abajo, sino de abajo a arriba (cf. S. Óscar
Romero, Homilía, 2 septiembre 1979).
Son muchos los jóvenes que dolorosamente han sido seducidos
con respuestas inmediatas que hipotecan la vida. Hay tantos otros a quienes se
les ha dado una ilusión cortoplacista en algunos movimientos, se hacen los
pelagianos o suficiente de sí mismos y quedan abandonados a mitad de camino.
Nos decían los padres sinodales: por constricción o falta
de alternativas se encuentran sumergidos en situaciones altamente conflictivas
y de no rápida solución: violencia doméstica, feminicidios —qué plaga que vive
nuestro continente en este sentido—, bandas armadas y criminales, tráfico de
droga, explotación sexual de menores y de no tan menores, etc., y duele
constatar que en la raíz de muchas de estas situaciones se encuentra una
experiencia de orfandad fruto de una cultura y una sociedad que se fue “desmadrando”.
Sin madre, los dejó huérfanos.
Hogares resquebrajados tantas veces por un sistema
económico que no tiene como prioridad las personas y el bien común y que hizo
de la especulación “su paraíso” desde donde seguir “engordando” sin importar a
costa de quién. Así nuestros jóvenes sin hogar, sin familia, sin comunidad, sin
pertenencia, quedan a la intemperie del primer estafador.
No nos olvidemos que «el verdadero dolor que sale del
hombre, pertenece en primer lugar a Dios» (Georges Bernanos, Diario de un cura
rural, 74). No separemos lo que Él ha querido unir en su Hijo. El mañana exige
respetar el presente dignificando y empeñándose en valorar las culturas de
vuestros pueblos. En esto también se juega la dignidad: en la autoestima
cultural. Vuestros pueblos no son el “patio trasero” de la sociedad ni de
nadie. Tienen una historia rica que ha de ser asumida, valorada y alentada. Las
semillas del Reino fueron plantadas en estas tierras. Estamos obligados a
reconocerlas, cuidarlas y custodiarlas para que nada de lo bueno que Dios
plantó se seque por intereses espurios que por doquier siembran corrupción y
crecen con la expoliación de lo más pobres. Cuidar las raíces es cuidar el rico
patrimonio histórico, cultural y espiritual que esta tierra durante siglos ha
sabido “mestizar”. Empéñense y levanten la voz contra la desertificación
cultural y espiritual de vuestros pueblos, que provoca una indigencia radical
ya que deja sin esa indispensable inmunidad vital que sostiene la dignidad en
los momentos de mayor dificultad.
Los felicito por la iniciativa que esta Jornada Mundial de
la Juventud haya comenzando con la jornada de la juventud indígena en David y
con la jornada de la juventud de origen africano. Es un primer paso para hacer
ver ese plurifacetismo de nuestros pueblos.
En la última carta pastoral, ustedes afirmaban:
«Últimamente nuestra región ha sido impactada por la migración hecha de manera
nueva, por ser masiva y organizada, y que ha puesto en evidencia los motivos
que hacen una migración forzada y los peligros que conlleva para la dignidad de
la persona humana» (SEDAC, Mensaje al Pueblo de Dios y a todas las personas de
buena voluntad, 30 noviembre 2018).
Muchos de los migrantes tienen rostro joven, buscan un bien
mayor para sus familias, no temen arriesgar y dejar todo con tal de ofrecer el
mínimo de condiciones que garanticen un futuro mejor. En esto no basta solo la
denuncia, sino que debemos también anunciar concretamente una “buena noticia”.
La Iglesia, gracias a su universalidad, puede ofrecer esa hospitalidad fraterna
y acogedora para que las comunidades de origen y las de destino dialoguen y
contribuyan a superar miedos y recelos, y consoliden los lazos que las
migraciones, en el imaginario colectivo, amenazan con romper. “Acoger,
proteger, promover e integrar” a los pueblos pueden ser los cuatro verbos con
los que la Iglesia, en esta situación migratoria, conjugue su maternidad en el
hoy de la historia (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 147).
El Vicario General de París, Mons. Benoit, acaba de sacar
un libro, que tiene como subtítulo acoger a los migrantes, un llamado al
coraje. Una joya ese libro. Él está aquí en la jornada.
Todos los esfuerzos que puedan realizar tendiendo puentes
entre comunidades eclesiales, parroquiales, diocesanas, así como por medio de
las Conferencias Episcopales serán un gesto profético de la Iglesia que en
Cristo es «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de
todo el género humano» (Const. dogm. Lumen gentium, 1). Así la tentación de quedarnos
en la sola denuncia se disipa y se hace anuncio de la Vida nueva que el Señor
nos regala.
Recordemos la exhortación de san Juan: «Si alguien vive en
la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón,
¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos solamente con
la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,17-18).
