viernes, 16 de mayo de 2014

ROQUE DALTON EN LA MEMORIA DE JULIO CORTÁZAR




Por: Juan Chopin.

El nacimiento y la muerte de Roque Dalton se dan en el mes de mayo, a cuatro días de diferencia. Esto inevitablemente induce a pensar en el sentido peculiar del tiempo en la poesía, situado entre la fantasía y la realidad. Sin embargo, a sus cuarenta años Roque ya era el poeta que nosotros sabemos que es, mientras sus asesinos se niegan a asumirse responsablemente ante el juicio implacable del tiempo histórico.
Roque nació el 14 de mayo de 1935 y a 79 años de su nacimiento, su legado sigue vivo. Lo era ya, en la memoria de Julio Cortázar, cuando entre octubre y noviembre de 1980 en calidad de profesor invitado en la University  of California, Berkeley, en una de sus clases hizo una interesante descripción del poeta salvadoreño. Aquí hacemos eco de una reciente publicación de esas clases.
Pepe Durand, el amigo de Julio Cortázar, había logrado convencer al poeta argentino de visitar dicha universidad. Para entonces, Cortázar ya parecía haber superado su punto de vista de evitar caer en la «fuga de cerebros» y su negativa a visitar los Estados Unidos de Norteamérica,  mientras aplicara su política imperialista hacia América Latina y el mundo.
En su cuarta clase, en la que trataba acerca del cuento realista –en las tres anteriores había tratado del oficio de escritor y del cuento fantástico- hizo alusiones a Roque Dalton. Las clases suponían una metodología simple. Cortázar explicaba en modo magistral algún aspecto y luego daba oportunidad a los estudiantes para que preguntaran. En esta dinámica de trabajo, el autor de Rayuela, para ejemplificar el cuento realista, leyó su cuento Apocalipsis de Solentiname, dedicado a la comunidad que el poeta Ernesto Cardenal había organizado en una de las islas del Gran Lago de Nicaragua. Antes de leer el cuento, adelantó que la lectura finalizaría con una alusión al poeta Roque Dalton, de quien da su primera descripción: «Hacia el final hay una referencia a un gran poeta y un gran luchador en América Latina que se llamó Roque Dalton, poeta salvadoreño que combatió durante muchos años por lo que en este momento está combatiendo gran parte del pueblo de El Salvador y que murió en circunstancias oscuras y penosas que alguna vez se aclararán pero sobre las cuales no se tiene todavía una información suficiente. Hay una mención de Roque Dalton, que yo amé mucho como escritor y como compañero de muchas cosas».
El cuento en cuestión, según Cortázar, es el más realista que haya podido imaginar o escribir porque está basado en gran medida en algo que él vivió, su visita a San José de Costa Rica y a Nicaragua. Hay que decir, que Cortázar no acepta el tipo de fantasía de ficción o de imaginación que gire en torno a sí misma y nada más y que experimenta el escritor que únicamente hace un trabajo de fantasía y de imaginación, escapando deliberadamente de una realidad que lo rodea, lo enfrenta y le está pidiendo un diálogo en los libros que va escribiendo. Se aclara, pues, que si bien el cuento Apocalipsis de Solentiname termina con un elemento totalmente fantástico —en el que está encuadrada la muerte de Roque—, sin embargo, eso no lo hace para escapar de la realidad, sino para llevar las cosas  a sus últimas consecuencias para que lo que quería decir, llegara con más fuerza al lector, para que le estalle delante de la cara y lo obligue a sentirse implicado y presente en el relato.
Así, Roque aparece citado en las dos partes del relato, en la realista y en la fantástica. En la realista, dice Cortázar, «…un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del poeta José Coronel Urtecho, a quien más gente haría bien en leer y en cuya casa descansamos hablando de tantos otros amigos poetas, de Roque Dalton y de Gertrude Stein y de Carlos Martínez Rivas hasta que llegó Luis Coronel y nos fuimos para Nicaragua».
En la parte fantástica, Cortázar, ya de vuelta en París, cuenta que llegado a su habitación quiso revivir sus recuerdos de la visita a Solentiname: «armé la pantalla y un ron con mucho hielo, el proyector con su cargador listo y su botón de telecomando».  En una de las imágenes que Cortázar está viendo y que va pasando con el botón del telecomando, donde se confunde fantasía y realidad, aparece la de la muerte de Roque: «Nunca supe si seguía apretando o no el botón, vi un claro de selva, una cabaña con techo de paja y árboles en primer plano, contra el tronco del más próximo un muchacho flaco mirando hacia la izquierda donde un grupo confuso, cinco o seis muy juntos le apuntaban con fusiles y pistolas; el muchacho de cara larga y un mechón cayéndole en la frente morena los miraba, una mano alzada a medias, la otra a lo mejor en el bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo sin apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo sentí y supe y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí apreté el botón como si con eso pudiera salvarlo de la infamia de esa muerte».