Todas estas situaciones plantean preguntas, son situaciones que nos llaman a la
conversión, a la solidaridad y a una acción educativa incisiva en nuestras
comunidades. No podemos quedar indiferentes (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc.
final, 41-44). El mundo descarta, el espíritu del mundo descarta, lo sabemos y
padecemos; la kénosis de Cristo no, la hemos experimentado y la seguimos experimentando
en propia carne por el perdón y la conversión. Esta tensión nos obliga a
preguntarnos continuamente: ¿dónde queremos pararnos?
La kénosis de Cristo es sacerdotal
Es conocida la amistad y el impacto que generó el asesinato
del P. Rutilio Grande en la vida de Mons. Romero. Fue un acontecimiento que
marcó a fuego su corazón de hombre, sacerdote y pastor. Romero no era un
administrador de recursos humanos, no gestionaba personas ni organizaciones,
Romero sentía con amor de padre, amigo y hermano. Una vara un poco alta, pero
vara al fin para evaluar nuestro corazón episcopal, una vara ante la cual
podemos preguntarnos: ¿Cuánto me afecta la vida de mis curas? ¿Cuánto soy capaz
de dejarme impactar por lo que viven, por llorar sus dolores, así como festejar
y alegrarme con sus alegrías? El funcionalismo y clericalismo eclesial —tan
tristemente extendido, que representa una caricatura y una perversión del
ministerio— empieza a medirse por estas preguntas. No es cuestión de cambios de
estilos, maneras o lenguajes —todo importante ciertamente— sino sobre todo es
cuestión de impacto y capacidad de que nuestras agendas episcopales tengan
espacio para recibir, acompañar y sostener a nuestros curas, tengan “espacio
real” para ocuparnos de ellos. Eso hace de nosotros padres fecundos.
En ellos normalmente recae de modo especial la
responsabilidad de que este pueblo sea el pueblo de Dios. Ellos están en la
línea de fuego. Ellos llevan sobre sus espaldas el peso del día y del calor
(cf. Mt 20,12), están expuestos a un sinfín de situaciones diarias que los
pueden dejar más vulnerables y, por tanto, necesitan también de nuestra
cercanía, de nuestra comprensión y aliento, ellos necesitan de nuestra
paternidad. El resultado del trabajo pastoral, la evangelización en la Iglesia
y la misión no se basa en la riqueza de los medios y recursos materiales, ni en
la cantidad de eventos o actividades que realicemos sino en la centralidad de
la compasión: uno de los grandes distintivos que como Iglesia podemos ofrecer a
nuestros hermanos.
Me preocupa cómo la compasión ha perdido centralidad en la
Iglesia o se está perdiendo para no ser tan pesimista, incluso en medios de
comunicación católicos la compasión no está. Existe la condena, el
enseñamiento, la valoración de sí mismo, la denuncia de la herejía, que no se
pierda en nuestra iglesia la compasión y que no se pierda en el obispo la
centralidad de la compasión.
La kénosis de Cristo es la expresión máxima de la compasión
del Padre. La Iglesia de Cristo es la Iglesia de la compasión, y eso empieza
por casa. Siempre es bueno preguntarnos como pastores: ¿Cuánto impacta en mí la
vida de mis sacerdotes? ¿Soy capaz de ser padre o me consuelo con ser mero
ejecutor? ¿Me dejo incomodar? Recuerdo las palabras de Benedicto XVI al inicio
de su pontificado hablándole a sus compatriotas: «Cristo no nos ha prometido
una vida cómoda. Quien busca la comodidad con Él se ha equivocado de camino. Él
nos muestra la senda que lleva hacia las cosas grandes, hacia el bien, hacia
una vida humana auténtica» (Benedicto XVI, Discurso a los peregrinos alemanes,
25 abril 2005).
El obispo tiene que crecer todos los días en la capacidad
de dejarse incomodar, ser vulnerable a su pueblo. Estoy pensando en uno, de una
diócesis grande, muy trabajador. Tenía audiencia en las mañanas. Era bastante
frecuente que no veía la hora de ir a comer y había los curas que lo estaban
allí esperando así que volvía atrás y los atendía. Dejarse incomodar y dejar
que el fideo se pase y la chuleta se enfríe. Dejarse incomodar por los curas.
Sabemos que nuestra labor, en las visitas y encuentros que
realizamos ―sobre todo en las parroquias― tiene una dimensión y componente
administrativo que es necesario desarrollar. Asegurar que se haga sí, pero eso
no es ni será sinónimo de que seamos nosotros quienes tengamos que utilizar el
escaso tiempo en tareas administrativas. En las visitas, lo fundamental y lo
que no podemos delegar es “el oído”. Hay muchas cosas que hacemos a diario que
deberíamos confiarlas a otros. Lo que no podemos encomendar, en cambio, es la
capacidad de escuchar, la capacidad de seguir la salud y vida de nuestros
sacerdotes. No podemos delegar en otros la puerta abierta para ellos. Puerta
abierta que cree condiciones que posibiliten la confianza más que el miedo, la
sinceridad más que la hipocresía, el intercambio franco y respetuoso más que el
monólogo disciplinador.