Hasta aquí el texto del cuento de Cortázar. De inmediato, uno de los estudiantes de la clase hace esta propuesta al escritor argentino: «¿Por qué no habla un poquito de Roque Dalton? Pienso que hay mucha gente que no sabe quién era». Y Cortázar gentilmente accede a la petición:
«Sí, cómo no. Roque Dalton se decía nieto del pirata Dalton, un inglés o norteamericano que asoló las costas de Centroamérica y conquistó tierras que luego perdió y conquistó también, por las buenas o por las malas, algunas muchachas salvadoreñas de donde luego descendió la familia de Roque que conservaba el apellido de Dalton. Nunca supe yo, ni los amigos de Roque, si eso era cierto o uno de los muchos inventos de su fertilísima imaginación. Roque es para mí el ejemplo muy poco frecuente de un hombre en quien la capacidad literaria, la capacidad poética se dan desde muy joven mezcladas o conjuntamente con un profundo sentimiento de connaturalidad con su propio pueblo, con su historia y su destino. En él desde los dieciocho años nunca se pudo separar al poeta del luchador, al novelista del combatiente, y por eso su vida fue una serie continua de persecuciones, prisiones, exilios, fugas en algunos casos espectaculares y un retorno final a su país después de muchos años pasados en otros lugares de exilio para integrarse a la lucha donde habría de perder la vida. Afortunadamente para nosotros, Roque Dalton ha dejado una obra amplia, varios volúmenes de poemas y una novela que tiene un título irónico y tierno a la vez; se llama Pobrecito poeta que era yo porque es la historia de un hombre que en algún momento siente la tentación de volcarse plenamente en la literatura y dejar de lado otras cosas que su naturaleza también le reclamaba; finalmente no lo hace y sigue manteniendo ese equilibrio que siempre me pareció admirable en él. Roque Dalton era un hombre que a los cuarenta años daba la impresión de un chico de diecinueve. Tenía algo de niño, conductas de niño, era travieso, juguetón. Era difícil saber y darse cuenta de la fuerza, la seriedad y la eficacia que se escondían detrás de ese muchacho.
Me acuerdo de una noche en que en La Habana nos reunimos un grupo de extranjeros y de cubanos para hablar con Fidel Castro. Era en el año 62, al comienzo de la Revolución. La reunión tenía que durar una hora a partir de las diez de la noche y duró exactamente hasta las seis de la mañana, como sucede casi siempre con esas entrevistas de Fidel Castro que se prolongan interminablemente porque él no conoce el cansancio y sus interlocutores tampoco en esos casos. Nunca me voy a olvidar de que hacia el alba, cuando yo estaba realmente medio dormido porque no aguantaba más de fatiga y de cansancio, recuerdo a Roque Dalton, flaco, muy flaco y no muy alto, al lado de Fidel, nada flaco y muy alto, discutiendo empecinadamente la manera de utilizar un cierto tipo de arma de la que no me enteré demasiado, un cierto tipo de fusil; cada uno de los dos tratando de convencer al otro de que tenía razón con toda clase de argumentos y además con demostraciones físicas: tirándose al suelo, levantándose y haciendo toda clase de demostraciones bélicas que nos dejaban bastante estupefactos.
Así era Roque: podía jugar hablando en serio porque evidentemente el tema le interesaba por razones muy salvadoreñas y a la vez era un gran juego en el que se divertía profundamente. La lectura de sus libros, tanto de poemas como de prosa —tiene también muchos ensayos, muchos trabajos de política—, es un momento importante en nuestra historia, sobre todo en la década entre el 58 y el 68. Sus análisis son siempre apasionados pero al mismo tiempo lúcidos, sus rechazos y sus discrepancias están siempre históricamente bien fundados. No era hombre de panfletos, era hombre de pensamiento y por detrás y por delante y por encima de todo eso había siempre el gran poeta, el hombre que ha dejado algunos de los poemas más hermosos que yo conozco en estos últimos veinte años. Esto es lo que puedo decir de Roque y mi deseo de que ustedes lo lean y lo conozcan más».
Esa fue la larga y reveladora respuesta que Julio Cortázar dio acerca del poeta Roque Dalton. Los cuarenta años de la vida de Roque son casi perfectos, no sólo porque lo asesinan el diez de mayo de 1975, a cuatro días de diferencia de su nacimiento, el 14 de mayo de 1935, sino por toda la descripción que ha hecho de él Cortázar, de su talante poético, de su vida y de su obra. Todas características que lo sitúan en la cúspide de la palabra comprometida con la revolución y el cambio social.
Pero como hay una hermenéutica de la muerte que sin desdeño de las muertes anónimas, las muertes ejemplares de Roque, de Ellacuría, de Romero, han de llevarnos, antes o después, al conocimiento del origen del mal en El Salvador: «Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre/porque se detendría la muerte y el reposo» (Alta hora de la noche).
(Fuente consultada: Julio Cortázar, Clases de literatura. Berkeley, 1980, Alfaguara, Madrid 2013, pp. 107-118).

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