Recuerdo esas palabras del Beato Rosmini, acusado de
hereje, hoy beato: «No hay duda de que solo los grandes hombres pueden formar a
otros grandes hombres […]. En los primeros siglos, la casa del obispo era el
seminario de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida santa de su
prelado, resultaba ser una lección candente, continua, sublime, en la que se
aprendía conjuntamente la teoría en sus doctas palabras y la práctica en
asiduas ocupaciones pastorales. Y así se veía crecer a los jóvenes Atanasios
junto a los Alejandros» (Antonio Rosmini, Las cinco llagas de la santa Iglesia,
63).
Es importante que el cura encuentre al padre, al pastor en
el que “mirarse” y no al administrador que quiere “pasar revista de las
tropas”. Es fundamental que, con todas las cosas en las que discrepamos e
inclusive los desacuerdos y discusiones que puedan existir (y es normal y
esperable que existan), los curas perciban en el obispo a un hombre capaz de
jugarse y dar la cara por ellos, de sacarlos adelante y ser mano tendida cuando
están empantanados. Un hombre de discernimiento que sepa orientar y encontrar
caminos concretos y transitables en las distintas encrucijadas de cada historia
personal.
Cuando estaba en Argentina a veces escuchaba gente que
decía. el cura no, y la secretaria del obispo tenía la agenda llena. Llame
dentro de veinte días. Quiero ver al obispo, no se puede, no puede ver al
obispo, Quería consultarle. Esto es no un consejo sino algo del corazón. Si
tiene la agenda llena, bendito sea Dios, porque así van a comer el pan. Si ven
un llamado de un cura, a más tardar llamenlo al dia siguiente. Lo llaman y le
pregunta si puede esperar, desde ese momento el cura sabrá que el obispo es
padre.
La palabra autoridad etimológicamente viene de la raíz
latina augere que significa aumentar, promover, hacer progresar. La autoridad
en el pastor radica especialmente en ayudar a crecer, en promover a sus
presbíteros, más que en promoverse a sí mismo —eso lo hace un solterón no un
padre—. La alegría del padre/pastor es ver que sus hijos crecieron y fueron
fecundos. Hermanos, que esa sea nuestra autoridad y el signo de nuestra
fecundidad.
La kénosis de Cristo es pobre
Sentir con la Iglesia es sentir con el pueblo fiel, el
pueblo sufriente y esperanzador de Dios. Es saber que nuestra identidad
ministerial nace y se entiende a la luz de esta pertenencia única y
constituyente de nuestro ser. En este sentido quisiera recordar con ustedes lo
que San Ignacio nos escribía a los jesuitas: «la pobreza es madre y muro»,
engendra y contiene. Madre porque nos invita a la fecundidad, a la
generatividad, a la capacidad de donación que sería imposible en un corazón
avaro o que busca acumular. Y muro porque nos protege de una de las tentaciones
más sutiles que enfrentamos los consagrados, la mundanidad espiritual: ese
revestir de valores religiosos y “piadosos” el afán de poder y protagonismo, la
vanidad e incluso el orgullo y la soberbia. Muro y madre que nos ayuden a ser
una Iglesia que sea cada vez más libre porque está centrada en la kénosis de su
Señor. Una Iglesia que no quiere que su fuerza esté —como decía Mons. Romero—
en el apoyo de los poderosos o de la política, sino que se desprende con nobleza
para caminar únicamente tomada de los brazos del crucificado, que es su
verdadera fortaleza. Y esto se traduce en signos concretos, en signos
evidentes, esto nos cuestiona e impulsa a un examen de conciencia sobre
nuestras opciones y prioridades en el uso de los recursos, influencias y
posicionamientos. La pobreza es madre y muro porque custodia sobre todo nuestro
corazón para que no se deslice en concesiones y compromisos que debilitan la
libertad y la parresía a la que el Señor nos llama.
Hermanos, antes de terminar pongámonos bajo el manto de la
Virgen y recemos juntos para que ella custodie nuestro corazón de pastores y
nos ayude a servir mejor al Cuerpo de su Hijo, el santo Pueblo fiel de Dios que
camina, vive y reza aquí en Centroamérica.
Recémosle a la Madre… Ave
María
Que Jesús los bendiga y la Virgen María los cuide. Y, por
favor, no se olviden de rezar por mí para que cumpla todo lo que dije. Muchas
gracias.
**
[1] Quiero hacer presente la memoria de pastores que,
movidos por su celo pastoral y su amor a la Iglesia, dieron vida a este
organismo eclesial, como Monseñor Luis Chávez y González, arzobispo de San
Salvador, y Monseñor Víctor Sanabria, arzobispo de San José de Costa Rica,
entre otros.
4 comentarios:
Simplemente impresionante. Con el Papa Francisco la dimensión profética de nuestra Iglesia ya no está domesticada.
Impactante mensaje del Vicario de Cristo, esperamos su fecundidad.
Impactante mensaje del Vicario de Cristo, esperamos su fecundidad.
Dios bendiga al Papa!
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